Para el momento de la foto se encontraban de paseo por Los Andes.
Estaría cercano el momento de apertura de “El Negocio”, empresa que nunca más les dejaría tomarse unas vacaciones juntos pero que les brindaría la estabilidad económica para graduar a 5 hijos en la universidad y ayudar a mucha familia.
María, mi abuela, siempre dijo que el negocio llevaba realmente el nombre de “Bodega La Llanera”, en honor a sus orígenes, pero nunca llego a colgarse el rótulo sobre la puerta. Simplemente era para todos los vecinos “La bodega de Don Ítalo y Dona María”.
En el negocio aprendí a sumar enormes cuentas en un cuaderno de hojas blancas, apuntar los créditos, cobrar y dar el cambio, despachar pedidos y reponer mercancía ayudando a los abuelos en las vacaciones escolares. La colaboración en casa y en el negocio era una cuestión sobreentendida sin llegar a sentirse como obligación. Estar desocupado era más bien sinónimo de aburrimiento.
Para entonces el azúcar venia en enormes sacos de 50 kilos y había que pesar los cuartos, medios y kilos completos en bolsas de papel marrón a las que se les plegaba de tal manera que quedaban selladas como un paquete sin necesidad de usar grapas ni presión. Las pastillas de jabón de lavar venían sueltas en cajas y había que envolverlas en papel periódico una a una y apilarlas. Me encantaba abrir el estante de la papelería y sentir el olor de las resmas de papel impecables, los lápices aun sin punta, los borradores, los cuadernos toscos y sencillos.
La nevera grande, de 6 cuerpos, mostraba refrescos embotellados de todos los sabores: cola, colita, naranja, piña, uva y limón. También leche fresca, zumos y las bebidas preparadas. Pero mi vitrina favorita era la de las empanadas y los pasteles. Cada mañana llegaban por encargo empanadas y pasteles rellenos de caraotas, queso o carne. Antes de las 9 de la mañana ya no quedaba ninguno. Todos vendidos, menos los que nos desayunábamos cada uno de los que estuviésemos despachando ese día.
Todo se me hacía grande entonces: las vitrinas, los mostradores, los anaqueles, la nevera, el saco de azúcar. Hoy veo lo que queda del negocio y además de ser todo tan antiguo, me parece ya tan pequeño y frágil como mi recuerdo.
Mi abuelo Ítalo falleció hace 25 años, y mi abuela María entre los vericuetos de la razón a veces nos pregunta por qué no ha llegado a casa si hace ya 3 días que se marchó.
El negocio aún existe, con otros propietarios, pero funciona a marcha muy lenta pues una tormenta llamada revolución ha mermado su fin inicial que fue sacar adelante a una familia.
Me gusta recordarme sentada en la puerta junto a mi prima, merendando un ponqué y un refresco, imaginándome el rótulo con el nombre que mi abuela quería para «El Negocio» sobre nuestras cabezas. Un nombre que nunca fue necesario para ser conocido y menos, para permanecer en nuestra memoria imborrablemente.
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