PRIMERA PARTE.
I
Las noches no se hicieron para pasarlas solos. No se hicieron para la tristeza ni el abandono, ni tampoco para vivirlas fuera de casa, con el frío azotando sin piedad las caras, helando las orejas, congelando la columna vertebral hasta convertirte en un pedazo de hielo andante, si es que aún quedaban fuerzas para andar. No, las noches seguro que no se hicieron para eso, pensaba Samid mientras caminaba luchando contra aquel viento gélido que le cortaba la cara. Ante él y sobre su cabeza, un inmenso cielo negro azulado aparecía sembrado de estrellas. Había tantas que parecía que no había sitio para otra más, y que si de hecho una nueva aparecía haciéndose un hueco a empujones allá arriba, otras pocas caerían a la tierra. Contemplando aquella belleza, Samid pensó que las noches fueron inventadas para el consuelo, para la compañía deseada y buscada, para el cobijo, la calma, el sueño que alimenta la esperanza y el descanso.
– Parece que las estrellas se van a derramar – murmuró muy bajito, abrumado ante tanta belleza, como si tuviera miedo a interrumpirla.
– ¿Dices algo, Samid? – preguntó el viejo Calev, que caminaba encorvado delante de él, ayudado por aquel bastón largo de madera que tenía casi tantos años como él. Ya se notaba débil, achacoso, y estaba ese dolor en el pecho…
– Decía que parece que las estrellas se van a derramar – repitió Samid, elevando el tono de voz.
Calev se detuvo y alzó los ojos. Ciertamente el cielo aparecía precioso. Brillaba como un mar de diamantes y piedras preciosas sobre un fondo de terciopelo azul.
– Qué bonita noche, Samid. Quizás la más bonita que he visto en la vida. Presiento que Yahvé nos va a regalar algo bueno.
– Espero que sea comida, porque tengo el estómago que no para de protestar.
– Será lo que Yahvé disponga – contestó Calev, reanudando el paso.
Samid bajó la cabeza suspirando y reanudó el paso tras él. En los siete años que llevaba junto a Calev habían pasado muchas penalidades, mucha hambre, mucho frío, mucha soledad, pero Calev nunca había perdido la fe en el Señor. Nunca le había oído blasfemar contra Él, ni dejar de acudir a las sinagogas que encontraban para hacer sus oraciones, ni de hacer ofrendas con la poca comida que podían conseguir. Recordó una vez que una generosa familia de pastores nómadas les había regalado un par de pichones. Samid imaginó mil maneras de guisarlos y la boca se le llenaba de saliva con tan sólo imaginar todos los sabores que iba a poder degustar. Iba a ser el banquete más sabroso de su vida. ¿Cómo el más sabroso? ¡Iba a ser el único banquete que se había dado en su vida! Pero Calev no tenía los mismos planes que él. Tomó agradecido las aves y también las uvas, el pedazo de queso y el trozo de pan que el patriarca de aquella tribu les brindó, y se marcharon. A medio camino, en un claro al borde del camino, Calev paró junto a una roca enorme que estaba junto a unos olivos. Le indicó a Samid que soltara el bulto que cargaba, tomó los pichones y los puso sobre la roca. Sacó el cuchillo y Samid ya empezó a saborear la extraordinaria carne que iban a poder disfrutar ese día. Pero no fueron esos los planes de Calev.
– Samid, arrodíllate. Vamos a hacer un sacrificio al Señor.
– ¿No va usted a preparar los pájaros para comérnoslo? – preguntó Samid con cierta angustia en la voz.
– Hay que alimentar antes el alma que el cuerpo, Samid. De nada sirve un cuerpo bien alimentado si el alma está vacía del Señor.
Y dicho esto, ante la frustración de Samid, Calev cortó los cuellos de los pichones y pronunció las oraciones a Yaveh. En silencio, de rodillas, Samid lloraba desconsolado, y aunque su voz acompañó las oraciones de Calev, su corazón estaba lleno de rabia y de incomprensión hacia aquel viejo judío temeroso de Dios. Pero él era su única familia, el único que se preocupó por él y le acogió cuando sus padres murieron, dándole todo el amor y la protección que su pobreza le permitía, y era tanto el agradecimiento que sentía hacia él que ningún enfado le duraba mucho. Después de las oraciones y del sacrificio, se sentaron y comieron las uvas, el queso y el pan, y en cada bocado Samid imaginaba que saboreaba aquellos tiernos pichones que yacían en la hoguera que humeaba sobre la roca.
En estos recuerdos andaba Samid cuando sus tripas volvieron a rugir de tal manera que hasta él mismo se asustó.
– ¿Tienes hambre, eh? – preguntó Calev.
– Un poco, sólo un poquito.
– No mientas, Samid – le reprendió Calev con ternura -. A pesar del viento oigo tus tripas desde aquí. Mira allí delante.
Samid levantó la vista y a lo lejos vio humo.
– Una hoguera. Allí tiene que haber gente. Vamos a acercarnos y pediremos que nos dejen sentarnos con ellos un poco. Aún nos queda algo de pan y unas cuantas manzanas. Nos sentaremos allí a comer.
Aligeraron un poco el paso en dirección al fuego. El camino transcurría por una llanura y no había muchas piedras que dificultaran el paso, pero Samid sentía como si caminara por un desierto en el que sus pies se hundían hasta los tobillos. Sobre la espalda llevaba un pobre zurrón que sólo contenía su manta y dos de las manzanas que tenían, y a Samid le parecía que llevaba a cuestas un camello. La debilidad se apoderaba de él. Además, estaba el frío. Sentía cómo éste se le colaba por el cuello y le enfriaba toda la columna.
– Ánimo, Samid, ya estamos llegando.
Conforme iban acercándose a la hoguera, las voces que la rodeaban eran más audibles. Sonaban alegres. Alguien hablaba en voz alta, como si narrara alguna historia, y de vez en cuando era interrumpido por risas. Hacía mucho que Samid no oía unas risas así. Calev era un buen hombre y hacía todo lo posible para que él fuera feliz, pero nunca se habían reído de la manera que oía reír a los de la hoguera, con esa alegría desbordante, con ese estrépito de energía. Pasar tanta necesidad de alguna manera te ensombrece el alma y uno termina por creer que la vida es así, una especie de estado de conformidad, de felicidad contenida por miedo a gastar la poca que de vez en cuando se experimenta.
Las voces dieron paso a las personas. Eran cinco hombres, dos mayores, dos jóvenes y un niño, sentados alrededor de una hoguera. Se pusieron en pie en cuanto les vieron acercarse.
– Paz, amigos – saludó Calev, jadeando-. Mi nombre es Calev y éste joven es Samid, mi hijo.
Samid bajó la cabeza a modo de saludo. Calev se permitía decir pocas mentiras, y presentarse a los demás como padre e hijo era de las pocas que se permitía. Era menos complicado que explicar que Samid era su compañero de viaje, su única familia, alguien a quien recogió en mitad de un camino, sentado al lado de unos padres muertos por el ataque de unos maleantes que le dejaron sin comida y sin el poco dinero que los verdaderos padres de Samid llevaban encima. Ésta era una historia larga que Calev intentaba evitarle escuchar a Samid una y otra vez a pesar de que el chico la conservaba muy bien en su memoria.
– Paz también para ti, amigo – contestó el más mayor de todos, un hombre de edad aproximada a la de Calev. Tenía unas largas barbas blancas y bajo el manto que le cubría la cabeza se asomaban unos rizos del color de la barba-. Mi nombre es Ranel, bienvenidos seáis. Estos tres son mis hijos: Lavi, Tumiel y este más pequeño es Pele, el hijo de mi ancianidad. Y él es mi hermano, Carmiel. Somos pastores, como podréis ver.
Señaló a un enorme rebaño de ovejas que descansaban más allá de la hoguera. Calev inclinó la cabeza y habló con voz suave:
– Os suplicamos un poco de hospitalidad. Samid y yo venimos desde lejos, estamos cansados y tenemos hambre y frío. No tenemos mucho que compartir con vosotros, tan sólo un trozo de pan y unas manzanas, pero sí os aseguramos que somos buenas personas y no os haremos ningún daño.
– Hermano, aquí podéis sentaros y recibir un poco de calor. No hace falta que compartáis vuestra comida con nosotros. Guardadla para noches en las que tengáis menos suerte. Ahora, cenad con nosotros. ¡Tenemos comida de sobra!
Ranel les indicó el sitio donde sentarse. Luego se volvió a sus hijos y les pidió que les ayudara con las comidas. Lavi, Tumiel y Pele trajeron dátiles, un guiso de lentejas, miel, leche, alcaparras, bayas y pan de higo.
– Para el joven tenemos agua, pero para nosotros, Calev, está este buen vino que junto con el fuego nos ayudará a vencer el frío – dijo Ranel, levantando alegremente el vaso en el que había servido un buen trago de alcohol.
– ¿Ves, Samid? Te dije que Yahvé tenía algo bueno para nosotros esta noche – susurró Calev a Samid, que andaba como petrificado ante aquel desfile de manjares.
