Este es el mundo que tenemos. Nos puede gustar más o menos; la pregunta “del millón” podría ser: ¿te gusta este mundo? A mi hay muchas cosas que me chirrían y creo que escribirlas me ayudan a sobrellevarlo; y movilizarse hacia un cambio más justo y humanizador, pienso que es transformadoramente definitivo. Así pues, hoy necesito contaros mi percepción de justicia social, pero sobre todo de aquellas personas que en primer lugar se la creen y en segundo, la ejercen. Personas que a edades muy tempranas tuvieron algún estímulo hacia el acercamiento a realidades tan antagónicas como precarias, que pensaron que esta aventura de crear un mundo mejor no les era indiferente. Yo las he visto, os lo juro. Sé que existen, que tienen rostro, que piensan y sienten el dolor ajeno como propio, que respiran esperanza, que se animan de los pequeños pasos que les dirigen y acercan a lugares más felices y se refuerzan de la cercanía de soñadores que al igual que ellos, son los únicos que parecen estar despiertos ante tanta sinrazón y locura legitimada. Y los he visto vestidos con ropas cómodas, de faena, de las que no les importe manchar…porque estar en lo social y no “mancharse” es como estar en lo acuático y no “mojarse”, es decir, incomprensible y difícil de explicar. También los he visto asistir a cursos y congresos y quedarse hasta el final de los mismos, porque su presencia trascendía la simple apariencia de apertura y la foto oportunista. Además les vi participar, argumentar, preguntar y cuestionar, ser autocríticos y dar intelectualmente lo mejor de sí mismos. Eso sí, intelectualidad práctica que no se olvida de la sensibilidad humana como premisa para sentarse a dialogar de lo que sea. Os prometo también que les vi hablar de pobreza en locales tan rebosantes de humildad como de dignidad, les vi compartir mesa con mantel de papel y comida de batalla; porque alimento para estas personas es aquel que te nutre en lo físico y en lo anímico…creo que es por eso, por lo que llevan tanto tiempo a dieta de tonterías, cinismos e hipocresías. También me llamó la atención verles utilizar herramientas creativas, formatos originales, propuestas diferentes y para las cuales la inversión económica siempre busca el equilibrio con los idearios filosóficos que defienden y preconizan. Pude percibir que cuando hablan de pobreza y exclusión tienen rostros en sus mentes, nombres en sus corazones y lágrimas en sus recuerdos. Posiblemente sea por esto, por lo que se irritan tanto y tan justificadamente cuando escuchan diálogos vacíos, leyes injustas y promesas incumplidas…porque ellos y ellas sufren en primera persona la incomprensión de un sistema que no coloca a todos los seres humanos en el mismo punto de partida, que no atienden al hecho diferencial y porque además son los que van de frente y dando la cara, los que miran a los ojos de la gente y los que dan lo que pueden cuando ya parece no haber nada: acogida, esperanza, calidez, comprensión y acompañamiento. Para poder hacer esto, solo es necesario tener másteres en la universidad de la vida y sentido común y gregario.

  Reconozco que también me llamó la atención cómo se juntan, cuáles son sus códigos de comunicación y cómo se despiden. Muchos llegan a sus puntos de encuentro en transporte público clase turista o utilitarios modestos, sin cristales tintados porque el rostro y el espíritu de lucha no tiene porque ser escondido. Se saludan afectivamente cuando corresponde y con naturalidad siempre, sin esconderse en sonrisas artificiales ni en protocolos estandarizados sino en los cánones de la educación, el compañerismo y el buen gusto. Y les vi despedirse con energías cargadas, con besos y abrazos, con fotos de grupo, con intercambios de teléfonos y correos electrónicos; y también con la esperanza de que la vida vuelva a generar nuevos encuentros, intercambios e intersecciones vitales que son las que tejen los sueños, las ilusiones y las redes tan necesarias en estas cruzadas en las cuales se ubican. Cruzadas que les implican “mojarse”, porque para estar ahí tienes que saltar charcos, caer en ellos, sudar mucho y llorar de vez en cuando. Y es esa humedad, y no otra, la que hace germinar algo nuevo y sobre todo algo mejor. Estas personas son las que me transmiten la confianza y tranquilidad necesaria, para saber que estarán ahí cuando yo también las necesite. Porque tengo pocas cosas claras en la vida, pero una de ellas es la certeza de nuestra fragilidad humana y el saber que todos necesitamos de todos para seguir avanzando. Por esta razón, cuando los veas por la calle, en pequeños pueblos y grandes ciudades, en locales, asociaciones, residencias, parroquias, colegios, etc. ten la tranquilidad de saber que se está conspirando para construir un mundo mejor y más justo del cual te beneficiarás tú y los tuyos. 

