El otro día fui a estudiar a un bar muy paquetón de Palermo, había bastante gente: mujeres que viven del chisme, hombres que viven de rentas y hacen de cuenta que trabajan, señoras eligiendo muebles de la “Para Ti Deco”, tres embarazadas, varios extranjeros y unos niños con su abuela.
Yo me senté al lado de una ventana, tratando de concentrarme en el gobierno de Hipólito Yrigoyen (me cuesta mucho no colgarme mirando a las personas). Desde ahí lo vi venir, era un mendigo de buen porte y piel curtida, lindo de cara, con un poncho estampado en un hombro y un cigarrillo entero y apagado colgando de una sonrisa burlona, el pelo entrecano peinado hacia atrás. El physique du rol perfecto de un caudillo, pensé.
El hombre abrió la puerta del bar y se quedó ahí, extendiendo un vasito de plástico a la nada. Uno de los mozos se acercó y con un alegre “¿qué hacés, Pipi?” agarró el vaso y se fue directo a la cafetera detrás de la barra. Pipi salió, caminando canchero se alejó un poco y lo perdí de vista.
Unos minutos después, el mozo volvió con un café rasante de espuma y un sobrecito de azúcar. A través de los vidrios de la puerta buscó a Pipi pero no lo encontró. Me miró y le señalé para dónde se había ido con un movimiento de cabeza. El chico salió del bar justo cuando vi que Pipi volvía a entrar a cuadro a través de la ventana.
Pipi agarró el café, el mozo le volcó el azúcar en el vaso, se lo revolvió y después volvió a entrar a seguir trabajando. Mientras cerraba la puerta, y con un gesto de no tiene remedio, me dijo: “siempre me hace ir a buscarlo”. Mi mirada paneó a Pipi. En la vereda, apoyado contra la pared, se tomaba el cafecito y fumaba su cigarrillo. Me pareció la persona más feliz del mundo.
Recién un rato después de que Pipi se fue pude volver a sumergirme en lo sucedido cien años atrás en mi país. Pensaba en ese hombre sonriendo y mirándolo todo como desde afuera. No necesitaba revistas, ni celular, ni chismes, ni libros de historia. Sólo a su mozo amigo que le sirva un cafecito.

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