I
Están siendo momentos muy duros, tiempos en que pasan los días y llegan las noches demasiado deprisa. Las noches eternas, los días tristes, anodinos, vulgares y sin quehaceres. Sólo se espera ver el mañana y poder decir: Otro día menos.
La convivencia con seres tan inertes se hace demasiado pesada y más cuanto menos tiempo se ha estado al lado de ellos. El desgaste de no nadar en la abundancia, de poseer lo necesario para pasar el día y a veces ni siquiera eso, incrementa los males propios de una comunicación que no existía. Los dolores del cuerpo se incrementan con la ausencia de riqueza. Incluso en los mejores momentos del día, cuando ronda la tranquilidad, están incómodos. Y pretenden seguir adelante.
El árbol debajo del cual se acomodaban para contarse sus cosas quedaba ya a más distancia que hacía unos años. Bajo él, en su sombra, se hicieron multitud de promesas, se dijeron infinidad de palabras bonitas. Aquello para Guadalupe y Ramiro quedaba ya muy lejos en el tiempo, eran ya recuerdos inexistentes. Todo estaba distanciándose. Sus amigos, pensamientos, juventud, días, su cuerpo se iba lejos y sin retorno.¡Cómo no recordar lo que fueron cuando todo era mucho más sencillo y tan sólo quedaban ellos dos!
Guadalupe y Ramiro de educación severa, tuvieron dos hijos, María y Pedro. Si salían de casa los niños porque salían y si entraban porque estaban todo el día dentro. Inconformistas, de pocos amigos, les educaron en la tristeza, en la pobreza. María muy independiente, abierta y muy disciplinada y Pedro de niño muy apocado, triste, sensible, un tanto enclenque. Una enfermedad se cebó con él. Lo pasó mal, realmente mal. Y peor desde que se fue del mundo su mejor amigo: Juan, el largo.
– Mamá, ¿cuántos años hace que no me das un beso?, preguntó Pedro.
La madre le miraba sabiendo, dentro de su marchito conocimiento, lo que suponía esa pregunta. Pedro, dentro de su capacidad mental y cuando pensaba, no daba crédito al comportamiento que habían tenido con él aquellos dos seres.
Su hermana María, no vivía con él en casa de sus padres. Tenía una casa donde estaba con su marido, pero unas veces por culpa del marido y otras por ella no iban casi nunca de visita en casa de Guadalupe y Ramiro.
Pedro, después de un día duro de trabajo en el campo, volvía a casa abrumado y pensando en las faenas que le quedaban por realizar. De corazón grande había empezado la vida desde muy pequeño; se las tuvo que apañar para vivir con la soledad de su corazón.
Todos o casi todos ya no eran los mismos. Se querían ir, se habían ido lejos y el hijo se quedó atado a unos seres que en el pasado le fueron poco cariñosos.
II
El látigo de la injusticia y de la pobreza se había cebado con Pedro. Sus padres apenas le dejaban disfrutar con sus amigos. Por todo eso estaba enfermando. Aquella casa era demasiado grande para él. Sus amigos ya no le hacían caso; ya no eran tan compañeros desde que no salía a jugar con ellos. Eran: Juan, el largo, Isidro, el pulga; Manolo, el colorao; Miguel, el verruga; Petra, la guapa e Inés, la locomotora.
¡Pobre Juan!¡Qué tiempos aquellos! Todos salían juntos para ir a la escuela y ya en clase asistían entusiasmados a las lecciones que les daba su maestro favorito, Don Enrique, sabio entre los sabios; y se juntaban, cuando le dejaban sus padres, para hacer deberes y para ir a jugar al fútbol detrás de la charca rota; otras veces jugaban al escondite o al marro, a la chocolina, a los bolindres, o a mosca. Todo el grupo era una piña. Se sentían muy amigos y no conocían la palabra soledad y menos la palabra cansancio.
Pedro sí.
Un día Pedro se hizo el muerto a la puerta de su casa. Su madre enseguida comenzó a dar voces preocupándose por él. Gritos y más gritos dio aquella mujer. Pensaba que su hijo había muerto. Después de un rato Pedro se incorporó sin que hubiese pasado nada. Lo había preparado todo para saber el cariño de su madre hacia él. Su padre le castigó, le azotó sin contemplaciones con el cinturón y le quedó sin salir de su casa durante un buen tiempo.
¡Eso era el cariño!
¡Cómo ha cambiado la vida!Su hermana María tuvo que irse lejos del pueblo a la ciudad, donde vivía con su marido, Sebastián. Tenían dos hermosos hijos, Matías y Lucas a los que querían con locura. El cariño que no tuvo ella, sí lo tienen sus hijos.
Ya desde el mismo día en que se celebró el matrimonio entre María y Sebastián supo Pedro que su vida iba a cambiar. Todo en adelante sería mucho más triste, su vida se transformaría en un ir y venir a casa; a la misma donde llevaba un buen número de años viviendo. Al hogar de sus padres y que un día sería de él.
– Pedro: vente esta tarde a jugar a las cartas, – le decían sus paisanos.
– Pedro, estoy mal, le decía su madre.
Este sabía que la mayoría de los achaques de la madre eran falsos, ni se sentía mal ni tenía algún dolor. La madre, egoístamente, no quería que saliera dejándoles solos tanto a ella como a Ramiro, su marido. A Pedro Le remordía la conciencia y no se iba con sus amigos. Así un día y otro día desde hacía tiempo. Y él callaba.
Pedro no podía apenas poner un pie en la calle. Sus padres…Guadalupe y Ramiro se hicieron mayores a gran velocidad.
