Apenas el sol se debaja ver por la pequeña rendija de la balconada. Algo que hacía atisbar que un nuevo día había amanecido. Tan claro y evidente como la propia realidad que instantes después se iba a encontrar en esa pequeña habitación. Afuera no se percibía aún el ruído de esa gran mole de hormigón armado de cientos de kilómetros cuadrado que rodeaba su vida. El percibía cada mañana cómo la ciudad se despertaba a ritmo asonante,entremezclando al pasar de los cercanías por las vías de arriba y el ruído de los grandes motores del transbordador que a las 8 de la mañana hacía su primer viaje comunicando con la otra orilla a una serie de zombies somnolientos de mirada huidiza y cartera en mano que diez horas después cogerían el mismo barco para que les devuelva a su triste realidad cotidiana. Así un día tras otro, solo interrumpido por lo que se suponía que era el domingo.

El se había convertido en un auténtico obsevador de personas. Desde su ventana podía divisar a diario al hombre corpulento que vestía el mismo traje gris los lunes, miércoles y viernes. Luego dejaba el traje claro con corbata azul para los martes y jueves. Este era, decía, un privilegiado porque el sábado no tenía que tomar el transbordador de las 8.

Luego, a las 7’54 de cada mañana llegaba ella. Puntual a su cita apenas si se dilataba un minuto arriba o abajo. Espectacularmente bien vestida, dejaba tras de si un reguero de olor a perfume que le llegaba hasta su ventanuco. Lo justo para abrir su nariz e impregnarse de ese olor y con los ojos cerrados almacenarlo en sus pulmones para irlo dosificando poco a poco durante el día hasta el ferry de las 6 de la tarde en el que volvía igualmente espectacular. En ese momento, un halo de esperanza afloraba a su mente todas las tardes. El mismo desde que él la vió por primera vez pero que día tras día tenía que quedarse anclado y olvidado debido a sus circunstancias especiales y de las que él era completamente consciente. Barreras como gigantes imposibles de doblegar ni por la edad ni por otras consideraciones a las que él nunca puso como principal obstáculo. Era como si un discurso ahogado lo fuera pronunciando cada desde minutos antes de las 7’54 hasta que la veía meterse en la parte de abajo del ferry. Discurso de incoherencias, mitad quimera mitad realidad, que volvía a repetirse al filo de las 5’15 de la tarde, momento en el que vislumbraba cómo las chimeneas del mismo ferry echaban una tremenda bocanada de humo en señal de que los motores se ponían en marcha hacia él. Minutos más tarde, allí estaba ella. Igualmente de radiante y espectacular, con su bolso marrón, sus tacones de aguja y ese traje de chaqueta con su falda ajustada que la hacía tan especial.

El bajaba de su ventanuco todas las tardes en busca de su recompensa. Eran ya tres los años que él la esperaba en la esquina del embarcadero sentado y apoyado sobre uno de los maderos raídos por las mareas y por los deseos dejados y aparcados ahí mismo por cada uno de los zombies que se bajaban del ferry en busca de su otra vida, la misma que dejaron a las 8 de la mañana.

Sin embargo, esa tarde era diferente. El corpulento hombre del traje gris que solía bajar siempre el primero hoy no lo había hecho. Es más, Peter, el encargado de abrir y cerrar la puerta de los sueños en la que se había convertido ese ferry, se había extrañado. Más que nada porque se había quedado con la palabra en la boca sabiendo que como cada día él le respondería con aquello de “muy bien, gracias”. Hoy Peter había vuelto a pronunciar su manida frase, “Buenas tardes, Mr.Lodin, ¿ cómo se encuentra hoy?

Apenas un segundo de silencio en el ambiente provocó que Peter levantara la cabeza y sin salir de su asombro buscó con la mirada la figura corpulenta de aquel bonachón. Hoy una dama especial había ido a visitarle a esa oficina a eso de medio día. Una visita para quedarse. Una visita que dejó para siempre sin compañeros de viaje a Louis y a Tony, sus compañeros de asientos, que al igual que Peter hoy se habían extrañado de compartir butaca en la tercera fila del pasillo central del Ferry.

Fue como un mal presagio para él. El día había empezado como cualquier otro pero la tarde había comenzado con la desesperación de las miradas de Peter y suya en busca de Mr.Lodin. Pero no lograron localizarlo. Es más, sobre el semblante de los zombies que volvían a sus casas hoy se dibujaba un rostro extraño.

Sin embargó, allí apareció ella. Deslumbrante como siempre, mágica e idílica. No obstante, hoy sus ojos no brillaban como de costumbre. Es más, casi pudo vislumbrar un hilo de lágrima que seguramente se habría caído minutos antes al mirar cómo hoy el sitio de Mr. Lodin estaba inusualmente vacío.  Pero lo que  nunca se podía imaginar es que las desgracias nunca vienen solas y su destino estaba marcado desde que nació. Acostumbrado a la nada, una desgracia más en su vida no le vendría grande. Hoy tampoco había tenido nada que echarse a la boca por mucho que había rebuscado entre los montones de papeleras que todos los zombies se cruzaban en su camino de ida hacia el Ferry de las 8. Esa mañana tampoco Katy había dejado las sobras de ese sandwitch a medio comer y que para él suponía su desayuno, su comida, su merienda y , a veces, casi su cena. Pero no le importó presentarse ante ella en ayunas. Un día más no era óbice para buscar sus ojos y recoger su regalo diario, una sonrisa y un guiño.

