Esos perdedores y vagos

Esos perdedores y vagos

felipe giner

19/08/2013

Es cierto que puedo haber recibido una educación algo exclusiva, que tengo amistades bien posicionadas social y económicamente y que el influjo familiar modula de forma inevitable mi forma de pensar. Es por ello tal vez por lo que, en ocasiones, al verbalizar todo lo que ha estado macerándose durante tantos años en mi mente puedo parecer brusco. Pero hay cosas que me parecen tan obvias y claras para cualquier entendimiento medio que cuando escucho los discursos exculpatorios y justificativos de ciertas personas y sectores de la sociedad me pongo malo y llego a excitarme.

Lo comentaba ayer mismo con mi madre cuando acudimos al supermercado. ¿Cómo es posible que ese negro tan joven de la puerta que intenta vender un periódico que nadie desea leer pueda estar ahí plantado durante horas y horas esperando escuálidas limosnas? ¿De verdad que prefiere esta forma pasiva de subsistir en lugar de estar peleando en su país por un futuro mejor? O el vagabundo lleno de porquería que apura una apestosa colilla tumbado en el banco de enfrente, ¿qué espera de esta vida? ¿qué nos compadezcamos y le demos todos nuestros ahorros para que vuelva a dilapidar una posibilidad de futuro en alcohol y vicio? Y esto por poner un par de simples ejemplos que vimos nada más salir del portal, frente a casa. Si pones la televisión la lista sería interminable. En definitiva, perdedores y vagos. Personas que por las causas que sean, y que a mi poco me importan porque cada uno tenemos lo nuestro, no ha sabido salir adelante, se ha quedado atascado en un problema económico, en un abandono amoroso o en un lamento crónico. ¿Por qué el resto de personas de bien tenemos que pagar sus errores, excesos o falta de adaptación en forma de delincuencia, mendicidad o cargas sociales? 

Al fin y al cabo yo también estoy desempleado en estos momentos, he tenido que superar la ausencia de noticias de mi padre desde que nos abandonó hace ya unos cuatro años según mi madre por una inmigrante polaca o colombiana, no se bien, con la cual se estará gastando el dinero de sus fructíferos negocios, pero no voy arrastrándome por las esquinas con cara de derrota. No, me he dedicado a formarme invirtiendo una buena cantidad de dinero que me ha prestado mi madre en una prestigiosa escuela de negocios, a relacionarme con personas que en un momento determinado y gracias a ciertas influencias  podrán abrirme un camino desconocido a día de hoy,  pero prometedor sin lugar a dudas. Todo eso si mi tío no puede finalmente darme un empujón en la empresa de la que es gerente; naturalmente está esperando a que exista una vacante acorde a mis estudios y por qué no decirlo,  a mis expectativas, que no dejan de ser también las de él y las de toda la familia. Y si no, pues a llamar a otras puertas, que para eso están los amigos. 

El rostro de mi vecina Silvia permanecía impávido ante esta exposición contundente, visceral y quizás demasiado sincera teniendo en cuenta el todavía escaso nivel de confianza que teníamos, pero bueno, también es cierto que quise impresionarla mostrando una firme y clara opinión respecto al reto que me lanzó cuando le pregunté dónde iba todas las tardes tan temprano y con este calor infernal que caía sobre Madrid: «Hago voluntariado con personas en riesgo de exclusión social, personas que se encuentran en  una situación vulnerable, delicada, que han pasado por problemas, que sufren, que viven en la calle. En la ONG donde colaboro se les ofrece un espacio para asearse, convivir con otras personas, recobrar su autoestima, volver a comenzar y ser las personas que fueron, porque te sorprenderías al conocer sus historias, muchos han sido por ejemplo empresarios o médicos, han tenido familias e hijos, parejas, en fin, una vida que llamaríamos normal, hasta que un día todo empezó a torcerse. Nos podría pasar a cualquiera, ¿sabes? Pásate si quieres un día, lo mismo cambias de opinión y te gusta. Se trata de un albergue para personas sin hogar en Villaverde«. 

¿Qué nos podría pasar a cualquiera? Por eso quise explicarle y decirle todo eso, para dejar claro que justo ahí estaba la clave, en tener o no tener hambre de conseguir cosas, de avanzar, no conformarte con lo primero que llega y dejarte llevar. Carácter ganador. A cualquiera no le pasa eso, solamente a los que tienen  perfil de esperar que sean los demás quienes les saquen del atolladero conmovidos por la pena. 