   Por ello, hoy me siento en la obligación moral de daros las gracias y de tener hacia vosotros una palabra de ánimo que os ayude a seguir hacia delante con vuestra tarea a pesar de la angustia que da el saber que el dolor que a diario filtráis se inserta en un contexto parapetado de cinismo global al que todos, tarde o temprano, acabamos llamando crisis. Ojalá que vuestro espíritu de lucha se mantenga perenne mientras se intenten perpetuar las injusticias sociales, que sigáis defendiendo los intereses de los empobrecidos desde las trincheras y con ellos, siempre con ellos y con la humildad necesaria que os haga recordar que todas las grandes revoluciones y conquistas de derechos fueron llevadas a cabo por ellos mismos, por gente humilde que fue capaz de organizarse desde abajo, con lucha y sacrificio y porque creían que merecía la pena lanzarle un órdago a vivir con dignidad. La historia está llena de ejemplos de esta naturaleza, solo hay que conocerlos, ser permeables hacia sus valores y conseguir recrear escenarios que sigan posibilitando todo aquello que apueste por las personas, con las personas y para las personas. Y precisamente, en una de estas personas es en lo que yo quiero convertirme y como todos los comienzos están plagados de aventuras que enriquecen y curten los caminos, os contaré esta experiencia que, ahora recordada desde la distancia, me provoca alguna que otra sonrisa, pero que en el momento de ser vivida me supuso muchos nudos en la garganta, ciertas dosis de incertidumbre y más de una exposición a mis desconocimientos y vulnerabilidades.

   Desde hace muchos años sentí la fascinación por la ruta del Camino de Santiago, y por fin pude emprenderla a pie, en solitario y desde muy lejos: una pequeña localidad francesa al otro lado del pirineo llamada San Jean Pied de Port, a una distancia de ochocientos kilómetros de Santiago de Compostela. La primera de las etapas fue muy exigente pues los desniveles eran increíbles por ser etapa pirenaica, pero mi buena condición física, mi fuerte motivación y mi pasión por la montaña hicieron el resto.

   Al comenzar mi tercera jornada por la zona de Navarra fue donde los planes, aparentemente, comenzaron a truncarse. Llamé a la puerta de lo que parecía un bonito y gran albergue, cuando la noche iba ya disipando la certeza del disfrute. Me abrió la puerta una señora de unos sesenta años de edad. De nombre Elvira, monja federada de profesión, con ropa de calle, discurso sereno y con un claro objetivo en la vida: ser garante y protectora de “pequeños duendes”. La casualidad quiso que yo pasara por estas instalaciones de su congregación y le pidiese alojamiento. También quiso el destino que nos cayésemos bien, después de cenar una rica menestra de verduras que había sobrado de la cena de los niños que ella cuidaba, y mantener una interesante charla de esas que te hacen crecer como persona y recuperar la fe en la especie humana. Pero lo que realmente removió mi conciencia y encogió mi corazón, fue descubrir la dimensión global del proyecto que esta religiosa tenía entre las manos, dirigiendo un campamento de verano para niños y niñas con una característica común a todos ellos: haber nacido en el seno de familias cuyas durísimas condiciones de vida les hacían vivir en la pobreza más absoluta. Por tanto, no me pude negar a su oferta de ayudarla durante una semana en su trabajo hasta que le llegaran nuevos refuerzos. Los requisitos del “contrato verbal”, según ella, eran los siguientes: ser buena gente, cobrar en alimentos y un lugar para descansar y repartir felicidad. El horario sería desde que el cuerpo se levantase hasta que no se tuviera en pie y aquí la promoción siempre sería ajena. Y una máxima que me pidió no olvidar: “solamente crece aquel que hace de la felicidad un puente hacia la sencillez”. Estaba totalmente desconcertado. Mis profesores de economía y de derecho del trabajo jamás hubieran aceptado las condiciones de tan singular contrato, pero también es cierto que mis entrañas siempre se han declarado en rebeldía con aquello que se debería hacer y obedecen mejor a los impulsos del alma que a las certezas del cuerpo. Y allí me encontré, rodeado de seres diminutos, velando por su seguridad, por su higiene, por su alimentación, por su educación, por conseguir que la sonrisa habitase de manera constante en sus inocentes caras y preguntándome, día a día, cómo eran posibles tantas desigualdades e injusticias en este mundo en general y en este país en particular. 