Dos gestos que le alimentaban tanto como la mejor de las comidas. Para quien no tiene nada una ilusión forjada con el paso de los más de mil días de los tres años viéndola pasar dos veces al día era más que suficiente. Con el de hoy sería el guiño 245 pero la sonrisa 329. Las llevaba contadas con la exactitud pasmosa del relojero más artesano. Apuntadas sobre las pocas trazas de cal que aún no se habían ennegrecido de su cobacha. Anotadas a base de uñas. Uñas que hacían de lápiz como el que tuvo aquel año en el que se le enseñaron a escribir. Pero de eso hace ya diez años. Una década de caída en picado hacia el abismo más cruel que existe, el no tener nada, nada, nada.

Como triste presagio de lo que iba a acontecer aquella tarde de Abril, había visto a medio día un papel tirado en una de las papeleras del muelle principal. Era la primera página del Daily Mirror que aunque arrugado por la fuerza de la presión de quien lo dejó allí esa misma mañana era perfectamente legible. Además, no estaba manchado por café, que ya era raro. Lo desplegó porque aún le gustaba recordar eso de leer y en el centro de la página vio la foto de lo que supuso fue un accidente de tráfico, un atropello. Un cuerpo inmóvil estaba tendido sobre el suelo asfaltado de una calle, se suponía céntrica de esa mole de hormigón armado. Aguzó la vista para poder leer el pié de foto: “Asaltada y atropellada.”

En aquel momento, se inquietó porque no sabía si ese cuerpo inmóvil de la foto del periódico podría pertenecer a su princesa. Inquietud que se disipó a las 8 cuando, puntual como siempre, Peter abrió la puerta de salida del embarcadero. Puerta por la que hoy Mr.Lodin hoy no pasó.

Sin embargo, su princesa apareció como otra tarde cualquiera. El ya había comprendido que el rastro de lágrima que seguramente cayó unos minutos antes era por recuerdo de ese bonachón que hoy no había vuelto con ellos.

El se había incorporado como todas las tardes para que sus ojos cayeran a la misma altura de los de ella. De esos profundos y preciosos ojos verdes que como cada tarde le miraban con una de esas miradas que él interpretaba de cariño. Inmediatamente, su ojo derecho se cerraba tan suavemente que parecía a cámara lenta para terminar de hacer el guiño diario con el que él se sentía tan saciado. De todas formas, no tenía nada que echarse a la boca. Todo este sensual cuadro imaginado era rematado por una de esas sonsiras que solo las grandes divas saben esgrimir. La comisura de su boca se extremecía dado paso a unos dientes inmaculados y perfectos. Componiendo así uno de los cuadros más bellos quizá imaginados por el ser humano. Así un día tras otro, menos los domingos que ella no iba a la otra parte de la ciudad.

De pronto, pudo comprobar cómo la historia de aquella tarde, que ya había comenzado mal, iba a empeorar. Ella no bajó del Ferry con el mismo estilo espectacular. O al menos así se lo pareció. Se cruzaron las miradas. El esperó ansioso el momento en el que su ojo derecho comenzara a entornarse, cerrando lentamente sus párpados. Pero no. Hoy no. Es más, el latido de su corazón empezó a subir de ritmo al ver que ella se dirigía hacia donde él estaba. Incorporado pero inmóvil por el cambio de planes no pudo articular palabra ni gesto alguno.

Ella llegó a donde él estaba. Con una tranquilidad pasmosa y sin abrir su boca, introdujo su mano derecha en el bolso beige que llevaba. Sacó un sobre blanco y se lo extendió. Un momento mágico reducido a un pequeño trozo de papel blanco y que seguro en su interior tendría una historia, una cita quizá, unas palabras de cariño y admiración por haberla esperado durante tres años seguidos en el mismo sitio y a la misma hora. Una confesión de amor imposible encerrada sobre las solapas de un sobre blanco.

No intercambiaron palabra alguna, solo un leve roce de la yema de sus dedos sobre la mugrienta palma de su mano. Un roce que inmediatamente fue archivado para siempre en el disco duro de su cabeza con el título de “Ella”. Sin capacidad de reacción, ella se dio la vuelta y en cinco pasos salió por la otra puerta que Peter había abierto, la que daba acceso a esa mole de hormigón armado.

Fruto de la emoción, sus ojos se habían quedado anclados en el sobre blanco mientras que el resto del pasaje iba pasando , como cada día, delante suya.  Su rostro era incapaz de cambiar de postura, inmovilizado por lo extraño de la situación. Noche tras noche había soñado la escena del acercamiento y del roce de sus mano pero ahora que se había convertido en realidad aún no había sido capaz de reaccionar minutos después de esa bellísima estampa.