III
Pedro, su hijo, envejeció demasiado deprisa. Poco a poco se le iban hundiendo los ojos, alargándose los labios, las orejas, perdiendo el pelo, los dedos entumecidos y la mirada lejana, muy lejana, colocada allá donde los pensamientos ya no pertenecen a uno mismo. Se iba esfumando la vida, se estaban acabando los momentos de entretenerse con otras gentes. Llegaba el momento en que ya no se pertenece al cuerpo. Este quedaba abandonado a su suerte.
El perdigón cantaba subido en lo alto de una peña la que había visitado tantas veces Ramiro, cuando iba de caza. Allá, en la finca comunal del pueblo en la que tanto había cazado y donde había caminado junto a su perro. Ahora atado al duro sillón del envejecimiento, esperando alguna visita de sus seres queridos y así ser feliz en sus momentos de soledad. Un día y otro todo era lo mismo.
El sol salía y se ponía casi al mismo tiempo; los pájaros, los perros y los demás animales que pasaban por las calles hacían el mismo ruido y las mismas personas solían pasear por los mismos sitios a idénticas horas de distintos días. Es la rutina, es la espera de lo desconocido. Tan largo es el camino que se acorta cuanto más se anda y cuanto menos se anda, menos camino queda por recorrer… La vida, sus pasos y sus historias se van por el sitio desde donde vinieron; ocupan un espacio en la mente y el paso del tiempo va deteriorando los recuerdos, lejanos. Es cuando la mente renuncia a seguir siendo ocupada, dando de lado a todo. Es la vida.Las reuniones en la cantina, los viajes a la capital con el coche, que aunque viejo se movía como nunca, divertían al padre. Para él su única alegría era salir al campo, el trabajo, y los animales. Sí, así era.– Pedro, hijo, ¿nos vamos mañana de caza?El hijo asentía mirando de reojo a la madre que sabía lo que le pasaba al padre. Y Guadalupe como podía le decía a su marido: Ramiro, vamos a dar un paseo.Guadalupe, de pequeña, había vivido con sus padres en el mismo pueblo que Ramiro. Se conocieron en la feria del pueblo, donde iban sus padres a ver a los feriantes y les llevaban a ellos para divertirse. Como eran muy golosos compraban, como todos los años, las garrapiñadas, turrones y se comían un pollo asado.Eran otros tiempos y cada uno vivía en su casa con su familia.
IV
En el atardecer, cuando los tordos pasan por encima del pueblo para su recogida; cuando el cielo se torna rojizo y el frescor de la noche se aproxima, Pedro dentro de su cerebro desea que suceda algo, que cambien para bien su vida… Vive con la tristeza heredada por dos seres que se están yendo. Y él también.
¿Cómo no le iban a doler los sentimientos? ¿Estaba seguro? Si, lo quería.
– Pedro, estás muy delgado, – le dijo su hermana.
– No es nada, – aseguraba él.
Una lágrima estuvo a punto de caer de sus ojos. En ese mismo momento supo que no había sido él durante toda su existencia. Y también sabía que dentro de la pobreza, y de la soledad tenía cariño a unos padres que jamás le quisieron.
Allí, en casa de los abuelos, sentados los cuatro alrededor de una mesa, se miran y sin hablarse dicen muchas cosas. María observaba la cara y todo el cuerpo de su hermano y advertía en él todo el paso del tiempo. Percibía la tristeza en los ojos, y sabía que la soledad a la que estaba siendo sometido le hacía envejecer. Desde ese momento supo que ellos tres, sus padres y su hermano llevaban la vida muy deprisa. Y su hermano, para su edad, más.
Miró a todos y le comentó a Pedro lo necesaria que es una familia o la compañía de otras personas de las mismas edades en sitios distintos, y posiblemente fuera de la misma localidad.
– No sé, no sé, dijo Pedro.
– Pero, tú no puedes estar así. Ellos apenas si saben y si conocen. Es lo mejor, dijo María.
Guadalupe y Ramiro entendieron perfectamente el lenguaje de sus hijos.
La mirada abandonada de Ramiro junto a la tristeza de Guadalupe no daba para muchas felicidades. ¡Y la de los hermanos! Desde aquellas miradas supieron que el destino no les guardaba nada bueno y que serían ya pocos los momentos de disfrutar. Guadalupe ya iba alejándose y Ramiro estaba definitivamente lejos.
V
El ladrido de un perro, allá a lo lejos, podría decirse premonitorio. El mar estaba avanzando llevando con él todo tipo de recuerdos, de acciones y de momentos.
– Ramiro, ¿te acuerdas de la encina? , preguntó Guadalupe a su marido en un momento de soledad con él, y en uno de los pocos ratos de lucidez.
– ¿Qué? , contestaba Ramiro. Este apenas si articulaba palabra.
– Sólo veo enfermedad, pobreza y soledad. Ya es hora de que nos acerquemos a la noche, decía ella.
– ¿Qué?, dijo Ramiro
– Es hora de ver la noche de cerca y que el tintineo de las campanas nos recuerde el momento que vivimos juntos, decía Guadalupe.
– Guadalupe: Esta noche vamos a buscar la puesta de sol, dijo Ramiro.
– ¿qué dices Ramiro?, preguntaba ella.
– Nada.
Al día siguiente el mar estaba en calma y aquel perrillo con el que paseaban hace muchos años saltó de alegría al ver a sus amigos, Guadalupe y Ramiro.
Hasta siempre Pedro.
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