La Crujía (El secreto de la hidra)

La Crujía (El secreto de la hidra)

PREÁMBULO

Quien me conoce sabe de mi perseverante y, más de uno dice que, perversa inclinación a los imposibles; de mi tesón sin límites, de mi cabezonería; y de la pertinaz e insistente manera que tengo de encarar los asuntos en que estoy interesado. Sospecho que esta forma de ser se fue incorporando a mi personalidad como una vengativa compensación a las muchas horas que pasé viendo a mi padre cambiar medrosamente de opinión, o de rendirse, a las primeras de cambio, cuando los vientos venían malhadados. 

Mi nariz ganchuda confunde a la gente y me asocia a una raza que no es la mía. Además yo no practico religión alguna, salvo la del dinero, que es otra de las particularidades por las que me relacionan también con una raza que no es la mía. Aunque si me atengo a lo razonable, (la razón es otra de las falsas deidades) ésta es una afirmación que, en absoluto, puede ser categórica, porque nunca me ha dado por indagar los orígenes remotos de mi estirpe.  Tampoco me interesa saber de dónde vengo, ya que esa circunstancia no va a determinar a dónde voy.

No creo en ninguna otra vida que no sea la que se vive de carne y hueso, gozándola o sufriéndola con los cinco sentidos despiertos o dormidos pero no muertos. Abomino de los ascetas que pretenden purificar su alma lacerando su cuerpo con hambres y miserias ¡Si tenemos que vivir, vivamos lo mejor que podamos! No espero premios ni castigos del más allá porque ya bastante castigo hay con desaparecer.  No voy por lo tanto a martirizarme encima.

A pesar de que la gula no es uno de los pecados que lacran mi alma pecadora, no pienso perderme ni uno de los manjares que adornen mi mesa concediéndole el deseo a la torturadora negación voluntaria del ayuno y el sacrificio.

La concupiscencia ordenó mi vida un tiempo en el que anduve queriendo congraciarme con la sociedad a la que creí pertenecer, consustanciarme con ella; pero me di cuenta de que esa sociedad no era la mía, que estaba allí circunstancialmente y de la que debía salir lo más rápidamente posible.  Por eso renuncié a ella castrando psicológicamente lo que a ella me ataba: la sexualidad, como única forma de relación carnal con mis semejantes. Desde entonces vivo liberado de semejante carga (tal vez sea lo único que comparta con los urdidores de las falsas esperanzas post mortem, los clérigos). Nadie puede tacharme de envidioso porque no hay nadie que no lo sea. Por pura soberbia. Por pura naturaleza humana.

Vivo encorvado, ya que mi osamenta creció débil y la columna que la sustenta tuvo desde niño una tendencia perniciosa a inclinarse hacia adelante: ni cuando la juventud vigoriza con abundante savia la vida, fue capaz de responder al inútil esfuerzo de los delicados músculos de mi espalda con la eréctil verticalidad propia de la bipedestación. Es por eso que las greñas rizadas y pajosas de mi cabeza, cada vez más tonsurada, caen sobre mis gafitas de miope, tamizando los excesos de luz que a veces mortifican mis cansados ojos de lector impenitente. El espejo me dice que mi aspecto desgarbado y taciturno va en perfecta consonancia con mi extrema delgadez y el atezamiento hepático de mi piel.

¡Ay los músculos de mi espalda! ¡Cuántas horas les deben al dolor!

A pesar de mi aparentemente endeble condición física, soy incansable. La enfermedad no me arredra, ni la fatiga me achanca; sobre todo cuando presiento el objetivo cerca. Y el objetivo está tan dentro de mí, que nunca se retira ni un palmo de mi vista.

