En Caledonia, Mississippi, ser negro es ser nada. Peor es ser bastarda y mulata como yo, entonces no sólo te desprecian los blancos.
Mi madre murió aplastada por una carreta llena de algodón, desde entonces vivo en la caseta de las herramientas que hay tras la letrina. El invierno entra por las grietas y los nudos de la madera ahora huecos. Entra disfrazado de bruma. Me envuelve con su tristeza y su sabor a agua estancada, me cala hasta los huesos doloridos por las palizas, por el trabajo y el frío. Cuando el río crece la letrina se desborda y mi insignificante vida se cubre de la inmundicia de otros.
Comparto mi hogar con un par de ratas que hace un año intentaron comerme. Desperté gritando cuando una de ellas había devorado mi lóbulo izquierdo. Cuando escucho el roer de sus dientes, vuelve el dolor a mi oreja y se me cuela la muerte por la cicatriz que dejaron en ella.
El invierno está siendo muy duro y la soledad me sabe a hambre, pero ahora me gusta mi hogar. Paseo mis manos por los listones de madera que forman las paredes, de inmediato recibo el consuelo de su tacto áspero, calloso y agrietado que me devuelven las caricias del pasado, las de las manos rugosas y cálidas erosionadas por el trabajo. En los últimos días me camelé a los perros, y ahora duermo calentita con mis dos mantas caninas. Sus besos pastosos lamen la sal de mi tristeza y por la mañana tengo que lavarme con el agua gélida del Mississippi, para quitarme el olor de mi hogar y evitar que me zurren.
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