– El joven Samid parece no haber visto tanta comida junta desde hace mucho, ¿no? – bromeó Carmiel, el hermano de Ranel.
Samid sonrió pero no dijo nada. Ciertamente, aquel era un desfile de manjares que no estaba acostumbrado a ver, ni mucho menos a participar en él. De hecho, Samid nunca creyó que tanta comida podría servirse a la vez, y por un instante temió que Calev, haciendo honor a su sentido de la austeridad y de la discreción, y a ese afán suyo de no querer nunca ser molestia para los demás, rechazara tan buenas viandas alegando que con estar sentados a la hoguera era suficiente. Samid miró a Calev y éste le guiñó, divertido. No, hoy Calev no pondría impedimento a llenar el estómago hasta arriba.
Viendo a Samid indeciso por qué plato empezar, Tumiel cogió un cucharón y en un plato de barro le sirvió lentejas.
– Mira, empieza por ésto. No es porque las haya hecho mi madre, pero están buenísimas. En tu vida habrás probado algo igual.
Samid cogió el plato y en cuanto las probó creyó que el cielo se había refugiado en su boca.
– ¡Están exquisitas, padre, pruébelas! – exclamó entusiasmado.
Samid solía llamar a Calev “padre” siempre. Al fin y al cabo era el único padre que recordaba y lo quería como tal. Era un hombre tan bueno…Al principio sólo le llamaba padre cuando estaban delante de otras personas y Calev había tenido que soltar esa mentirijilla piadosa de que eran padre e hijo, pero, con el tiempo, se acostumbró a llamarle padre incluso cuando estaban a solas.
– De verdad, de verdad que nunca he comido algo tan bueno. Es lo que usted dijo, padre, que Yahvé nos tenía preparado algo bueno: ¡estas lentejas! – Samid hablaba con la boca llena y los ojos brillantes, no podía disimular su entusiasmo.
– Ciertamente, voy a tener que presentarte a Jana, mi esposa. Le encantará oir tus elogios. Ella siempre nos dice que nunca alabamos sus comidas – rió Ranel.
Todos rieron. Tumiel le sirvió más lentejas a Samid.
– Gracias…
– Tumiel, yo soy Tumiel.
Tumiel, el mediano de los tres hijos de Ranel, era un chico de 16 años, uno más que Samid. Más o menos tenía su misma estatura, aunque se le veía más robusto que el pobre Samid, cuyo delgado cuerpo había sufrido los estragos del hambre y la vida errante. Era afable y cariñoso, generoso con los extranjeros y muy servicial con su padre. Fue el primero que les sirvió de comer, y estaba en todo momento atento a que sus vasos no quedaran vacíos. Lavi, el mayor, era un joven apuesto y fuerte, de unos veintipoco años. Durante la cena contó que trabajaba de pastor con su padre.
– Un día será el dueño de mis ovejas, y será él quien lleve el negocio familiar. Lavi se está preparando para ello desde pequeño, bueno, para ello y para buscar esposa, porque tiene a todas las jóvenes del pueblo loquitas por él.
Todos rieron. Lavi se sonrojó, aunque no pudo disimular su satisfacción.
– Bueno, padre, será así, pero usted sabe que yo sólo tengo ojitos para una.
– Sí, para Lilaj – dijo Pele, el pequeño, que tenía siete años.
– ¡Enano, sí que estás enterado tú de todo! – exclamó Lavi, dándole un suave tortazo en la cabeza mientras todos reían a carcajadas.
– Lilaj es la chica más guapa del pueblo y mi hermano ha pedido su mano a la familia – susurró Tumiel a Samid, que andaba ahora ocupado con el pan de higo.
– ¿Y cuándo será la boda?- preguntó Samid, más por cortesía que por curiosidad.
– Bueno, es complicado – explicó Lavi. – Ella se ha marchado con sus padres por dos años, a Egipto, por temas de trabajo del padre.
– Es comerciante de telas – interrumpió Tumiel.
– Sí, y un hombre un poco difícil. Podríamos habernos casado ya, pero no quiso. Dijo que quería poner a prueba lo que yo sentía, ver si mi amor podía aguantar la distancia y el tiempo. Yo estoy deseando que regrese y nos casemos… – terminó de contar Lavi sin poder disimular la tristeza.
– Ay, estos enamorados, que todo les parece un mundo…Lavi, hijo, yo tuve que luchar mucho para que el padre de Jana aceptara que me casara con su hija, y en ningún momento me achiqué. Cuanto más reparos ponía mi suegro, más ganas le echaba yo al asunto, hasta que llegué a convencerlo de que yo era el único hombre que haría feliz a su hija Jana. En el amor hace falta mucha paciencia, ¡y todavía más en el matrimonio!
Todos rieron con el comentario de Ranel, que al menos consiguió arrancar una sonrisa a su hijo Lavi.
– Dos años pasan pronto, Lavi, ya verás – le animó Carmiel, dándole unas palmaditas en el hombro.
– Mi madre es la que más entusiasmada está con la boda- intervino Tumiel, dirigiéndose a Samid-. Ella dice que Lilaj será una buena esposa y la hija que ella nunca tuvo. Así que imagínate lo ilusionada que está de tener a otra mujer en su casa, acostumbrada que está a bregar sola con todos nosotros.
– Se os ve una familia muy alegre – Samid no pudo disimular un poquito de pena en sus palabras.
– No somos ricos, pero somos afortunados. Yahvé nos ha bendecido.
– ¿Sois de por aquí cerca?
– Sí, sí, somos de Belén, el pueblo donde nació el gran rey David.
– Calev y yo nunca hemos estado en Belén. ¿Es ese pueblo que se ve ahí cerca, no?
– Sí, ése es. ¿De dónde venís vosotros? – preguntó Tumiel, llenando el vaso de Calev con vino y acercándole los dátiles a Samid, que los devoró antes con la vista que con la boca.
– Bueno, somos de todos sitios y de ninguno – respondió, sin saber muy bien qué decir, porque, ¿de dónde eran realmente? Calev nació al norte, en Naín, pero no vivió mucho tiempo allí, y él, él no recordaba de dónde era, sólo que Calev lo recogió en el camino de Samaria.
– Somos de Naín – interrumpió Calev, que, aunque conversaba con Ranel, estaba al quite de la conversación de Samid y Tumiel, – aunque estamos yendo de acá para allá. Yo era carpintero, tenía un buen trabajo, pero la voluntad del Señor quiso que me marchara de allí, bueno, que nos marcháramos de allí, y desde entonces hemos vivido en tantos sitios… Yo me he acostumbrado a esta vida, pero entiendo que Samid tiene ganas ya de asentarse en algún lugar – dijo, acariciando el pelo de Samid.
– ¿Y por qué os tuvisteis que ir de Naín? – preguntó Tumiel, intrigado.
– ¡Tumiel, hijo, no seas indiscreto!
– No, no pasa nada – dijo Calev-. Es que es una historia de la que no me gusta hablar mucho.
Y era verdad. Samid le había preguntado muchas veces por aquello, pero Calev siempre le contestaba que era muy pequeño para entender muchas cosas, y que algún día se lo contaría. Lo cierto es que cada vez que el nombre de Naín salía en una conversación, a Calev se le entristecían los ojos y se quedaba en silencio por un buen rato.
– Bueno, ¿y hacia dónde vais? – preguntó Ranel, queriendo pasar página.
– No lo sabemos muy bien, pensábamos ir a Jerusalén, pero no lo tenemos claro todavía.
– ¿Por qué no os quedáis unos días en mi casa, en Belén? Os coge de camino. ¡A Jana le encantará tener un comensal tan agradecido como Samid!
– No sé, no queremos abusar…- dudó Calev.
Samid dejó de masticar el pan con miel que tenía en la boca y miró suplicante a Calev. Quería quedarse con aquella familia tan agradable y probar todos los platos deliciosos que aquella bendita Jana hacía.
– ¡Sí, sí, quedaos! ¡Será muy divertido! Por favor, por favor, por favor…– suplicó Tumiel con verdadero entusiasmo.
– Ja ja ja…¡Tumiel estaría encantado de quedarse! El pobre echa en falta a alguien de su edad con quien divertirse y compartir sus cosillas. Al ser el del medio anda un poco descolocado…Lavi, por ser el mayor ha estado siempre muy implicado en el trabajo familiar, siempre ha asumido esa responsabilidad, y luego Pele es muy pequeño, son diez años de diferencia. ¡Quedaos unos días, y luego, si queréis, partid hacia donde os apetezca!
Calev miró a Samid. No le apetecía mucho quedarse, quería seguir su camino hacia no sabía muy bien dónde. Llevaba demasiado tiempo en marcha hacia una meta que aún no conocía cuál era exactamente, deseando alejarse cada vez más de su pasado. Pero no vivía solo. Llevaba siete años con Samid, y éste nunca había puesto objeción a ese tipo de vida errante. Sin embargo, ahora tenía quince años y se hacía preguntas, y añoraba estabilidad, y necesitaba sentirse parte de un lugar. Quizás era el momento de parar y pensar qué hacer por fin con su vida, o más bien, con la vida de Samid. Además, últimamente Calev no se encontraba tan fuerte como antaño. Los dolores en las piernas le machacaban y aquella punzada en el pecho cada vez le preocupaba más.