Viajo y leo. Mejor dicho, viajo, busco y leo. Leo y desecho. Con nada me quedo. Hasta ahora dos o tres libros me acompañan porque no han sido capaces –todavía- de superar la barrera de hastío que me provoca lo previsible, lo vulgar, lo esperpéntico o lo pretencioso. Sospecho que pronto, detrás de ese muro encontraran su pira funeraria. No me sorprenden las figuras literarias, a las que casi no prefiero; ni me llaman la atención los mundos imaginarios de otras épocas irreales o pretendidamente reales, en donde los héroes entronizados en la valentía se hacen matar por la perversidad en forma de traición, ignominia o simplemente placer (acaban casándose con esbeltas mujeres que al final se convierten en gordas matronas pestilentes y desaseadas). Tampoco me apasionan las sutiles formas del amor, de la fraternidad o incluso del odio. Aborrezco, por otro lado, cualquier atisbo de pedantería en lo tocante a florituras estilísticas. Busco, sin embargo, la claridad de la palabra; la desnudez de la idea y la simplificación de la estructura. Prefiero el punto a la línea y si no hay más remedio, entre las líneas, escojo la recta.

Tuvo mi padre la osadía o tal vez la imprudencia de dejarme una pequeña fortuna en títulos del estado que yo uso para alcanzar mi ambicioso, por utópico, objetivo. Esta fortuna, totalmente insuficiente para mis pretensiones de llegar a ser un hombre acaudalado y que mi hijo, sospecho, que ve con ojos de buitre, está a buen recaudo. Nada más lejos de mis intenciones compartirla con nadie.

Debo deciros que nunca sufrí el pegajoso calor de una madre, porque ella tuvo la deferencia de morirse cuando yo llegué al mundo. Dicen que yo le provoqué la hemorragia que la mató. Pero ¿cómo podía yo hacerlo? Eso es atribuirme cualidades que no tenía aún. Le debo agradecer sin embargo, que no me acompañara durante mi vida, porque he visto a otros muchos ejemplares de esta especie y siempre me ha parecido odiosa esa forma de adueñarse de la vida del otro mediante el chantaje maternal de la babosa entrega. No quiero merecer el amor desinteresado de nadie. Prefiero no deber nada;  pues lo que debo, lo pago.

Me llaman Dionisio, las pocas gentes que me lo llaman. Nací en un pueblo mitad gitano y mitad flamenco (aunque eso viene a ser lo mismo) y tengo una afición rara: busco libros fracasados con ansias de superación. En realidad lo hago con la esperanza de encontrar un tesoro, un libro-tesoro-escondido que me haga millonario. Ese libro, que yo sé que se escribió con mucho ingenio por un genio de escasísima vista comercial, en una época en la que, tal vez, no pudo encontrar salida al mercado por razones de saturación, falta de difusión e incluso baja autoestima. Ese libro que siendo una joya se quedó enterrado en el anonimato y que algún día, con mis contactos en el mundo editorial, pudiera yo darle el empujón mediático que lance, a él, al estrellato y a mí, a la vida que siempre soñé y que sé que no existe; aunque si existiera, solo podría ser a través del dinero. En realidad el único fin que persigo es hacerme rico por el exclusivo placer de serlo.

Sé que ese libro se ha escrito. Es simple estadística. Entre los millares que a diario se pierden, tiene que estar. Que lo encuentre o no, ya es otra cosa que el azar decidirá. 

El dinero es lo más importante. Es verdad que hace unos años lo era más, me parecía más  necesario, pero ahora, que he cumplido los setenta y seis, la riqueza ha llegado a tener un valor demasiado relativo. No quiere decir que la desprecie, no, eso nunca; pero la cantidad de dinero que me haría ilusión poseer, sobrepasaría en mucho la vida que me queda. Y mi intención es, ha sido y será gastarlo todo. El mero hecho de pensar en que no me queda tiempo para despilfarrar mi fortuna (que otros se aprovecharían de ella), pone en mis ojos un aguacero de pena y llena mi corazón de charcos de melancolía (de vez en cuando me invisto de poeta). Lo aborrecible me desagrada. Siempre he pensado que en el dispendio está la felicidad; mucho más que en la posesión. Lo venero solo en la capacidad que tiene de desaparecer. No pienso dejar nada en mi cuenta. No me queda más remedio, por esa  injusta y arbitraria ley de sucesión patrimonial que se han inventado los avaros, que dejar  en herencia mis posesiones infungibles, las que no pueda gastar y, tal vez, las migajas del derecho de autor de mi gran obra, después de haberla exprimido al máximo. Así que, como mal inevitable, al menos mi hijo me recordará con cierto afecto, aunque sea a modo ceremonial. Ya sabemos que el benefactor no nace, eso es falso. El benefactor, se hace. Y se hace a base de billetes. Precisamente por eso recuerdo con apego (tampoco demasiado) a mi padre.