Ella, extraordinaria como siempre, frente a él, mugriento y con los pantalones raídos porque el hambre y la soledad hacen estragos. El cara a cara deseado y lo único a lo que había sido capaz era poner la mano para recepcionar un sobre blanco. Noches enteras pegado al ventanuco mirando las estrellas , diseñando la mejor de las tácticas para cuando llegara el momento, derrumbada en apenas diez segundos que duró el encuentro. Centenares de deseos depositados en las estrellas del firmamento con ella como la protagonista que se vieron ahogados en apenas segundos por la emoción.

Todo se había quedado resumido a un simple sobre blanco sobre una mugrienta palma de mano. En su cabeza empezó a rondar la idea de no abrirlo, más que nada por negar lo evidente, por certificar la defunción de una amistad entre comilla fraguada en más de tres años de espera diaria. Era la diatriba de abrir o tirar a la papelera el presente. Pero era su regalo, era de ella.

El sobre blanco olía tan extraordinariamente bien como ella. Una fragancia especial, la misma que todas las mañanas llegaba a su ventanuco cuando ella pasaba hacia el Ferry de las 8. Cogió el sobre y suavemente lo subió hacia su nariz. Cerró sus ojos e inspiró tan profundamente que casi el papel blanco del sobre se introdujo en su nariz. Necesitaba verla con los ojos cerrados y archivar el olor en la misma carpeta que el roce anterior.

Lo tenía claro, debía abrirlo. Debía leer con sumo cuidado su contenido ya que hacía diez años que no solía leer con asiduidad. Sólo lo hacía cuando alguno de esos zombies arrojaba el periódico manchado de café en una de las muchas papeleras que había. El sobre no estaba totalmente cerrado. Es como si sus labios solo hubiesen humedecido el vértice engomado. Introdujo su dedo con la misma delicadeza que ella arrimó su lengua a la zona engomada. Y cerró los ojos y besó el vértice del sobre imaginando que la zona engomada eran sus labios o , al menos, su lengua.

Atenazado por el miedo a lo desconocido, introdujo sus dedos en el sobre hasta localizar una pequeña tarjeta de visita. La miró con la misma dulzura que un enamorado lee la primera carta de amor. Y vio su nombre,  “ELISABETH SMITH”.

Por fin, aquel bello rostro tenía nombre y apellidos. Era como él se lo había imaginado en tantas y tantas noches mirando las estrellas. En verdad, pensó que no podía llamarse de otra forma. Después de leer el nombre varias veces deparó en lo que ponía debajo: “Abogada”. Fue entonces cuando esgrimió una leve sonrisa al corroborar que lo que él siempre pensó se había confirmado.

Satisfecho por saber que su amada tenía nombre, apellidos y profesión aún le restaba comprobar la otra parte de la tarjeta de visita. Pensó en ese instante que casi con toda seguridad habría apuntado el número de teléfono para que la llamara. Así que sin más dilación le dio la vuelta a esa pequeña tarjeta de visita.

Con tinta de estilográfica, diferente a la de imprenta, Elisabeth había anotado de su puño y letra algunas palabras. Emocionado por ver cómo era su escritura poco a poco su gesto se fue tornado de ilusionado a pálido. Solo nueve palabras había dibujadas en esa parte de la tarjeta. 9 puñaladas que fueron cayendo sobre su corazón mugriento como sus manos. 9 lamentos que fueron saliendo como exalaciones por una boca por la que casi nunca entraba comida y por la que ahora empezaba a emerger la tristeza y la melancolía. No 9 sino muchas más fueron las lágrimas que empezaron a caer desde sus ojos. Tantas como veces leía y releía las 9 palabras escritas de su puño y letra.

9 palabras que le devolvían a la más de las tristes realidades, la nada. Esa que había sido su compañera durante una década y que ahora le volvía a abrazar pero ya definitivamente, sin esperanza alguna de solución.

Sus piernas empezaron a flaquear y su cuerpo se desplomó con la misma rapidez con que se había erigido al verla. Sin embargo, esta vez sus piernas se doblegaron ante la cruda realidad de apenas una decena de palabras. Sentado ya y con la espalda reposada sobre el tablón sus ojos leían una y otra vez esas dos frases mientras que la noche estaba asomando por la esquina del embarcadero. Miró a su alrededor y no vio a nadie. La misma cantidad de personas que las que le esperaban en su cobacha, debajo del puente del puerto. Fruto de la tristeza, su estómago ya ni rechistaba porque hoy tampoco entraría nada. Las palabras y frases escritas hoy eran el único de los platos posibles pero la tristeza no llena, solo aumenta la sensación de hambre.

Sentado y con la mirada perdida en el horizonte comenzó a esgrimir una leve sonrisa.

Leyó una vez más lo escrito por Elisabeth y en voz alta dijo:

–  Me voy de esta ciudad. Gracias por tu amistad.

Sonrió porque entendió que aunque él no tenía nada, había conseguido arrancar 9 palabras de toda una abogada. Pero sonrió porque entendió que siempre la querría, estuviese donde estuviese. Y pensó, será así el amor. 

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