– Está bien, aceptamos tu hospitalidad. Nos quedaremos un par de días – aceptó Calev, ante los aplausos de Tumiel y Samid.
– ¡Alabado sea el Señor!
Samid se levantó y abrazó a Calev, lleno de alegría. <<Gracias, padre>>, le susurró al oído, y luego le besó en la mejilla. Tumiel también estaba contento. Un par de días para tener un compañero de juegos y conversaciones eran un buen regalo, y sonreía sin parar a su padre, a Ranel, agradecido. Éste también sonrió viendo la alegría de Tumiel. Ciertamente, se sentía muy solo siendo el hermano del medio. No tenía edad para tener una relación estrecha ni con el mayor ni con el pequeño. Aunque tenía amigos, pasaba largas temporadas en el monte aprendiendo el oficio de pastor, y no terminaba de encontrar su lugar en la familia. Ranel siempre le veía como si le faltase una mitad, como un pozo a medio llenar, y eso le rodeaba siempre de cierto halo de melancolía. Quizás por eso era así, tan dependiente del cariño de su madre y del suyo, tan entregado y servicial, siempre buscando agradar, siempre haciendo ver que él también existía y que necesitaba que los demás lo supieran.
– Estupendo, entonces – dijo, poniéndose de pie-. Ahora creo que deberíamos dormir. Hacemos turnos para cuidar de las ovejas. Carmiel tiene el primer turno, Lavi el segundo y yo hago el último turno.
– En efecto, así es como ha tocado hoy. ¡Aunque creo, hermano, que siempre haces trampas para ser tú el que hagas el último turno y dormir casi toda la noche, jaja! – bromeó Carmiel, que aunque había estado en silencio durante la cena, no había dejado de sonreír y de ofrecer comida y bebida a los visitantes.
– Bien. Samid y yo nos echaremos donde dispongáis. Y, por favor, permitidme que yo os sustituya a alguno en uno de los turnos. Es lo más que puedo hacer para agradecer tan agradable cena – dijo Calev, poniéndose de pie también.
– De eso nada. Sois nuestros invitados y no nuestros huéspedes. No pensamos cobraros el trato. Podéis tumbaros donde queráis, el fuego estará encendido toda la noche. Y si necesitáis mantas, tenemos algunas más.
– Gracias, Ranel. Eres un hombre de Dios – contestó Calev, inclinando su cabeza.
Entre todos recogieron los restos de la cena. Carmiel se preparó un poco de pan de higo, miel y agua y se despidió de la familia. Samid los miraba despedirse. Carmiel apenas se alejaría unos metros para estar cerca de las ovejas, y parecía que iba a marcharse a un país lejano y sin saber cuándo iba a volver. Observaba los abrazos que se daban, las bromas y risas que gastaban entre ellos, y no pudo evitar sentir ese pellizco que se siente en el corazón y que dicen que se llama envidia. Calev siempre le había dicho que sentir envidia no era sano, que era un sentimiento que te cegaba la vista y la razón, y te impedía ver las bendiciones que había en tu vida para ver sólo las de los demás y desear que no las tuvieran. <<Es un sentimiento que busca serenar el alma a base de desear el mal ajeno. Todo el mundo cree que lo contrario del amor es el odio, pero yo no lo creo así. Lo contrario al amor es la envidia, porque es tan fuerte como él, pero hace todo lo contrario. Mientras el amor engendra bondades, la envidia es la madre del odio, de la rabia, de la violencia y del dolor. Debes ser capaz de dominar a ese poderoso caballo, porque de lo contrario, acabará contigo>>, le había dicho alguna vez Calev. Sin embargo, esa envidia que sentía no generaba en él malos sentimientos, sino sólo la tristeza de no haber podido tener lo que Ranel, Tumiel y los demás sí tenían. Quizás la tristeza era otro mal hijo de la envidia.
Calev echó una de las mantas cerca de la hoguera, justo al lado de Ranel, que yacía pegado a Pele, el pequeño.
– Demos gracias a Yahvé por el regalo de vuestra presencia- dijo Ranel.
– Si me permitís, haré en voz alta una oración al Señor – dijo Calev, arrodillado, con Samid a su lado. A su derecha, Tumiel se sentaba y adoptaba una pose de oración, a la espera de las palabras de Calev.
– Adelante, amigo- le invitó Ranel, y todos se incorporaron para rezar.
Calev carraspeó, cerró los ojos y elevó las manos al cielo.
– Te doy gracias, Señor, porque sabes cuidar de tus hijos, no dejándoles desprotegidos ni ante el frío, ni ante la noche, ni ante el hambre. Gracias, Señor, por salir a nuestro encuentro a través de la bondad de otros hombres, y gracias por ayudarnos a mantenernos lejos de aquellos que cometen infamias. Concédenos sabiduría para aprender tus lecciones, memoria para no olvidar tus bondades y voluntad para no desfallecer en la fe.
Después Calev entonó un salmo. A pesar de su aspecto andrajoso, él era un hombre muy sabio y conocía bien las oraciones más antiguas y la historia de los patriarcas y todos los antepasados judíos. Samid se quedaba maravillado escuchándole porque sus palabras le llenaban de paz y le hacían viajar a lugares donde siempre las historias terminaban bien. Escuchar a Calev era el mejor alimento para no perder nunca ni la fe ni la esperanza.
Una vez terminaron, se dieron las buenas noches y se tumbaron. Samid sentía la tensión de las paredes de su estómago, que nunca se había estirado tanto para llenarse con toda aquella comida. Era una sensación agradable acostarse sin nada de hambre. Miró el cielo, tan hermoso aquella noche, con tantas estrellas, tantos puntitos llenos de una luz suave, con aquella luna tan llena como su barriga. De fondo se escuchaba de vez en cuando el balido de alguna oveja. También escuchaba el aire soplando por encima de sus cabezas y azotando su rostro, pero ya no tenía el frío de antes. Ahora sentía el corazón encendido de agradecimiento y de ilusión porque estaría un par de días con aquella bonita familia. Ahora tendría la oportunidad de saber qué se sentía no siendo sólo dos en la vida. No sabía muy bien por qué Calev había aceptado el generoso ofrecimiento de Ranel, por qué había decidido parar por unos días su deambular por la vida para alojarse bajo el techo de aquella familia. Samid agarró el brazo de Calev, que ya roncaba, y se acurrucó en él. Si ya le quería como no había querido a nadie en su vida, esta noche le quería aún más.
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II
– ¡Samid, Samid, vamos, despierta! ¡Despierta, tienes que ver esto! – llamó Calev, mientras zarandeaba el cuerpo de Samid acurrucado bajo la manta.
– ¿Qué…qué pasa? – preguntó Samid perezosamente.
La madrugada había avanzado y ahora hacía aún más frío que antes. Samid había caído en un sueño profundo fruto del gran banquete de comida y la hospitalidad de aquella familia, y abrir los ojos ahora era harto difícil. Se le caían las pestañas y apenas podía mantenerse derecho.
– Samid, tienes que venir a ver algo – le animó Calev, arropándole con la manta y ayudándole a ponerse de pie.
A duras penas, Samid consiguió ponerse en pie. Arrebujado en la manta, miró a Tumiel, que también estaba siendo despertado por su tío Carmiel. Un poco más allá, Ranel hacía lo mismo con el pequeño Pele.
– ¿Y Lavi? ¿Está con las ovejas, tío? – preguntó Tumiel.
– No, las ovejas están solas. Lavi está donde vamos a ir ahora – le respondió Carmiel.
– ¿Solas? ¿Y no les va a pasar nada? ¿No las robarán? – se alarmó Tumiel.
– Esto que vas a ver es más importante que todas las ovejas que tiene tu padre – contestó Ranel, que con Pele en brazos, iba poniéndose en camino.
– ¿Vamos muy lejos, padre? – preguntó Samid a Calev.
– No, no, está muy cerquita. Te cuento, Samid: Lavi estaba haciendo su turno cuando vino a despertarnos. Yo…yo no sabría explicar lo que hemos visto y oído. No tengo palabras…Unas voces…del cielo…una luz grande…No puedo explicarlo, no me atrevo, ¡vas a pensar que estoy borracho o que tanto andar me ha vuelto loco! – contaba Calev, visiblemente excitado.
Samid no lograba imaginar qué habría pasado para que lo hubieran sacado de aquel confortable sueño que estaba teniendo. En él, Samid volvía todos los días a una casa llena de gente donde lo recibían con mucha alegría y con mucha comida siempre sobre la mesa. A la cabeza de la mesa estaba Calev y éste ya no tenía el rostro lleno de arrugas como lo tenía ahora, todas producidas por tantos años de vida errante. Calev sonreía y le decía que viniera a la mesa, y entonces, le extendía un cofre y justo cuando lo iba a abrir para ver qué contenía, Calev lo había despertado.