Que mi hijo me aprecie… es solo una falsa ilusión, un a modo de pésame preobital-paterno-filial que se aloja en el deseo de darse uno, a través del dinero, un último capricho. Porque ¿a quién le importa, después de muerto, que lo recuerden o no, y mucho menos que lo hagan con cariño o con rencor? A nadie que esté en su juicio. Tal vez, verles la cara de felicidad y agradecimiento, mientras uno va diciendo de manera socarrona: “bah, no es nada”, al tiempo que se le entrega el pellejo a la madre Naturaleza, sea un gustazo; pero después ya, para qué… todo esto, en el caso poco probable de que mi hijo y yo (si es que vive) nos encontremos para entonces. Cuando se marchó, ni adiós me dijo. Ni a mí me importó lo más mínimo.

Mi hijo (tengo uno, que sepa) es mío porque lleva mis apellidos, nada más. Sí, lo he engendrado yo (aunque no recuerdo ni el nombre de la madre, cuando la tuvo); pero es mío por pura circunstancia. No lo es, ni por deseo ni por compromiso ni por supuesto por obligación. Nació en esa etapa de la vida en que la conciencia gravita en torno a paparruchas, bagatelas y sin sentidos: banalidades al calor de la crepitante hoguera de la sangre y de la juventud. Una juventud en la que no tengo conciencia de haber estado, pero que al parecer me castigó con su asquerosa, obligatoria  e irreflexiva volubilidad. Con la concupiscente etapa de la procreación. Así es que, qué derecho puedo tener a atribuirme el título de padre si no he sido preparado para ello, ni he puesto el más mínimo interés en serlo. Que comió de los alimentos que yo le procuré, cierto es, pero eso no me da derecho a considerarme padre; que lo llevé a la escuela para que otros le enseñaran a vivir, también lo reconozco; pero de nuevo…nada más. Le di ropa y habitación, pero jamás calor. Yo he nacido para otra cosa. Quien quiera apacentar rebaños que lo haga. Yo, no. Entiéndanme. Mi misión en el mundo está por encima de esas menudencias. Estoy seguro de que cuando él se dé cuenta, me lo agradecerá; y si no es así, qué se le va a hacer. Mi esposa murió joven (recuerdo que yo le ayudé en el tránsito con unas recetas de amanitas que encontré en unos libros de quiromancia) Era necesario.

Amigos no me quedan porque nadie alcanza a entender mi meta. Es doloroso ver que los demás se quedan en simples marionetas del destino, que son incapaces de fraguarse el suyo. Es doloroso para ellos, para mí, ya no. Reconozco que tuve mis dudas. Incluso cuando, no sin un poco de lástima, tuve que asfixiar a mi padre con la almohada porque amenazó con desheredarme. Tampoco él supo ver las altas miras de mi obra. Uno, no se puede parar en simplezas. Además, él estaba ya bastante enfermo. Hubiera sufrido más. Y yo.

He escudriñado en todas las bibliotecas del mundo y me he hecho de miles y miles de libros engomados y cosidos, códices antiguos, palimpsestos robados, cartapacios infames de escritura demoniaca e incluso libretos de carnaval en cientos de trastiendas de las muchas sociedades de autores que hueramente existen. He indagado en cantidad de ayuntamientos y casas culturales de grandes ciudades y de pequeños pueblos el nombre casi anónimo de autores noveles totalmente desconocidos, que jamás editaron ninguna obra y de las que se conservan algunos ejemplares mecanografiados en formatos invendibles, totalmente caseros, escritas por el menguadísimo premio de un concurso que jamás se editó por falta de participantes y de calidad. Me arriesgué a que me echaran a patadas de editorialuchas de tres al cuarto, que saciaban las aspiraciones de ilusos autores, publicándoles en tiradas cortas, que pagaban ellos mismos por un módico precio, sus escuerzos retóricos. Algunos he conseguido, pagándolos doblemente o soportando los dolorosos azotes de sus desvergonzadas lenguas.  En minuciosos rastreos, de oídas, me he hecho con volúmenes de aprendices de escritor que ensayaron una ópera prima de dudoso gusto literario, en auto-publicaciones vergonzantes; me he sumergido en las cloacas de la literatura sexual, de la literatura macabra y esotérica e incluso en las vilezas de la sensiblera literatura rosa de los seriales. 

