Son las seis de la tarde. La calle Fuencarral, en Madrid, despierta de su siesta diaria y grupos de gente salen a pasear, a mirar escaparates o a tomar un refresco por los bares de la zona. Niños y niñas juegan y corren por el parque que está al lado de un banco. Es un banco de madera, un asiento normal, no destaca entre los otros que están distribuidos por la capital.

De repente, entra en escena un personaje, aunque nadie se ha dado cuenta de su presencia. Antonio viste un abrigo largo algo descolorido, unos pantalones vaqueros desgastados, un jersey verde y lleva en la mano un libro usado con tapas naranjas. Se sienta y mira distraídamente hacia los lados. Espera.

No sabe qué hora es, pero no tiene importancia. Desde hace mucho, el tiempo ha dejado de ser algo a tener en cuenta. Dirige su mirada hacia la izquierda y encuentra a Luis. Ya queda menos, piensa Antonio mientras le ve acercarse lentamente hacia él con la cabeza agachada. Al llegar al banco, se acomoda y saluda a su compañero. Segundos más tarde, aparecen Vicente y Lola. Ya pueden empezar.

Serios, concentrados, se miran entre ellos para ver quién se decide a romper el hielo. Mientras tanto, alrededor todo sigue como si tal cosa. En realidad, los figurantes de la escena no ven nada especial: solamente a cuatro personas sin hogar sentadas en un banco. La indiferencia y la invisibilidad rodea al grupo. Pero ellos, ajenos a estos pensamientos, se preparan para una nueva reunión de su club de lectura.

¿Qué toca hoy? Política, filosofía, quizá una novela. En realidad, tienen pocas opciones entre las que elegir. No es la primera vez que releen y comentan el mismo libro, pero ellos, sabiamente, han aprendido que es posible encontrar un nuevo significado entre sus páginas amarillentas. Parece que esta tarde el ganador es un volumen pequeño y verde: “Rebelión en la granja”.

Repiten lectura, pero ninguno protesta. Impacientes miran a Luis, que esta tarde ha ocupado el puesto de narrador. Abre el libro y, en silencio, el grupo escucha el primer capítulo. La página 8 avisa de que el final está cerca y empiezan a prepararse para diseccionar nuevamente este fragmento. Hablan, escuchan y comentan alguna que otra frase. Esta vez, la escena parece contrariar a todo aquel que les rodea. ¿Qué hacen? ¿De qué hablan? No comprenden lo que ven. Piensas para sí mismos ¿Cómo puede ser posible que cuatro vagabundos se reúnan para comentar libros?

Mientras huyen de miradas impertinentes, los miembros del club de lectura siguen leyendo y comentando fragmentos del texto de Orwell. Aprovechan para relacionar el argumento con algunas de las noticias que han podido leer en aquellos periódicos arrugados y abandonados que nadie quiere. También discuten y argumentan sus propias ideas. Pero la página 8 aparece de nuevo y anuncia el fin de la reunión.

Se despiden y recogen. Cada uno de ellos parte hacia su refugio, su rincón de la calle. La noche aparece y las aceras, vacías para la gran mayoría, espían a personas que han perdido todo y que deben sobrevivir con los deshechos que otros no quieren. Historias anónimas vagan mientras la madrugada anuncia las horas que quedan para un nuevo día.

Cuando aparecen los primeros rayos de sol, su despertador improvisado, las calles comienzan a notar los primeros movimientos del día. Algunos negocios suben el cierre y esperan a los camiones de descarga que les traen los productos que más tarde van a servir o vender.

Antonio ha transformado un banco de piedra en su casa. Allí intenta olvidar su pasado como profesor de literatura y, sobretodo, el desahucio que tuvo que sufrir después de ser despedido del instituto y no poder pagar los gastos de la casa. Ahora su realidad es esa: una losa cuadrada y varios libros que le acompañan allá donde va.

En una fuente de la calle Cea Bermúdez se asea y bebe. Coincide con otras personas que, como él, han acabado en la calle. Se saludan y comentan algún sitio en el que improvisar un desayuno. Conocen alguna panadería o cafetería donde, en ocasiones, les dan un bollo o un trozo de pan y un café para empezar el día.

Después de comer, Antonio suele dar un paseo, una costumbre impuesta ante la necesidad de gastar el tiempo que tiene. Pero, esta vez, decide cambiar su ruta habitual. Le apetece echar un vistazo por las calles que tiene cerca de su casa de piedra. Prefiere alejarse de la Glorieta de Quevedo y caminar por el barrio de Bilbao.