   Era la primera vez que trabajaba con niños y ellos lo sabían de sobra. Poco a poco me fueron provocando ternura ante la vulnerabilidad de sus cortas vidas, risa ante sus torpes movimientos, benevolencia ante su derroche de vitalidad, paciencia ante la repetitividad de sus acciones, añoranza del niño o niña que todos fuimos algún día y pena de haber perdido, progresivamente, aquella condición entre el difícil camino de la vida, la mutación morfológica de nuestro cuerpo y las limitaciones de nuestra mente. Pero lo que más me impresionaba, era pensar que me encontraba ante un espacio acotado de proyectos vitales, un auténtico mercado de futuros donde las duras condiciones de vida de estos niños y niñas parecían haberle ganado la batalla a la esperanza y el desarrollo.

  Yo, mientras tanto, seguía disfrutando de un cansancio merecido; de las interminables pero reveladoras jornadas de trabajo y de las interesantísimas charlas nocturnas con Elvira. Ella me mostró una iglesia que ejercía un simbólico e inteligente casting hacia la bonhomía, que respetaba y era tolerante con los que no comparten los mismos esquemas doctrinales, pero que invita a encontrarse y converger en lo verdaderamente importante: en la fragilidad humana, en la honradez y en las ganas de habitar en un mundo mejor.

   Aprendí mucho sobre percentiles de crecimiento, sobre escasez y dieta, sobre pobreza y dignidad, sobre educación integral, sobre como dar las gracias y sobre como pedir perdón al comprender que si yo no soy parte de la solución de la pobreza de estas personitas, de alguna manera lo soy de sus causas.

    Al despedirnos, la religiosa me pidió que escribiese algo en una especie de libro de visitas que guardaba celosamente en un cajón de su maltrecho escritorio. Las palabras que iban saliendo de mi cabeza eran dictadas a una velocidad vertiginosa desde lo más profundo de mi ser:

 Se precisan arquitectos de corazones, ingenieros de almas, biólogos de sentimientos, maestros de vida, comunicadores de verdades, artesanos de ilusiones e inversores de esperanza que hagan de este planeta y de este momento histórico una posibilidad para la reconciliación con la justicia social”.

   Culminé mi peregrinación a Santiago de Compostela veintidós días después, con importantes agujetas en mis músculos y muchos nombres y recuerdos en el más importante de todos ellos: el corazón; viviendo así una de las mayores aventuras de mi vida. Todavía hoy, cuando la vida me depara ingratitud, mi imaginación huye a territorios habitados por “ángeles protectores”, “duendes juguetones” y caminos por transitar; y me reitero en la idea de que aquella vivencia fue una auténtica y provechosa experiencia de vida donde descubrí, inexorablemente, que en medio de tantas carencias no hice otra cosa que descubrir y enfrentarme con las propias. Lecciones nos guarda la vida, cuando nos coge con el alma atenta y la predisposición oportuna.

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