He encontrado ejemplares que me han hecho dudar de su valía, pero que después de una detenida lectura he desechado porque me han dejado en la boca como un sabor a demasiada derrota o demasiada victoria. El ruido de los alfanjes y de los lamentos me aburre.

Traté de ser sistemático en la búsqueda, pertinaz en la lectura, exhaustivo en el descarte e intuitivo en la cacería de la genialidad. Como ya he dicho antes, divisé o creí divisar signos de originalidad en lo que a la postre era puro plagio; ternura, en lo que a veces resultó empalago y artificialidad; y reciedumbre literaria en lo que fue prosopopeya, afectación y vanidad. Verdad poca. Mentira, a espuertas. Oropel y mentecatez, por igual.

He visto novelas con menos ingenio que el anuncio de un detergente, y lo curioso es que algunas de ellas han resultado crematísticamente más beneficiosas que el propio detergente. Desde luego lavaban mucho más… sobre todo, las cortas conciencias de los estúpidos.

He descubierto a escritores famosos tratando de esconder o ningunear obras suyas del comienzo de sus carreras que tenían mucho más valor que las consagradas. Pero, ya se sabe, el valor se mide hoy en día, y con razón, por el precio que se quiera pagar por él. Una frase acertada entre quinientas páginas puede ser el premio gordo para el autor. Así de caprichoso es el mundo moderno.

En las apolilladas estanterías de una pretenciosa y vetusta librería del casino medio abandonado de un poblacho rural muy cercano a Finisterre, encontré un manuscrito celta con apenas veinte páginas, que di al fuego porque a pesar de su valor no colmaba mis aspiraciones dinerarias: apenas hubiera conseguido un par de millones en el mercado clandestino de antigüedades. Lo robé antes de quemarlo. Tampoco quería que nadie se sirviera del trabajo de otros haciéndome la competencia. En aquel mismo pueblo disfruté unos minutos de lo que prometía ser la obra seria de un autor de la capital de la comarca, que movido por la voracidad cultural   (o propagandística) de un antiguo alcalde, había participado en un certamen de prosa poética dotado con dos mil pesetas y que se quedó desierto por la repentina muerte del edil. Después de releerlo varias veces también lo quemé asqueado de olerle la intención.

Hace unos años me hablaron de que en un pueblecito de Cádiz había un lugar corriente, de tierra húmeda y farragosa, una cortijada donde ocurrían fenómenos extraños. Llegué allí en un taxi que me dejó junto a una alambrada defendida por cardos secos enredados entre sus alambres oxidados y rotos que remataban en lo que, en su tiempo debió ser el armazón de una puerta, también de alambre, ya inútil y desmembrada por el óxido y la carcoma

En realidad llegué allí para demostrarme a mí mismo que el olfato que dirigía mis pesquisas en la persecución del libro-sorpresa se mantenía intacto con los años, es más, si cabe, se acentuaba con el tiempo.

Había descubierto un fajo de cuartillas escritas por una cara en el cajón de la mesita de noche de una fonda de Madrid a donde fui a parar una tarde pegajosa de julio. No solía yo alojarme en semejantes establecimientos como no fuera por un motivo poderoso. Aquel, lo era: su cercanía a una editorial que cerraba por quiebra y hasta donde pensaba acercarme por la mañana a escudriñar, por si algo de valor quedaba  en sus archivos.

De cómo llegó el fajo manuscrito hasta aquel cajón, lo descubrí después de que lo robara o mejor dicho, que lo requisara discretamente (nadie de la pensión sabía que estuvieran allí las cuartillas). Con unas generosas propinas me informaron que un día antes de mí llegada, se había alojado en aquella misma habitación un hombre desaliñado y por lo tanto de dudosa solvencia. Este hombre, a pesar del cerco de vigilancia al que se le tenía sometido, se había largado al amanecer con sigilo, escabulléndose por una ventana y saltando al parecer con riesgo de su vida, sobre unos contenedores de basura. Yo me avine a saldar la trampa de mi antecesor en el cuartucho si se me proporcionaba su afiliación, nombre, apellidos y demás datos que el insolvente hubiera reseñada en el libro de entradas, y si al mismo tiempo se me permitía borrar las escasas huellas de mi identidad aun, cuando por precaución, las había dado falsas. Justifiqué mi interés (aunque poca falta hacía) aduciendo una “investigación privada en un lío de faldas”.