– Pero, padre, ¿está lejos? – preguntó, somnoliento.
– No, no, ya estamos cerca. ¿No oyes las voces, la música?
Samid sacudió la cabeza para salir del duermevela en que se encontraba y afinó el oído. Sí, era verdad, a lo lejos oía voces. Eran voces que cantaban una especie de canción de cuna. Enfocó bien la vista y vio, en el horizonte, un punto de luz muy fuerte. ¿Qué era aquello? ¿Otra hoguera con más gente? ¿Gente de fiesta? ¿Para eso le había despertado Calev, él, que no era muy dado a participar en eventos multitudinarios?
Conforme se acercaban a aquel punto de luz, Samid iba percatándose de que, igual que ellos, otros pastores iban acercándose de distintos puntos. Algunos iban en silencio, otros cantaban, otros intercambiaban entre ellos palabras de asombro y de alabanza. Estaban más cerca, y la gente se arremolinaba alrededor de algo, o de alguien, que se albergaba debajo de un techo medio caído, sostenido por dos paredes. A los lados, restos de lo que parecía ser una casa de campo y un abrevadero para animales. La canción de cuna que escuchaba a lo lejos ahora salía de uno de los rincones de aquellas paredes derruidas, entonada por unos cuantos pastores que sin dejar de mirar hacia el interior del mismo, iban enlazando una melodía con otra.
– ¿Qué hace aquí tanta gente, padre? – preguntó Samid, que ya se había espabilado.
– Ven, ven. Vamos a abrirnos paso y lo verás.
Puso a Samid delante suya y con suavidad y educación, fue haciéndose un hueco entre la gente hasta ponerse en primera fila. Cuando lo consiguieron, Samid se decepcionó. No sabía muy bien lo que pensaba que iba a encontrar pero imaginaba algo fuera de lo común, algo extraordinario como para que Calev, Ranel y los otros fueran a verlo, dejándolos a ellos solos en el campamento, para luego volver a por ellos y dejar esta vez a las ovejas expuestas a que alguien las robara. No entendió qué de excepcional tenía aquella estampa. Allí, bajo aquel ruinoso techo sostenido por dos paredes de piedra y entre un montón de heno y paja, una pareja contemplaba, embelesada, a un pequeño bebé, un recién nacido sin más compañía que un buey y una mula. El padre, mayor que la madre, aunque no como Calev ni como Ranel, permanecía con una rodilla anclada en el suelo, ayudando a la madre a que arropara al bebé mientras lo enseñaba a los pastores que llegaban. La madre era una joven de una belleza sutil, sencilla. Sonreía, pero no sólo con la boca, sino con todo el rostro. Samid pensó que si se tapara el rostro, bastaba con verle una ceja para saber que debajo del velo ella sonreía. Era hermosa y de ella salía una luz, un brillo que parecía iluminar aquel momento con más fuerza que la hoguera que tenían encendida a un lado. En sus brazos acurrucaba a un bebé regordete, envuelto en telas viejas. Tenía abundante pelo negro, la piel aceitunada y unas largas pestañas oscuras. Dormía plácidamente, ajeno a toda esa muchedumbre que había venido a verlo.
– ¿Por qué estamos aquí, padre? ¿Conocemos de algo a esta familia? ¿Son gente importante? – preguntó Samid.
– Son muy importantes, Samid.
– Y si son tan importantes, ¿por qué la mujer no ha tenido el hijo en un sitio mejor? ¿Por qué no están en su casa?
– La importancia de las personas no se mide por lo que tienen, ni por donde estén, Samid. Muchas veces, ser importante no tiene nada que ver con el poder, sino con la huella que dejas en la vida de las personas.
– ¿Y qué han hecho ellos para ser importantes?
Calev miró al pequeño y sonrió.
– Por el momento, traer al mundo a este lindo niño.
– ¿Y eso qué tiene de especial? Muchas mujeres hacen eso todos los días…
– Es cierto, Samid, pero, óyeme bien lo que te voy a decir -. Calev se agachó y agarró a Samid por los hombros para mirarlo a los ojos – Hoy no lo entiendes, yo tampoco lo entiendo muy bien, pero éste, este niño, es Aquel a quien estábamos esperando.
Samid miró perplejo al niño. No entendía nada. ¿A quién estábamos esperando? ¿Es que estaban esperando a alguien? ¿Y para qué? Por más que lo miraba, Samid no veía más que a un bebé más, muy guapo, eso sí era verdad, tranquilo entre los brazos de su madre, y ajeno a todas las canciones y regalos que le iban llegando. Sí, porque la gente iban trayendo regalos a la familia de aquel portal, y los iba dejando a los pies de ellos con reverencia. Había un cuenco de leche, un pedazo de queso, pan de cebada, granos de trigo, uvas, cebollas, ajos, un guiso de habas y vino. ¿A qué tanto regalo?
– Padre, ¿por qué les han traído tantas cosas? ¿Quiénes son estas personas?
– Shhh, calla, Samid. Ahora es momento de adorar.
Calev bajó la cabeza y Samid, sin saber muy bien por qué, le imitó. Con la cabeza agachada, en silencio, miró de reojo al bebé, que ahora despertaba. Hizo un amago de lloriquear, pero aquella madre tan guapa (era muy diferente de todas las madres que Samid había visto) lo acunó y el bebé guardó silencio mientras sus ojos iban recorriendo todo el lugar y a todas las personas, probablemente sin distinguir nada con claridad, pues Calev le había contado que los bebés, al principio, sólo ven como manchas, bultos en movimiento. Samid miró hacia un lado y vio a Tumiel, que, con la cabeza inclinada, también le miraba de reojo a él, encogiéndose de hombros en señal de no entender tampoco lo que ocurría.
En ese momento, el sonido de un cuerno rompió el silencio del momento. Venía de detrás, de lejos. Todos los que estaban allí se volvieron y quedaron sorprendidos ante lo que sus ojos veían. Una caravana de personas se acercaba desde el este. Samid y Tumiel se escabulleron entre las personas para poder ver qué era aquello.
– ¡Mira, padre, mira! ¡Caballos, camellos! ¡Y cuánta gente! – exclamó Tumiel.
– Éstos sí parecen gente importante – dijo Samid.
Y lo eran. Samid abrió los ojos de par en par para no dejar escapar nada de aquella extraña procesión que se acercaba a ellos desde el este. Aquello era un desfile de lujo y brillo. No había ni una persona en aquel extraño grupo que vistiera como el resto de los que estaban allí contemplándolos. Todos portaban trajes de gasa, chifón, seda, raso, terciopelo y satén, en todos los colores imaginables, desde el azul zafiro al verde esmeralda, pasando por rojos, marrones, celestes, lilas…todos combinados con dorados y plateados. Había incluso algunos que llevaban en la cabeza una especie de turbante coronado con plumas y piedras preciosas. Tumiel, Samid, y todos los presentes los recibieron con la boca abierta y hacían entre todos y en silencio un pasillo que desembocaba hasta el pequeño recién nacido.
– ¡Fíjate, Tumiel! ¿Habías visto antes a gente con ese color de piel tan oscuro? – preguntó Samid, asombrado ante tan solemne estampa.
– No, nunca – contestó Tumiel, boquiabierto.
– Dejad, paso, niños. Vienen unos reyes – susurró Calev.
Efectivamente. Cerrando aquel desfile, tres camellos portaban sobre sus jorobas tres reyes. Samid nunca había visto a un rey de cerca. Sabía que existían personas que ostentaban dicho cargo, conocía la historia de los grandes reyes de Israel, David y Salomón, pero nunca había visto ninguno tan cerca. Conforme llegaban hasta ellos, la gente hacía una reverencia que Samid tuvo que imitar, animado por Calev, aunque prefería no tener que agachar la cabeza para hacerla porque no quería perderse ni un segundo de aquella extraña visita.
Bajaron de los camellos. El más mayor de ellos, con abundante barba blanca, vestía una capa de terciopelo rojo con cuello de pieles negras y blancas. Llevaba la mirada de quien ha visto y vivido mucho y, sin embargo, aún sigue buscando respuestas. Andaba ligeramente encorvado y con movimientos lentos. A pesar de ello, los otros dos monarcas, más jóvenes, caminaban detrás de él en señal del respeto que dan las canas.
El segundo rey era más joven, alto, espigado, con el pelo rojizo, lampiño y los ojos grandes y azules. Tenía grabado en el rostro el entusiasmo propio de los jóvenes. Llevaba también sobre sus hombros una capa del color del vino rojo, y la cerraba al cuello con una cadenita dorada. Su corona era más pequeña que la que coronaba la cabeza del primer rey y sonreía, sonreía ampliamente, con la sonrisa propia de los jóvenes que sienten que su vida va por el camino que se habían propuesto.
