“Siempre que veas pasar un tren pedí un deseo con todas tus ganas, algún día se hace realidad”. Esa frase le retumbaba en la cabeza a Eduardito. Desde los tres años el pequeño se sentaba por horas a metros de la casilla conde vivía para observar el ir y venir de aquellos vagones, deseando con toda la fuerza. Tenía días en los cuales estaba seguro que su deseo se materializaría, pero indefectiblemente al caer el sol, su carita sucia de moco y tierra, volvía con un gesto de decepción, guiada por los gritos de la madre. Muchos de los que vivían en ese villorrio levantado con chapa y cartón al borde de las vías, creían a Eduardito un retrasado, ya que jamás jugaba con otros chicos. Sin embargo él tenía algo muy claro, no le importaban los dichos del resto sólo esperaba que un día se cumpliera lo deseado. Y el momento llegó. Aquella tarde como siempre los trenes iban y venían apáticos, ignorando a Eduardo. Un convoy atiborrado de gente se detuvo, el chico abrió bien los ojos, por la misma vía avanzaba a toda velocidad un formación de cuatro vagones. Si, era el día. La cara de Eduardito se iluminó, no dejo escapar detalle, fue un tremendo choque de trenes. El chico no perdió oportunidad de contar lo sucedido a quien se le acercara. Por dentro se decía “Es verdad! Si le pedís un deseo cuando pasan, se cumple”. Estaba tan feliz que por la noche no protestó las órdenes de mamá, hasta se fue a dormir sin rezongar. De pronto una profunda angustia lo atrapó , cuál sería su nuevo pedido? Necesitaba concentrarse y buscar uno especial. Como siempre los cambios de luz del televisor, el alto volumen sumado a la discusión de su mamá y su papá, no le permitían focalizar el pensamiento. El padre llegó a los tumbos hasta la cama junto a la de él, borracho como estaba vomitó en un tacho. Eduardito lo miró con odio, no quería verlo nunca más, entonces una sonrisa le fue creciendo en la cara.
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