Solo pudieron mostrarme, en una libreta de visitas nada legal, garabateada con un bolígrafo de escritura defectuosa, una firma casi ilegible. De aquel signo solo se podía entender la primera letra: “D”, que seguramente correspondía al nombre, pero lo demás era una línea que se debilitaba y perdía a trompicones de la tinta a medio solidificar. En “habita” sí que podía leerse La Crujía. Las demás casillas estaban en blanco y el número del DNI era demasiado largo para ser verdadero. Se ve que aquella fonducha no era muy rigurosa en la identificación de sus clientes.

Leí aquellas cuartillas y me quedé un tanto impresionado por su estilo llano y sin aspavientos. Se había tratado de ilustrar el relato con algunos artificios pirotécnicos de dudoso gusto pero bien traídos o, por lo menos, ni excesivos en extensión, ni agobiantes en número. Sin embargo el vaivén de la historia y el marco en que se iba pintando parecían encajar con lo que yo buscaba. Aunque esto mismo me había pasado muchas veces y, al final, las crujientes hojas habían acabado alimentando una fogata voraz, rauda y redentora. Éstas, seguramente –pensé- acabarán casándose con el ardiente fósforo de una cerilla.

Pero lo salvo algo inesperado: no tenía final.

Aquello que podría haber sido un aliciente añadido para mi caja de mixtos, lo exoneró de la hoguera.

Decidí indagar acerca del autor con el único dato que poseía: la Crujía. Apoyé mi investigación también en el nombre de varias poblaciones que me aportaron aquellos folios escritos a pluma.  De la letra D poco o nada podía sacar de momento.

Como es natural aquel nuevo objetivo me hizo abandonar el rastreo de la editora en quiebra objeto de mi pernoctación anterior (esa veleidad se la debo a algún cromosoma paterno);  e hice los preparativos para partir en tren hacia el pueblo de Cántor, según las indicaciones y los enlaces que había recabado en el instituto geográfico y catastral y que corroboré en mi pequeño portátil.

Una mañana plomiza mi taxi cruzó el pueblo  y tras unos zarandeantes quince minutos desembocamos en la alambrada ruinosa de aquella finca manchada irregularmente por plantaciones de naranjos, defendidos de los nefastos por salinos vientos de levante, cada cien metros aproximadamente, con militarizadas y altas hileras de cipreses macrocarpas.

Aquí vivo, en esta cortijada. Llevo ya seis años. No pude encontrar al autor del relato pero ya poco me importa porque le he hecho tantos retoques y aportaciones a éste que no sé si la autoría le corresponde a él o lo debo firmar yo.

No estoy seguro de si este libro, que pacientemente he cosido a mano y he encuadernado con amor, verá la luz algún día o descansará eternamente en el osario que encontré por casualidad en un sótano disimulado bajo uno de los pesebres de la cuadra y que no he querido poner en conocimiento de las autoridades, por no desenterrar casos antiguos que no vienen al cuento. Los cráneos que allí hay con sus osamentas completas no deben ser mancillados por la curiosidad de los que no entienden los azares ni pueden cohabitar con la suerte.

Las gentes de Cántor huyen de mí y los que me atienden lo hacen con pocas palabras y las más de ellas recelosas.

Nadie confía de un hombre mayor que vive encerrado, sin saber por qué, en una casa medio derruida donde se sucedieron acontecimientos que nadie se ha podido explicar.

Pero yo sí. Yo los he desentrañado. Cuando terminéis de leer el manuscrito yo mismo os sacaré de las dudas que hayáis contraído.