El tercer rey fue el que más expectación causó. Era negro como el interior de un pozo, alto también, pero mucho más corpulento que el rey más joven, los ojos negros como azabaches. No tenía barba, pero sí unos grandes labios que dejaban entrever una dentadura blanca como el azahar. En su cabeza llevaba un turbante dorado con una gran piedra ámbar en el centro, sobre su frente, de la que salían plumas negras. No llevaba capa. Vestía unos pantalones bombachos negros agarrados al tobillo y blusa negra larga sujeta a la cintura con un fajín dorado. En los pies, unas alpargatas doradas de puntera fina y alargada llamaban la atención de los que contemplaban tan rico cortejo. Con expresión serena, sonreía divertido y saludaba a la gente sabedor de la curiosidad que suscitaba entre ellos. Cada uno de ellos llevaba un pequeño cofre en las manos. En silencio se postraron ante el bebé.
– Pero…¿quiénes son? ¿Por qué hacen esto? – preguntó Samid, intrigado.
– Ssshhh, calla, Samid, no hables. No es momento para las palabras, sino para la adoración.
Los padres del niño se mostraban más sorprendidos que todas las personas que estaban allí. Hicieron ademán también de inclinarse y hacer su reverencia, pero el más mayor de los tres reyes se lo impidió:
– No, por lo más sagrado. No se inclinen. Somos nosotros los que venimos aquí a postrarnos ante él – dijo, mirando al niño.
La joven madre se ruborizó y miró a su marido con extrañeza. Éste, también confundido, tomó la palabra:
– Majestades, no queremos ser desagradecidos con esta visita suya, ni queremos tampoco ofenderles, pero mi esposa y yo creemos que…que…no sé cómo explicarlo, han debido ustedes confundirnos con alguien aunque no logro explicarme cómo.
– Lo que mi esposo quiere decir – interrumpió la joven madre, con aquella dulce y maravillosa sonrisa que parecía abrir las puertas del paraíso- es que nosotros somos gente sencilla. ¿Qué pueden querer unos reyes como ustedes de estos humildes servidores?
– No, señora, no ha habido ningún error. La estrella nos trajo hasta aquí, y ella no se equivoca nunca – dijo el rey más joven.
– Hemos estado tanto tiempo mirando el cielo, buscando una respuesta…y el cielo nos la ha dado – habló el rey de piel negra.
– Hemos venido a adorar a quien es la Verdad, al Rey de Reyes. Mi nombre es Melchor, y traigo oro, el metal precioso de los reyes, para un Rey- y con una reverencia, puso el cofre a los pies de los padres.
– Mi nombre es Gaspar – dijo el rey joven-, y mi ofrenda es el incienso, el aroma de los dioses, para quien viene de Dios.
– Yo soy Baltasar – añadió el rey negro -, y traigo la mirra, el perfume con que se embalsaman los cuerpos, el perfume que nos recuerda nuestra humanidad.
– Yo soy José, de Nazaret, y esta es mi esposa, María. Y éste, nuestro hijo, Jesús.
– Alabado sea el Altísimo por cumplir sus promesas – dijo Melchor.
Los tres reyes se pusieron de rodillas y agacharon la cabeza, en señal de adoración. Todos los pastores allí presentes hicieron lo mismo, y un silencio solemne se extendió entre todos. Era de esa clase de silencios que unen a las personas que participan de él aunque esas personas nunca se hayan visto antes. Al menos así lo sentía Samid, que, de rodillas y en silencio también, era el único que no permanecía con la cabeza agachada. Quería no perder ni un detalle de aquel acontecimiento tan extraordinario y tan insólito: una pareja había tenido un hijo en una casa que ya no era una casa, sino un techo y dos paredes. Una pareja pobre, desconocida, forastera, y, sin embargo, ahí estaban todos, hasta unos reyes, para rendir honores y pleitesías a aquel bebé que parecía venir del cielo ni más ni menos. ¿Quién era aquel niño para merecer aquellos regalos? ¿Quién?
– ¿Entiendes algo de lo que ves, Samid? – le susurró Calev, interrumpiendo sus pensamientos.
Samid negó con la cabeza.
– No te preocupes, creo que, excepto los reyes, nadie de los presentes lo entendemos. Mira la cara de los padres.
Samid los miró y vio en ellos la perplejidad de quien no sabe cómo interpretar lo que está ocurriéndole.
– Ellos tampoco entienden- continuó Calev al oído de Samid.- Hay veces en la vida en que no entendemos algunas cosas, pero algo nos dice que son cosas por las que tenemos que pasar, y entonces las guardamos en una especie de cajita que tenemos en el corazón, esperando a que alguna vez el tiempo nos ayude a desentrañar su significado. ¿Comprendes lo que te digo, Samid?
– Sí, padre, lo entiendo, pero… ¿por qué estamos nosotros aquí? No tenemos nada que ver con ellos.
– Quizás haya sido la voluntad de Yahvé.
El coro que antes cantaba había vuelto a empezar a entonar cantos. Los reyes se pusieron de pie, abrazaron a los padres, besaron los pies del niño y por el mismo camino que vinieron, se marcharon, con la misma majestuosidad y reverencia con la que habían llegado. El grupo allí presente siguieron con sus cantos mientras otros también se acercaron a besar al niño y abrazar a los padres.
– Creo que es hora de irse- comentó Ranel.
– Sí, padre, estoy preocupado por las ovejas – añadió Lavi.
– Uy, es verdad, las ovejas. Me había olvidado de ellas con todo esto…
– Pues volvamos entonces – convino Carmiel.
Calev pasó su brazo por el hombro de Samid y ambos siguieron a Ranel de vuelta al campamento. Samid andaba cabizbajo.
– ¿Te ha impresionado lo que has visto, hijo?- le preguntó Calev.
Samid asintió sin decir palabra.
– Sí, yo también estoy impresionado. Y contento. Tengo la sensación de que hemos sido testigos de algo que nuestros antepasados llevaban mucho tiempo anticipando que iba a pasar. Nosotros somos unos afortunados de haberlo visto, ¿eh, Samid? ¿No te sientes tú también así, afortunado?
Samid asintió de nuevo, en silencio y mirando la arena sobre la que caminaban.
– Esta noche he tenido todo el tiempo la sensación de que Yahvé nos iba a regalar algo bueno. Pensé que era el hecho de haber conocido a Ranel y a su familia, pero ahora creo que no, que lo que nos guardaba era ver a este niño. ¿Tú qué crees, Samid?
Y de nuevo Samid respondió con un movimiento de cabeza y ninguna palabra.
– Pero, hijo, Samid, ¿qué te pasa? Estoy hablando contigo y tú estás en otras cosas. ¿En qué estás pensando? ¿Lo quieres compartir conmigo?
– No, nada, padre. Sólo pensaba en el oro que el rey mayor ha regalado a esa familia. Me pregunto qué harán con él.
¬¬¬¬
Estaba próximo el amanecer. Por la frontera, tras las lejanas montañas, el sol anunciaba que en breve saldría coronando los picos con una sucesión de colores dorados, púrpuras, celestes, anaranjados… Samid lo contemplaba en silencio, tumbado junto a Calev. Todos los demás dormían aún, excepto Ranel, que estaba haciendo el último turno con las ovejas. Habían vuelto tarde la noche anterior, dejando a aquella pequeña familia acompañada por dos o tres pastores que se habían ofrecido a acompañarles toda la noche.
Samid se había desvelado. El sueño no le iba a volver. Aún se encontraba algo perplejo por lo vivido durante la noche. Miró a su alrededor. Los demás roncaban, sumergidos en un profundo letargo, y no parecían tener la intención de despertarse en breve. Con mucho cuidado, se incorporó y fue a beber un poco de leche. En cuanto todos se despertaran, él y Calev se marcharían con Ranel y los demás a Belén, a pasar unos días con ellos. Quizás esos días podría encontrar la manera de convencer a Calev de asentarse allí, de hacer una vida normal, como la que hacían todas las familias. Ya estaba cansado de tanto andar de un sitio a otro, de tanta incertidumbre, y necesitaba sentir que pertenecía a algún lugar. Nunca se lo había dicho a Calev, no de palabra al menos, aunque sí alguna vez le había dejado caer ese deseo interno que tenía de echar raíces. Pero Calev nunca le había respondido, se había limitado a escucharle y punto. Calev y sus secretos.
El sol seguía queriéndose asomar por el horizonte, aunque no tenía la prisa que tenía Samid por levantarse. Empezó a preguntarse dónde estaría esa familia con la que habían estado la noche anterior y si aún seguían allí. De repente se le pasó por la cabeza que no era mala idea ir a comprobarlo. Aquel viejo pesebre no estaba muy lejos y Samid recordaba el camino que llevaba hasta él. Decidió llamar a Tumiel para que le acompañara.
– Tumiel, Tumiel, ¿estás despierto? – le susurró, zarandeándolo un poco.
– Noooo – se quejó Tumiel, sin abrir los ojos.
– Se me ha ocurrido que podríamos ir a ver a la familia con el pequeño, a ver si aún estaban allí. ¿Vienes?
– ¿Y para qué quieres ir? – quiso saber Tumiel, aún sin abrir los ojos.
