Un par de fotos y ¡una amplia sonrisa!

Un par de fotos y ¡una amplia sonrisa!

Fruto de un encuentro fortuito, con una amiga de la infancia, busqué algunas fotografías antiguas, que guardaba en un cajón de un mueble olvidado. Repasándolas, comencé a recordar mi niñez, con añoranza, y una entrañable vida familiar. Era muy alegre, con muchas ganas de vivir, mirándolas recordaba mis cosas, mi cajita de música, mis juguetes…¡Aquellos lindos paseos por las calles con mis abuelos!

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Una tarde cualquiera de lluvia, de forma repentina, sin avisar, uno de ellos falleció. Ese día, ocurrió algo especial. La gente se encontraba en la segunda planta, lloraban su muerte, hablaban de cosas extrañas que no comprendía, así que abandoné el lugar. Me dirigí al piso inferior, donde estaba el comedor, allí mi abuela solía reunirnos en entrañables comidas familiares. Ojeaba los contactos del exterior, en una revista de las que existían en la época, un hombre buscaba a su familia en España, una mujer buscaba novio…Era una época ingenua en el país, casi todo estaba censurado. En mi tranquilidad de niña distraída, ocurrió algo extraño.

Secuenciando, a mi mente llegaron un recuerdo, un espejismo, un rumor. Alguien estaba en la habitación, quería despedirse de mí; él no quería asustarme, sólo acariciar mi pelo como había hecho siempre. ¡Qué dulzura!, todavía recuerdo sus dedos, su forma de hablarme, su forma de mirarme. ¡Qué triste y solo se sentiría!, esa idea, me mortificó durante años. Recuerdo que su pluma, no estaba en su sitio, sólo permanecía allí, inmóvil y seco, su tintero. ¡Aquellos cuadros en el comedor!, eran oscuros, extraños, imitaban al más puro estilo Goya, en sus pinturas negras; un pintor cualquiera que, en sus trazos, parecía haberlas dibujado él mismo, ¡aquellos bodegones que tanto me atormentaban!, pero que sólo representaban comida, un cuchillo…Aquellas pinturas me aterraban.

Subí precipitadamente, allí estaban mis amigas, las necesitaba. Percibí que las señoras no lloraban. Una niña había nacido, alguien la colocó en mis brazos, puso en mis oídos palabras dulces e infinitas en el tiempo, que suavemente me tranquilizaron, “unos se van, otros llegan”, sonreí. 

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Sentí su ternura, su olor especial, aquellas manitas, su naricita dura como un diamante, y aquellos mofletes redondos, sonrosados… Sus deditos no me soltaban. Todo aquello me embargaba de emoción, sin embargo, me parecía una responsabilidad, recuerdo cuánto pesaba, temía que se cayera. Ese día comprendí todo el sentido de la vida, la familia y la amistad.

Recuerdo, tristemente, una frase que escuché durante un incendio: “Perdí las fotografías, no recuerdo la cara de mi madre”. A veces, el valor sentimental de cada una de ellas, es un tesoro incalculable.

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