MANUSCRITO

I

Una enorme caterva de endriagos bramaba entre las nebulosas… y encolerizados golpeaban sus colas de espinas afiladas contra el firmamento oscuro de cristal que abovedaba La Crujía aventando entre las nubes el polvo estelar que blandamente se posaban en el tejado de la casa en una selénica  cascada de luz difusa de plomo y plata. Un manto negro rodaba con el lóbrego viento desde los montes dibujando sombras y apagados gemidos en la oscuridad. La boca del pozo ciego de la noguera exhaló su fétido aliento de azufre y los latidos de la alameda retumbaron en la eternidad de la noche. Entonces se repitió el horrísono y profundo lamento de la hidra reclamando sangre.

Con el pavoroso dibujo de la muerte en los sanguinolentos y desorbitados ojos, la piel lívida y la boca abierta hasta casi el descoyuntamiento de las mandíbulas, Filomena trataba desesperadamente de absorber siquiera un poco del aire que se negaba a pasar a través de la garganta, obstruida por los músculos faríngeos.

La luz de la tarde se ahogaba  entre las paredes amarillentas del dormitorio. Las sábanas, desgarradas, habían sucumbido a la feroz lucha de tiranteces y restregones que se llevaba librando desde la mañana, y como animales despellejados, enrolladas de cualquier manera, bajo la pobre mujer descubrían su cuerpo tenso y arqueado.

Con cada convulsión crujían las patas metálicas de la cama en un chirriante y eléctrico traqueteo de convoy que se despeñara cuesta abajo por la tortuosa carretera de la muerte. 

-¡Haga algo padre, haga algo!-chillaba fuera de sí el chiquillo, al tiempo que lloraba tirándole de la manga de la chaqueta, intentando inútilmente que su padre socorriera a su madre.

Filomena, en un último y desesperado intento por sobrevivir se aferraba con las manos crispadas al cuello, a la boca, al pecho… en aquellos momentos, nada  la hubiera tranquilizado, ni una plegaria de abnegación ni una oración a las fuerzas del destino: ya no valían ni rogativas ni súplicas… El azar, había decidido. Además, allí nadie sabía rezar.

Las venas azuladas de su cuello, como tensas cuerdas que sobresalían de la piel como si fueran  una maraña de serpientes estaban a punto de estallar.

-¡Dios mío, no! ¡Dios mío, no! ¡Dios mío!-repetía el padre impotente sin poder desviar la mirada ni un milímetro de aquel espectáculo de extrema tensión. No reaccionaba. No salía del estado de estupor en que se quedó sumido al presentir el inevitable fin de su mujer. 

El otro niño cabizbajo y serio, apretando con todas sus fuerzas la sábana, sollozaba a los pies de la cama.

A Julián le dio miedo meter los dedos en aquella boca amenazante. Pero eso lo pensó después. Cuando,  como una carga pesada, la conciencia le martirizaba en las sucesivas noches de angustia y de desazonadas vigilias. En aquel momento, el espanto lo contuvo. Había visto como la última tarde de agonía, en una de las muchas crisis que sufrió su mujer, cortaba por la mitad el pañuelo que él mismo le había  introducido en la boca para evitar que le crujieran los dientes.

Por toda  la casa se extendía ese clímax lúgubre de lo inevitable, ese abismo vacío en el que las almas que se evaporan se diluyen dejando un rastro de lágrimas imposibles de retener. Ya olía a muerto.

La misma habitación, como un árbol moribundo, parecía jadear; como si el oxígeno del cuarto palpitara espeso y gelatinoso en cada intento de exhalación; como si tuviera vida propia o muerte propia. Los sollozos de los niños y el lamento del padre se clavaban en la viscosidad de la pegajosa atmósfera.

Premonitoriamente, a modo de pertinaz miserere, zumbó  una moscarda sobrevolando el aire caliente y opresivo que se encerraba entre aquellas cuatro paredes.

Los espíritus del pasado llegaban a cobrarse la cuota de futuro que cada tiempo les correspondía.

Cada animal (y los hombres también lo somos – tal vez el más indefenso -), tiene en su ser maleza que arde. ¡Ay, si el rayo te elige! Nada puede sofocar los incendios de la mala suerte.

Visto desde la distancia, a través de los contraluces del reverberante sol del levante, asemejaba un espectro, un zombi que se levantara de la tierra blanda, y medio enterrado en ella, a pasos dubitativos avanzara dificultosamente.