– No sé…quiero ver cómo están, si han venido más reyes y les han traído más regalos…
Tumiel abrió los ojos por fin, se sentó y miró a Samid con cara de no parecerle aquello muy buena idea.
– Ayer nos dormimos muy tarde, Samid, estoy muy cansado. Y luego tenemos que volver al pueblo, a Belén, guardar las ovejas en su sitio…vamos, que queda trabajo por hoy – le susurró-. No me apetece ir, la verdad.
– Bueno, pues yo voy a ir un momento.
– ¿Pero, por qué? No vayas, Samid, a ver si te pierdes…
– No, no me pierdo. Estaré aquí en breve, ya verás. Si Calev se despierta, dile que he ido a…bueno, dile que he ido a hacer mis necesidades. No tardaré.
– Haz lo que quieras, pero no tardes, y ten mucho cuidado – le dijo Tumiel, que volvió a tumbarse y a cerrar los ojos.
Samid se puso las sandalias y salió. Recordaba que tenía que seguir el camino que quedaba al norte, el que transcurría por la zona más frondosa. Era recto, no tenía pérdida ni recovecos. Caminó con sigilo por si había alguien por allí todavía y pudiera darle un susto. Mientras andaba pensaba si aquella familia se habría marchado ya, y si así fuera, hacia dónde. Aún le intrigaba saber quiénes era, por qué aquellas personas de apariencia sencilla y, se atrevía a decir, insignificante, habían recibido tantas visitas en aquella noche y, sobre todo visitas tan variopintas: desde pastores y labradores de la zona, hasta aquellos tres reyes que habían traído unos regalos tan extraños. De su cabeza no se iba la imagen de aquel cofre lleno de oro.
Caminaba apartando las ramas de la cara y sorteando algunas piedras que apenas ese perezoso sol iluminaba. Fue justo al apartar la última rama cuando vio aquella especie de casucha un poco más adelante. En la media luz del amanecer distinguió el humo que quedaba de la hoguera de la noche anterior y le pareció que algo se movía. A lo mejor estaban allí aún. Aligeró el paso, no sabía muy bien por qué tenía aquella prisa por volverlos a ver. ¿Qué les diría al llegar? Bueno, ya lo pensaría. Ahora quería volver a verlos. Pero conforme se iba acercando se daba cuenta que allí ya no había nadie y que lo que había visto moverse eran algunas de las palmas que la corte de los reyes habían traído y habían dejado allí. Disminuyó el paso hasta acercarse al lugar. <<Debe hacer poco que se han ido cuando todavía la hoguera echa humo>>, pensó. <<¿A qué hora se habrán despertado? Con tanto jaleo de ayer no les habrá dado tiempo a dormir casi nada>>.
Se sentó en una piedra y pasó la vista por aquellas paredes y techo mal puestos. No había rastro de las ofrendas de comida que les habían traído la noche anterior. Era normal, se las habrían llevado para el camino. ¿Hacia dónde habrían marchado? ¿Tendrían un sitio donde vivir? Y si así era, ¿por qué habían tenido el niño allí? Decidió volver con Calev y los otros cuando, de repente, vio un bulto en la pared frente a la cual él se encontraba sentado. Se levantó y no pudo creer lo que vio. Allí, uno al lado del otro, estaban los tres cofres que habían traído los reyes la noche pasada. ¿Por qué los habrían dejado allí?
Se acercó lentamente a ellos, casi de puntillas. Eran unos cofres pequeño, del tamaño de una hogaza de pan, de plata envejecida, con unos grabados sobre la tapa: el primero, una estrella; el segundo, unas hojas como de laurel; y el tercero, una figura humana. Miró a un lado y a otro, y comenzó a abrirlos, uno por uno. Para su asombro, aún contenían lo que guardaban: uno oro, el otro incienso, y el otro mirra. ¡Qué tontería haberlos dejado allí! Nada más los cofres ya tenían un gran valor y, encima, uno estaba lleno de oro en forma de pequeñas plaquitas cuadradas. Con ese oro ya no tendrían que preocuparse por las penurias que pudiera depararles la vida.
Samid los contemplaba entre maravillado y confuso, aunque en realidad sólo tenía ojos para uno: el del oro. Acariciaba aquel metal como si fuera un ser querido. El brillo que desprendía le inundaba los ojos y comenzó a llenarle la cabeza de sueños y de deseos. No pudo reprimirse, lo tomó y lo puso sobre sus rodillas. ¡Qué preciosidad, qué riqueza, qué despilfarro haber dejado allí algo tan valioso! Samid imaginó lo que podría hacer con aquel oro. Calev y él podrían empezar una nueva vida, buscar una casa, no preocuparse nunca más por la comida, ni por el frío, ni por el calor…Ya no tendrían que mendigar nunca más, no tendrían que dormir con el corazón en un puño y la oración al filo de la boca, temiendo por el mañana, por qué les deparará la vida, por cómo podrán salir adelante. Aquel oro era la solución a todos sus problemas.
De repente, una idea le pasó por la cabeza. Más que una idea, Samid la sintió como una revelación. Si aquel oro se había quedado allí, si sus dueños no habían echado cuenta de él, ahora ese oro estaba abandonado. No tenía dueño, y las cosas que no tienen dueño no pertenecen a nadie. Como las flores del campo, o el agua de los ríos, o los frutos de los árboles que tantas veces él y Calev habían tomado para el camino. Así que, ¿por qué no tomar también aquel oro? ¿Por qué no llevárselo? El corazón empezó a latirle con la fuerza de cien caballos trotando. Tun-tun, tun-tun, tun-tun…Las manos empezaron a temblarle. Tun-tun, tun-tun, tun-tun…Un sudor frío empezó a correrle por la espalda…Tun-tun, tun-tun, tun-tun…
Sin pensarlo más, cerró el cofre, lo abrazó contra su pecho y salió corriendo de allí. Mientras corría de vuelta a donde se encontraban los otros, deseaba que nadie se hubiera despertado aún, así podría meterlo en su saquito, junto a la manta. Ya encontraría el momento de enseñárselo a Calev. Tun-tun, tun-tun, tun-tun…Por primera vez, Samid sintió que ahora él era el dueño de su destino, que tenía algo que decir en la vida, que podía decidir. Ahora era su voluntad, y no la de nadie superior a él que disponía de su vida como si ésta fuera un juego. Mientras corría, la cabeza se le fue llenando de imágenes maravillosas. Pero no se percató de que alguien más, entre los matorrales, lo había visto todo.
¬¬¬¬
Algunos se habían levantado en el campamento. Samid frenó en seco. Tenía que pensar qué hacer, qué decir. No podía llegar con el cofre, no quería que todo el mundo lo viera. Sólo quería enseñárselo a Calev, aunque prefería esperar un tiempo para ello. Buscaría el momento adecuado en que Calev no pusiera ninguna objeción al asunto. Nervioso, decidió dejar el cofre entre unas hierbas y llegar sin él. Se le ocurriría algo para volver a recogerlo.
– ¡Samid, hijo! ¿Dónde estabas? Me tenías preocupado – le dijo Calev al verlo llegar.
– Estaba…estaba…había ido a orinar, padre. ¿Y Tumiel?
– Se levantó a buscar a su padre, que está con las ovejas. Recoge que en breve salimos.
– Nos vamos con ellos, ¿verdad, padre? Usted lo prometió- respondió Samid con un halo de inquietud en la voz, temiendo que durante la noche Calev hubiese cambiado de opinión.
– Sí, sí, Samid, tranquilo. He aceptado su invitación y yo soy un hombre de palabra. Pero, escúchame bien, hijo – Calev se agachó, lo agarró por los hombros y le miró a los ojos – Estaremos un par de días con ellos. Yo sé que tú quieres más, pero yo no puedo prometerte más ahora, Samid. No sé si quedarnos es lo mejor…
– Padre, ¿no tiene usted ganas de parar? Yo sí, estoy cansado de ir de acá para allá.
Calev suspiró. Los ojos de Samid despedían una súplica sincera que salía del corazón, y Calev se dio cuenta, quizás por primera vez en todo ese tiempo, que él no estaba solo, que eran dos. Samid ya no era un niño que obedecía sin más. Había crecido, era un muchacho de quince años y se hacía preguntas, tenía sus propios planes, sus propios sueños, y no era justo para él arrastrarle en el camino de ida sin vuelta en que se había convertido su vida.
– Samid, vamos a disfrutar de estos días, y después Dios dirá.
– ¡Buenos días! – gritó Ranel a sus espaldas.- ¿Todos listos para marcharnos a casa? Tengo muchas ganas de que Jana os conozca.
– ¿Y Tumiel? ¿No estaba con usted, Ranel? – preguntó Samid.
– Sí, pero ha ido a hacer sus cosillas. En cuanto venga, nos marchamos para casa.
– Nosotros estamos listos ya. Cuando quieras, querido amigo- contestó Calev.
– Un momento, tengo que ir a coger una cosa – se apresuró Samid, cogiendo su pequeño saco.
– ¿A dónde vas, Samid?