Silvia sonrió y me comentó que no estaba del todo de acuerdo en todos los argumentos que le presenté, pero que iba con prisa y que otro día ya profundizaríamos en el tema. Realmente encantadora. No me importaba que no compartiese mis ideas cien por cien, más bien al revés, ello me ofrecía una oportunidad para la próxima vez que la viese abrir fuego y sacar unos minutos más de conversación y quien sabe, algún pretexto para charlar del tema con calma fuera del edificio y  así empezar a conocerla un poco más.

En algún encuentro esporádico anterior de ascensor o cruzándonos en el portal,  Silvia me dijo que había llegado al edificio hacía apenas un año. Ocupaba el piso de su abuela fallecida y se había trasladado desde Cuenca en busca de nuevas oportunidades laborales y mientras tanto, ocupaba tres tardes a la semana haciendo voluntariado en una ONG.

No se si era debido al verano, al calor o a la prolongada carestía sexual en la que me había sumido desde hacía ya incontable tiempo, pero cuando salía o volvía a casa de hacer alguna compra insustancial o dar un aburrido paseo mi cabeza escrutaba posibilidades de encontrarme con Silvia. Pero no tenía suerte, nunca coincidía con ella. 

Tras un par de semanas sin tener noticias de ella, tomé la decisión que venía masticando y que en cierta forma me disgustaba tomar, si bien no veía otra alternativa. Escribí en el buscador de google «pobres villaverde ong» y me salió la dirección web de una organización que según decía en su página realizaba apoyo integral con personas sin hogar. Cómo no, recibían subvenciones de varias administraciones públicas e incluso tenían un apartado para que personas particulares pudieran realizar aportaciones; no sé qué pringaos picarían en esa trampa. Anoté la dirección y traté de descubrir cómo llegar a esa zona que para mi suponía casi invertir más tiempo que en uno de mis frecuentes viajes de ocio a Londres, Barcelona o cualquier otra ciudad europea. Está claro que no iba a arriesgarme a ir con mi propio coche y exponerme a que me lo desvalijaran nada más dejarlo aparcado, y a pesar que coger el metro tampoco me entusiasmaba porque a saber qué tipo de gente iba a esos tipos de barrio, pensé que sería lo más cómodo y seguro. 

Localicé el albergue no sin antes tener que preguntar a un par de personas que no me parecieron tener una especial mala pinta dado los especímenes que veía por allí. ¿Y de verdad esa zona seguía siendo Madrid? La verja de hierro estaba abierta y caminé por el pequeño camino asfaltado bordeado de huertos que según informaban también en su página web eran cuidados por las propias personas vagabundas que allí residían. No tenían mal aspecto teniendo en cuenta las circunstancias.

Al fondo, en el porche de un edificio de dos plantas, se veían a varias personas charlando, jugando a las cartas o simplemente mirando al vacío y fumando. Inmediatamente vi a Silvia sentada frente a uno de los que sin duda formaba parte de aquella particular fauna; unos pantalones vaqueros raídos y desgastados hasta la saciedad, una camisa a cuadros descolorida y el pelo largo y mal cortado con destellos de grasa lo delataban. Hablaban animadamente y en cuanto Silvia me divisó se levantó rápidamente y me hizo un gesto para que me acercara. Ella le comentó algo al  vagabundo y este se tensó en la silla sin llegar a volver la cabeza. Parecía contenta de verme y eso me llenó de seguridad. Fuí acercándome tratando que no se notara nada de mi emoción por volver a verla y una vez junto a ellos me dijo:

– ¡Qué alegría Mario! nunca pensé que te atrevieses a venir. Mira, te presento a tu tocayo. 

En ese momento el desarrapado volvió la cabeza y cuando posó su mirada intensa en mí sentí en el estomago esa puñalada potente y profunda que tanto temí cuando pensaba en acudir a este extraño, peligroso y lejano barrio. Mi garganta se secó y un intenso entumecimiento invadió mis piernas. Muy posiblemente él sintió algo parecido, pero quizás, no paro de pensar en ello, fué ese trabajo de recuperación de autoestima que personas voluntarias como Silvia habían hecho con él lo que le dió la fuerza necesaria para levantarse, abrir sus brazos con una dignidad que envidiaré hasta el final de mis días y decir: 

– Vaya hijo, que sorpresa volver a encontrarnos en un lugar como éste. 

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