A las dos de la madrugada del 13 de marzo de 1973, martes para más detalles, el llanto de una niña arrancaba con fuerza en la habitación de un prostíbulo. Aquí comienza la historia de una mujer a la que pocos días después bautizarían con el nombre de Esperanza.
Mis primeros pasos sirvieron para salir de la cuna donde me acostaban y recorrer la casa llorando en todas las habitaciones hasta conseguir que mi madre o alguno de sus clientes me alimentaran. No debí de hacerlo mal, puesto que salí adelante y conseguí cambiar mis lloros itinerantes por la generosidad de la parroquia desde mi reclutamiento en catequesis. Las monjas me cogían en brazos y me mimaban como si fuese un juguete que nunca hubieran tenido, y el bueno de don Jesús se encomendaba a Dios antes de devolverme a mi casa cada tarde: a pesar de su bondad, el cuerpo semidesnudo de mi madre le provocaba sudores y tartamudeos nada más abrir la puerta.
Don Jesús se esforzaba cada día en enseñarme las cosas que yo debía de aprender para conseguir mi comida, así que con la ayuda de Dios y el ayuno obligatorio al que me veía sometida en casa de mi madre, fui avanzando en los estudios.

En el instituto conocí a muchos chicos, pero Javier me sonreía de un modo especial, con sus ojos azules, sus dientes inmaculados y toda esa pureza de valores que nunca antes había visto en alguien que no fuera mi querido y recordado «tío Jesús», así que no tuve más remedio que enamorarme y disfrutar de su compañía durante las clases.

Ya en la facultad no pudimos soportar la idea de no vernos a diario, decidimos ir a vivir juntos a la casita de nuestros sueños, de piedra vista, en la sierra, con vistas a un bosquecito donde jugaríamos al escondite con nuestra hija María Jesús, la cual nacería fruto de nuestro amor para endulzarnos la vida y en recuerdo de la persona que cambió mi vida sin pedir nada a cambio.

Mi puesto número uno en la promoción y el tesón de Javier hacían que todo fuese viento en popa, así que decidimos comprar nuestro sueño junto al bosque y firmar una hipoteca con el Banco del Norte, donde trabajaba el hermano de Javier. En veinte años aquella casa sería nuestra y gracias a las inversiones en los productos financieros preferentes que mi cuñado nos aconsejaba, garantizábamos nuestro futuro y el de María Jesús. ¡Qué felices éramos!

Nuestro bebé crecía al tiempo que nuestra felicidad y decidimos buscarle compañía. España iba bien y se acometían grandes inversiones que denotaban la salud financiera y bancaria de la que tanto alardeaban nuestros políticos.

Pero un mal día el sol salió iluminando las cosas con una luz diferente y dejando entrever corrupciones, saqueos y fallos premeditados en el sistema judicial: los ladrones, estafadores y demás corruptos eran juzgados por un tribunal dictado por ellos mismos, lo que, al amparo de esa impunidad, animó al constante expolio e indiferencia. Nuestros despachos redujeron personal y en un intervalo de tres meses, nos dejaron a Javier y a mí haciendo cola en la oficina del INEM. Pero aunque el dinero del desempleo casi no nos llegaba, teníamos la suerte de disponer de inversiones para nuestra seguridad.

Pasaba el tiempo. Javier no conseguía trabajo y mi estado de embarazo invalidaba mi número uno de promoción. A Javier se le acabó la prestación y sólo contábamos con la ayuda de los cuatrocientos euros.

Cenando en casa de sus padres, mi cuñado, muy serio, nos contó cómo las inversiones realizadas con asesoramiento en las preferentes se habían ido a pique. Lo habíamos perdido todo.

−Renegociarán nuestra hipoteca, ¿verdad? −le pregunté.
−−No, el banco dice que son productos diferentes y que ellos no son una ONG.−contestó.