– Voy a coger unas nueces que he visto entre unas hierbas, por allí. Debieron dejárselas algunos de los pastores que estuvieron anoche por aquí.
– Este hijo tuyo sólo piensa en comer, ¿eh?- rió Ranel.
– ¿Te acompaño, Samid? – se ofreció Tumiel, que en ese momento apareció a su lado.
– ¡No, no, será sólo un momento! – gritó Samid, perdiéndose entre los árboles.
Llegó donde estaba el cofre y lo cogió. Por un momento dudó qué hacer. Le volvieron a temblar las manos, a sudarle la frente, a revolucionársele el corazón. Tun-tun, tun-tun, tun-tun… ¿Y si llevarse aquel oro le metía en problemas gordos? Pero recordó las palabras de Calev, su terquedad por no querer cambiar de vida, y Samid entendió que aquel oro era la única manera con la que convencerle. Rápidamente lo metió en el saco, lo cerró y corrió con los demás. Ahora tenía que disimular el nuevo peso que se echaba sobre sus espaldas.
III
Belén era un pueblo muy pequeño pero a Samid le pareció que había llegado al paraíso. La casa de Ranel era todo lo que él había añorado en la vida: bullicio, alegría, ruido, compañía. Una casa llena de gente donde todos cuidaban de todos y nadie se sentía solo. Justo lo que siempre Samid había imaginado que era una familia y Jana, la mujer de Ranel, había resultado ser el alma de aquella.
Jana había celebrado por todo lo alto la llegada de los forasteros. Quizás otra mujer se habría apurado por tener visitas: que si más comida que preparar, más ropa que lavar, más gente a la que atender…Y encima la visita era masculina, no una mujer que poder echar una mano en aquella casa. Pero Jana no. Jana se sentía dichosa de poder exhibir todas sus dotes culinarias y su buen hacer como anfitriona. Era la única mujer de aquella casa pero aquello ni la amilanaba ni la arrinconaba. Jana era la esencia del hogar, como la hoguera que da calor a todo, y realmente quien gobernaba allí era ella. En aquel hogar todo pasaba por las manos de Jana y su palabra no era la de una mujer, sino la de la matriarca. Ranel lo sabía y no se sentía amenazado como hombre por ello. A pesar de haber sido criado como se criaban los varones de entonces, en el entendimiento de que la mujer era una posesión más del hombre, él mismo admitía abiertamente que sin Jana no sabría hacer nada.
Samid también había quedado prendado de aquella oronda y alegre mujer. Bueno, había quedado prendado de ella y de sus guisos. Del hogar en el que Jana elaboraba cada día las comidas salían los olores más maravillosos que Samid jamás había aspirado. Y a Jana le encantaba tener un invitado tan bien agradecido.
– ¡Qué alegría de niño! ¡Qué le gusta todo! ¡Da gusto cocinar para un público tan entregado! – reía Jana.
– No lo dirás porque nosotros no te alabamos tu buen hacer con la comida, ¿no?
– No, Ranel, amor mío, vosotros sois también estupendos comensales, pero siempre alegra que alguien nuevo admire tus platos.
– De todas maneras yo no haría mucho caso. A este chico le gusta hasta una piedra envuelta en pan – bromeaba Ranel, desatando en los demás la carcajada.
Sí, aquello era lo que Samid había añorado durante mucho tiempo: una familia, la alegría de vivir acompañado, las risas compartidas, las caricias en cualquier rincón, las voces que no callaban, los sonidos de pasos que entraban y salían…en definitiva, el ruido de una casa habitada.
Lo que en un principio iban a ser dos días se prolongaron a siete. Calev se aquejaba de dolores y Ranel había insistido en que se hospedasen allí con ellos hasta que se encontrara mejor. Aquello resultó un regalo del cielo para Samid. Por las mañanas se levantaba temprano y acompañaba a Ranel, Lavi, Carmiel y Calev a cuidar del ganado. Calev había insistido en ser útil y ayudar, a pesar de que Ranel y Jana le instaban a que se quedara a descansar en casa. A las afueras de Belén, mientras pastaban las ovejas, Samid y Tumiel corrían de acá para allá, jugando a ser soldados, o exploradores, o pastores, o reyes y siervos. Después de una mañana de juegos, ellos volvían al mediodía con uno de los mayores a la casa, donde Jana les esperaba con la mesa llena siempre de abundante comida. Por las tardes, él y Tumiel se quedaban en el pueblo, paseaban, jugaban en sus calles, hacían algún recado…Samid había encontrado en Tumiel al hermano que no tenía, y Tumiel había encontrado en Samid al compañero que le ayudaba a eliminar la soledad de ser el hermano mediano, demasiado pequeño para el mayor y demasiado mayor para el menor. Luego, por las noches, toda la familia volvía a casa.
– Sólo pasamos una noche a la semana en el monte, con las ovejas. Es el día en que las ovejas caminan un poco más y están más tiempo al aire libre. Mi padre dice que eso es bueno para ellas, que así se crían sanas y con buenas carnes- le explicaba Tumiel a Samid.
– ¡Qué suerte haberos encontrado aquella noche!- celebraba Samid.
– Sí, yo también estoy muy contento.
Tras la vuelta de los hombres a casa cada noche, la familia se sentaba a la mesa y cenaban juntos. Era el momento del día favorito de Samid. Aquella mesa era un intercambio continuo de palabras, anécdotas, noticias, consejos…Todos participaban, todos compartían la vida y Samid sentía que por primera vez formaba parte de algo. Tras la cena, rezaban. Después se daban las buenas noches y a dormir.
El momento de las buenas noches también resultó ser especial para Samid. Esa Jana besaba a sus hijos cada noche como si fuera la última vez que los iba a ver, y Samid también se había convertido en receptor de aquellos besos sonoros y abundantes que Jana propinaba en la frente, en las mejillas y en las manos.
Calev contemplaba cómo disfrutaba Samid de todo. Jamás lo había visto tan feliz, tan lleno de energía, y no podía evitar sentir cierto resquemor por no haber conseguido darle a Samid aquel entusiasmo que ahora sentía. Pero lo comprendía, y por eso precisamente le partía el alma tener que decirle que había que marcharse de allí. Había sopesado quedarse. Podía trabajar con Ranel, o buscar trabajo como carpintero, su profesión. Seguro que saldrían adelante. Comprarían una pequeña casa, algo modesto, lo justo para los dos. Samid podría convertirse en un hombre de provecho allí, en Belén, y conseguir todo lo que él no había sido capaz de conseguir en la vida. Sí, podría quedarse…pero el pasado volvió a su mente, como volvieron el miedo, el dolor, la necesidad de dejar atrás aquello, caminar, caminar…
– Otra buena noche llena de estrellas, amigo Calev – dijo Ranel, interrumpiendo sus pensamientos y tomando asiento junto a él, en la puerta de la casa.
– Sí, es cierto.
– ¿No tienes sueño aún?
– Sí, sí que tengo, sólo que necesitaba un ratito a solas antes de ir a la cama.
– En ese caso, me marcho. No quiero ser molestia.
– ¡No, no, Ranel, por Yahvé! ¿Cómo vas a ser tú una molestia? Eres un gran hombre, Ranel, y Jana una gran mujer. Habéis formado una hermosa familia y entre todos, en siete días, habéis sido capaces de hacer más feliz a Samid que yo en todos estos años. No sabes cómo te lo agradezco.
– Bueno, podéis hacer que estos siete días se multipliquen. No tenemos prisa por que os marchéis. Además, no te encuentras aún fuerte. No es bueno que con esos dolores vayas por los caminos de Dios.
– Ya me encuentro mejor.
– No mucho mejor. ¿Crees que no me he dado cuenta de tu dolor en el pecho? Encoges el rostro cada vez que te llevas la mano a él.
– Mejoraré, no te preocupes.
Ranel carraspeó. Luego se giró a Calev.
– ¿De qué huyes, Calev?
– ¿Huir? – respondió Calev, esquivando su mirada.
– Sí, tú huyes. Mira, soy perro viejo ya, y he vivido mucho antes de establecerme en Belén y formar una familia. Por mis ojos he visto pasar muchas vidas, y he callado muchas cosas. No soy un hombre al que le guste meterse en la vida de los demás, pero no se me escapa ni una, y sé que tú huyes de algo, Calev. No tienes un lugar definitivo al que dirigirte. Nadie te espera. Nunca hablas mucho de tu vida, sólo lo justo. Y no es que me interese. Pero sí sé que eres un buen hombre, sereno, religioso, trabajador, y sé que mi hijo Tumiel ha cogido mucho cariño a Samid, al igual que todos los de esta familia. Es buen niño, y necesita estabilidad. Si tú quisieras, aquí podrías dársela, y yo estaría dispuesto a echarte una mano en lo que necesites, Calev.
– Ranel, no quiero ser descortés contigo, pero hablar de mi pasado me produce un gran dolor.
– Y por eso huyes. Huyes hacia ningún sitio, pensando que cuanto más lejos estés, menos dolor sentirás. Pero nunca es demasiado lejos, ¿verdad?