Coge su mochila verde, que se ha convertido en una biblioteca ambulante, y da los primeros pasos hacia la calle Luchana. Se sabe indiferente para el resto, otro más que ha acabado en la calle. Algunos le lanzan miradas de reproche que le dicen “algo habrás hecho para acabar así”. Pero él, al que ya no le hacen daño estas ideas furtivas, se encamina hasta su destino.

La calle Santa Engracia desemboca enfrente del cine Luchana que, con el cierre bajado, anuncia que ya no habrá próxima sesión. Cruza hasta toparse con la sala y allí ve algo que le llama la atención. Es un cartel negro, rectangular. Tiene unas palabras escritas con tiza. Quizá sea el menú del restaurante que hace esquina en la calle Covarrubias. Siente curiosidad, aunque no sabe por qué, y se acerca a leer el contenido.

“Librería gratuita”. Antonio está convencido de que ha leído mal. ¿Gratuita? Impaciente, ve que hay algo más escrito allí. “Trae los libros que no necesites y llévate todos los que te quepan en las manos”. Parece una broma pero, intrigado, sigue la flecha que está al final del anuncio.

Camina y allí está. “Librería gratuita”, repite otro cartel, esta vez situado en la fachada del edificio. Se asoma tímidamente a la puerta de cristal, temeroso de que le descubran. Absorto, mira las estanterías del local, llenas de volúmenes. Inmediatamente, recuerda a sus compañeros del club de lectura y piensa que les tiene que hacer cómplices de este hallazgo.

Aún quedan unas horas para reunirse con Lola, Vicente y Luis. Da media vuelta y pasa por un albergue en el que a veces suele comer. Está en un edificio grande de la calle Martínez Campos. Siempre que va allí, mira el colegio que está al lado y piensa en sus días como maestro. Ya no sabe si echa de menos esos momentos y, aunque lo hiciera, sabe que no serviría de nada.

Unas horas más tarde, el banco de la calle Fuencarral está preparado para una nueva reunión. Esta vez, sus compañeros le están esperando. Les propone cambiar su sala de reuniones particular por un paseo hasta una librería que ha encontrado. Aunque al principio la idea les incomoda-estos establecimientos no reciben con los brazos abiertos a los vagabundos -deciden echar un vistazo al descubrimiento de Antonio.

Juntos, repiten la ruta que éste ha hecho por la mañana y divisan el cartel que anuncia el lugar al que van. Lo leen y doblan la esquina del cine comatoso. Allí está. “Librería gratuita”, con ejemplares que cubren las paredes hasta el techo. Al instante se preguntan pero, ¿Aquí podemos entrar?. Antes de que puedan responderse, una chica, con una camiseta negra y una falda, sale a su encuentro y les saluda.

Una vez dentro, recorren con la mirada las estanterías y leen las etiquetas que adornan algunas de ellas: política, novela, filosofía, biografías. Se quedan anclados, no hablan entre ellos. Se sienten extraños entre esas paredes, como si estuvieran en un lugar en el que no son bien recibidos. La joven con la que antes han hablado les pregunta si conocen cómo funciona la librería.

Su actitud es amable, simpática. Les hace sentir cómodos entre esas paredes de papel. Ana les cuenta que es voluntaria en la librería desde hace unos meses y que suele estar por las tardes. Coloca libros, gestiona los ejemplares que la gente lleva y habla de lectura con los visitantes que llegan al local.  

A pesar de la extraña sensación que siente al hablar con esta joven desconocida, Antonio decide contarle que ellos cuatro suelen reunirse por las tardes para comentar libros pero confiesa que siempre hablan de los mismos porque no pueden comprar otros. Ana les propone que den una vuelta por el local para buscar otros textos y les invita a coger los que quieran. Así, lo que empieza siendo una tímida visita, se convierte en su nuevo lugar de reunión.

Los encuentros se suceden y la relación entre ellos y la joven voluntaria se consolida. Finalmente, Ana se decide a comentarles algo que lleva tiempo pensando. Les dice que hay ONG que ayudan a personas que se encuentran en su misma situación. Les habla de qué tipo de apoyo les puede dar y les explica que ella puede ponerles en contacto con gente que trabaja en estas entidades.

Poco después, Antonio, Lola, Vicente y Luis ven cómo sus vidas van cambiando. Desde hace unos días, están en un albergue, que se ha convertido en su nuevo hogar. Allí, comparten su presente con otras personas. Hay gente voluntaria que les ayuda, les escucha. Pero no todo ha quedado atrás. El club de lectura no han dejado de reunirse. Ahora, los encuentros los organizan en la biblioteca del centro, mientras otros tantos libros les escuchan.

 

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