Me levanté de la silla y lo maldije hasta la extenuación, arranqué sus cabellos en medio de un ataque de locura, posiblemente el primero de toda mi vida, pero nunca antes había perdido tanto en tan poco tiempo.

Y cuando pensábamos que no se podía perder más, nos sobrevino el golpe más terrible, el estrés que padecíamos me provocó nuevos e insospechados dolores… la perdida de nuestro bebé, de la ilusión, del vínculo con la familia de Javier, de su amor….
Aún recuerdo esa canción que decía que cuando el hambre llama a tu puerta el amor se tira por la ventana… Y así fue. Javier, ante el inminente desahucio, me pidió que renunciara a la patria potestad de María Jesús y yo accedí por su propio bien: no era justo cargar a una niña inocente con el pasado de sus padres y mucho menos condenarla a maltratar su niñez en el burdel de su abuela materna.

La situación me destrozó. Veía cómo nadie me ayudaba mientras los antidisturbios me golpeaban como a una delincuente y arrojaban mi cuerpo al duro y frío asfalto. Allí me quedé largo tiempo, anonadada, intentando asimilar la tragedia, mientras el helado frío de la noche me hacía buscar cobijo en un cajero del mismo banco que me había llevado a esa situación. Esa noche no pude dormir, no sé si por la infinidad de pensamientos dolorosos o por el miedo a mi nueva y desconocida realidad.

A la mañana siguiente me pateé la mayoría de los despachos de Madrid abaratando mi potencial salario a lo que me quisieran pagar, pero me miraban asustados al ver mi imagen ojerosa y estresada, mi mal olor y mis síntomas de desesperación. Todas las entrevistas acababan con el famoso: «Muchas gracias, la llamaremos si estamos interesados». Pero yo quería trabajar, así que miré en bares y en tiendas de todo tipo, en fábricas… y todo para terminar siempre agotada en el mismo cajero, que se había convertido en mi improvisada casa.

Esa noche oí el zumbido del abridor varias veces. Miré hacia la puerta y vi a unos muchachos, posiblemente universitarios, que me pedían que abriera la puerta para sacar dinero y poder coger un taxi. Les abrí. Uno de ellos, al pasar se quedó mirándome de arriba a abajo y comenzó a insultarme, decía que el país estaba así debido a la gente como yo que sólo sabía vivir del cuento. Yo no quería ni mirarle, me aterraba la situación y la incomprensible ira que ese muchacho desataba frente a mí. El resto de ellos también se alteraron y entre todos comenzaron a golpearme y a darme patadas en el pecho y en la cabeza,  pese a encontrarme tirada en el suelo y a no mediar palabra, sólo gritos de dolor.
El ruido de una botella al caer hizo que abriese un ojo y alcanzara a ver como una llamarada de base azul se extendía por el suelo hacia donde me hallaba tendida. Las llamas prendieron mi ropa arrancándome gritos de dolor cada vez más fuertes, provocados por las ardientes puñaladas que sentía mi cuerpo y por las caras de impasividad y desprecio que veían mis ojos. Ese dolor que acrecentaba mis gritos y cerraba mis ojos me hacía vislumbrar un túnel oscuro, con una luz brillante al final, que me atraía poderosamente y a la que me acercaba en mi agonía a pesar de la constante crecida de mis lamentos. Sólo sé que al llegar a la luz, el tono del lloro cambio y se tornó dulce, a la vez que unos delicados brazos apagaban mis llamaradas.

−¡Buenos tardes corazones! − gritaba una presentadora de televisión. −Es miércoles, 29 de febrero de 2012 y en este día tan especial, ha nacido alguien muy especial… Desde aquí nuestra más cálida enhorabuena a don Isidro Gonzalez Botón, presidente del Banco del Norte. Como era de esperar, su señora, en una de las mejores clínicas del país, acaba de dar a luz a su hija primogénita. Le deseamos toda la felicidad del mundo.

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