Calev asintió.
– Yo…yo…- dijo, con los ojos llenos de lágrimas.
– No hace falta que me cuentes nada – le interrumpió Ranel, – si algún día quieres contármelo, te escucharé.
– Gracias – contestó Calev, con la voz entrecortada- muchas gracias. Pero aún no estoy preparado para parar mi camino.
– ¿Ni siquiera por Samid?
Calev guardó silencio. Ambos guardaron silencio mientras contemplaban aquel cielo estrellado. Unas lágrimas silenciosas brotaron de los ojos de Calev y rodaron por sus mejillas hacia su barbilla. Sabía que era egoísta, que debía pensar en Samid, pero no podía, no podía. El dolor era más fuerte que nada.
– Eres un buen hombre, Ranel. Un hombre de Dios. Gracias por todo lo que nos has dado estos días.
– ¿Sabes? Cuando pienso en nuestros antepasados, me acuerdo mucho de ese momento en que nuestro salvador Moisés abandonó Egipto y quedó desamparado en el desierto. Un príncipe que lo tuvo todo ahora vivía como un mendigo, condenado a la soledad y a la muerte. Pero se topa con las hijas de Jetro, y éste lo acoge en su familia. Acogió a aquel hombre solo y pobre porque había ayudado a sus hijas, y se fio de su buen corazón, sin saber que antaño aquel hombre había sido príncipe de la todopoderosa Egipto, y que luego sería el gran mensajero de Dios. Nunca sabemos quién es realmente la persona que se cruza con nosotros en nuestras vidas, ni tampoco si esa persona será alguien o no el día de mañana, qué vida le esperará…pero recuerdo a Jetro, y su generosidad y confianza, y procuro imitarle. Si Yahvé tiene a bien que alguien pase por mi casa, no seré yo quien le cierre la puerta. Así que no he hecho más que lo que he aprendido.
– Aún así, querido Ranel, gracias. Que Yahvé te bendiga siempre.
– ¿Entonces no nos quedamos?
La voz de Samid venía de la puerta de la casa. Sonó fría, hueca, como si en verdad viniese del fondo de un agujero. Calev y Ranel se volvieron, sobresaltados.
– Samid, ¿no estabas ya dormido? – preguntó Calev.
Samid tenía los ojos llenos de lágrimas y los puños cerrados. Le temblaban los labios, en parte por el frío, en parte por la rabia, en parte por la impotencia.
– Os dejo a solas – dijo Ranel, poniéndos de pie. -Creo que tenéis mucho de qué hablar. Insisto, Calev, toma la decisión que quieras, pero sabes que cuentas con mi ayuda.
Ranel entró en casa y dejó bajo aquel cielo estrellado a Calev y Samid. Samid permanecía tenso, estático, con aquella expresión de enfado en la cara, una expresión que Calev nunca había visto en él.
– Samid, te dije que no te hicieras ilusiones, que estos días no tenían por qué significar ningún cambio en nuestras vidas…
– ¿Hasta cuándo, padre? ¿Eh? ¿Hasta cuándo me va a seguir arrastrando por todos lados?
– No me hables así, Samid, no estás siendo justo.
– ¿Justo? ¿Justo? ¿Justo para quién? Será para usted, porque para mí lo justo es tener una vida normal, una casa, un hogar. Pero usted sólo piensa en usted mismo, en lo que quiere usted, en lo que le va mejor a usted, en lo que necesita usted. ¡Creo que siempre se ha arrepentido de haberme recogido en aquel camino!
– ¡¡¡Shhh, calla, Samid!!! ¡No grites! – Calev se acercó a él y lo abrazó, aunque no fue un abrazo correspondido por Samid. – No grites, cálmate. Y nunca más vuelvas a decir lo que has dicho. Jamás, ¿me entiendes?, jamás me arrepentiré de haberte tomado conmigo. Tú has sido la razón por la que seguir adelante todos estos años. Sin ti, hace mucho que me habría sentado al borde del camino y me habría dejado matar por cualquiera.
– ¿Qué fue lo que le pasó en Naín? ¿Qué le pasó tan grave como para no querer volver?
Calev deshizo el abrazo con el que sujetaba a Samid y volvió a sentarse. Su rostro se ensombreció, como si sobre él se hubiese echado una cortina espesa. Samid se sentó a su lado.
– ¿Qué fue lo que pasó? Creo que ya soy mayor como para saberlo.
– Yo tenía unos veinticinco años, más o menos la edad de Lavi. Había encontrado trabajo de pescador en Cafarnaún, una ciudad que está a unos cincuenta kilómetros de Naín. Allí conocí a Livia. Ella era la mujer más hermosa que jamás había visto en mi vida. Pero la belleza de su rostro era nada comparada con la de su alma. Livia era inteligente, sencilla, dulce, y muy generosa. Pero tenía un defecto: era romana.
– ¿Se enamoró de la hija de un romano, padre?
– No, de la hija de un romano, no. De la hija del centurión romano que vivía en Cafarnáun. Ya sabes que allí Roma tiene un pequeño ejército, y Ovidio era el centurión. Un hombre severo, estricto, pero no era cruel. Respetaba a los judíos, pero, eso sí, no estaba dispuesto a que su hija se uniera de por vida a uno de ellos.
– ¿Y qué pasó?
– Livia y yo nos habíamos visto varias veces por la orilla del lago donde pescaba. Yo no podía dejar de mirarla cuando aparecía. Y un buen día Yahvé tuvo a bien que nos conociéramos. Ella paseaba con su esclava. Quería adquirir pescado para su padre, y me pidió consejo a mí. Aquel día supe que ya nunca amaría a otra mujer como ya la amaba a ella. Nos cruzamos varias veces más. Hablábamos, siempre a escondidas, bajo la promesa de su esclava de que nunca se lo contaría a nadie.
– ¿Y?
– Bueno, las charlas superficiales dieron paso a conversaciones de amor.
– ¿Se besaron, padre?
– ¡Samid, por favor, qué pregunta me haces! ¡Que soy un hombre mayor! ¡No seas desvergonzado!
– Perdone, padre.
Calev rió.
– No pasa nada. Ya eres un muchacho, algún día tú también besarás. Sí, nos besamos, y nos juramos amor eterno, pero sabíamos que era un amor prohibido, por eso decidimos huir. Iríamos primero a Naín, donde yo tenía una pequeña casita, y de ahí nos marcharíamos hacia la costa, a Cesarea. Tomaríamos un barco y nos iríamos bien lejos de allí. Pero nunca ocurrió tal cosa.
– ¿Qué pasó?
– La noche que decidimos llevar a cabo el plan, yo tenía que esperarla en la tapia de atrás de su palacio. Ella saltaría por allí. Habíamos pensado muchas veces aquella huída y lo teníamos todo estudiado. Pero la mala fortuna quiso que alguien contara a Ovidio nuestros planes. La noche en que Livia saltaba la valla para escaparse conmigo, unos soldados la persiguieron. Ella se puso nerviosa, hizo un mal movimiento y cayó al suelo. Se dio en la cabeza. Murió en el acto.
– ¿Y usted qué hizo, padre?
– ¿Yo? Lloré junto a ella, lloré desesperado, sintiendo que la vida se me escapaba con ella. Pero los soldados de Ovidio se acercaban y tuve miedo. Nunca me perdonaré haber sido tan cobarde. Salí de allí y me escondí subiéndome a un árbol. Cuando Ovidio y sus soldados llegaron, la desesperación de aquel padre se escuchó por toda la ciudad. Juró que no pararía hasta encontrarme y matarme, que pasaría hasta el último día de su vida buscándome para vengar la muerte de su hija Livia.
– Por eso usted huyó, y lleva huyendo desde entonces.
– Sí, huí, pero no porque tuviera miedo de morir a manos de Ovidio. Huí porque se me hacía insoportable estar allí sin Livia. No huyo por miedo a que Ovidio me encuentre y cumpla su venganza. Huyo porque, si paro, temo que el recuerdo de Livia me seque el alma. Temo escucharme a mí mismo culparme por su muerte.
– Padre, usted no tuvo la culpa. Como ha dicho, fue la mala fortuna.
Calev se volvió a Samid y le abrazó con toda la fuerza de la que fue capaz.
– Samid, tú me has salvado de la tristeza. Tenerte me ha salvado de suicidarme ahorcándome en cualquier árbol del camino. Tú me devolviste la razón por la que vivir. Y sí, creo que va siendo hora de que yo te devuelva tanto bien que me has hecho.
– ¿Eso quiere decir que nos podemos quedar?
– Sí, creo que es hora de echar raíces. Aunque aún no sé cómo podremos salir adelante. No quiero aprovecharme de la buena voluntad de Ranel.
En ese momento, a Samid se le iluminaron los ojos y las mejillas se le pusieron rojas como tomates. Era el momento de contarle a Calev su secreto.
– ¡Está el oro, padre!
– ¿El oro? ¿De qué oro hablas, Samid?
– Del oro, padre. El oro de aquella noche.
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