Corría la última década del siglo XIX, y en mi pueblo, Almedina, en pleno corazón de la comarca del Campo de Montiel, -la misma en la que Don Quijote comenzara a caminar con el firme propósito de luchar por un mundo más justo como caballero andante,- existía esa sempiterna división social entre los que no tenían siquiera para comer y menos para calzarse, y los que ostentaban colecciones de zapatos, vestidos, así como tierras en las que empleaban a los descalzos y a los hijos de éstos.
Algunos de mis bisabuelos y abuelos, adolescentes y niños entonces, presentes en esta instantánea, provenían de ambas partes de las dos clases sociales que aparecen: la de los calzados, de vestidos blancos e impolutos y la de los descalzos, con su desteñida y harapienta ropa.
Años después, sin importarles la condición social de la que provenían, un bisabuelo mío, descalzo, y una bisabuela mía, con zapatos y vestido blanco, contrajeron nupcias, salvando negativas paternas y desencuentros familiares. Y triunfó el Amor, y ese amor dio como fruto a mis abuelos y posteriormente a mis padres, el mismo con el que nos concibieron a mis tres hermanas y a mí. Y quizás ese haya sido la mejor herencia y el mejor regalo que hayamos podido recibir tanto de mis ancestros como de mis padres; el de mirar a la gente por su fondo y no por su apariencia, de ayudar al prójimo incondicionalmente.
Esta fotografía, por desgracia, hoy se repite en cualquier parte del mundo, familias poderosas y familias pobres, con las mismas, curiosas y avispadas miradas que reflejan los niños. Hoy los protagonistas somos otros, pero descendemos de ellos y la genética es la misma.
Ahora nos toca a nosotros superar los estigmas y diferencias, educar y transmitir los valores, que al menos yo, recibí de mi familia.
FIN
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