-¡¡Los muertos del barro!! – imprecaba de vez en cuando Macario.

Sus manos duras y callosas tenían la azada, fusta de madera y hierro, firmemente asida por el mango para evitar sobaduras y, como insidiosos latigazos, cortaba rítmicamente el aire diáfano y caliente de la añil y reluciente mañana otoñal. 

Cada golpe volteaba dos o tres gruesos y apelmazados terrones entre una vaharada de olores a limo revuelto con estiércol caliente de cagajón de burra y gallinaza húmeda. El  sesgado hoyo que se abría en el suelo con cada azadonazo era rápidamente tapado por las nuevas y humeantes glebas panza arriba preñadas de temblorosas lombrices danzando al descubierto o partidas por la mitad con el siguiente. Tres o cuatro moscas revoloteaban de uno a otro terrón. Inquietas y ansiosas. Siempre las mismas. O eso parecía. 

El ritmo de los golpes era lento pero constante.

Los pensamientos del hombre, superficiales, fluctuaban, al igual que la herramienta,  vagando de un lado a otro y se clavaban monótonos y abstraídos en un encenagado territorio de intelectualidad grisácea y banal, incapaz de profundizar más abajo de los instintos… No pensaba en nada. No pasaban de la corteza.

-¡No me va a dar tiempo a terminar!-cavilaba entre dientes, sudando.

Las gotas le resbalaban por la frente hasta los ojos, y de ahí bajaban a las comisuras de los labios y se perdían entre los cañones pilosos de las encrespadas cerdas negras de una barba de cinco o seis días.

De vez en cuando, aprovechando la pausa que hacía para lanzar un manotazo a una mosca cojonera y pegajosa de las que ya intuyen su extinción invernal, se secaba la cara con la manga de la camisa. Pero era este movimiento un empeño inútil dado el manar profuso de la frente y la insistente tabarra de los impertinentes dípteros. Se escupía entonces en las manos, se las frotaba, alzaba de nuevo la herramienta sobre su cabeza y al mismo tiempo que bufaba por el esfuerzo, la dejaba caer con violencia, volviendo de nuevo a la tarea.

A veces unos fogonazos de la memoria lo regresaban al pasado y se abstraía de la fatigosa y aburrida labor de cava.

-¿Te acuerdas la vez que te caíste al pozo del Ezequiel? ¿Cuándo lo de la lagartija? ¡Menuda paliza te dio madre! ¡Y eso que venías con la mano casi rota!

-¡Que si me acuerdo! ¡Gracias tengo que dar a la Providencia que caí de pie, que si llego a caer de cabeza…me clavo en el fango y a ver como hubiera salido!

-¿Qué tenias tú, seis o siete años?

-Ya no me acuerdo Macario. Pero sí que me acuerdo bien de la bofetada que te dio padre por robarle la cuerda nueva y llevarte la burra para sacarme de allí. Desde entonces,  te debo una. Todavía no sabe padre en dónde se perdió la soga, ni  por qué la burra venía medio coja.

-Ni lo sabrá nunca,  Ernesto. Allí estará todavía la soga, enrollada como una serpiente en el fango del pozo, si no se la han bebido ya  los animales del Ezequiel hebra a hebra.

Las promesas, escritas en el aire, con el paso de los años se diluyen y dejan una culebrina  de luz apenas visible que el tiempo y el olvido borran finalmente.

Una camisa de loneta amarillenta con las mangas largas y los botones abrochados lucía, alrededor de uno reciente, varios círculos concéntricos de sudor seco con el centro en cada axila. El cuello, de picos cortos y alzados por las puntas, presentaba un color siena tostado que decían mal del método y la frecuencia del lavado de la prenda. Estaba ésta ya muy raída por las sisas y los faldones, y tenía los puños manifiesta y negligentemente deshilachados. 

-¡Su puta madre!- se lamentaba de nuevo al limpiar con las manos el barro negro adherido a la pala del azadón.

Después se restregaba la mano sucia en los pantalones, dibujando un nuevo lamparón de mugre, que acompañaba a los muchos que ya tenían los costados y el culero de la prenda.

Era este pantalón también de tejido militar y tenía sendos bolsillos adicionales de parche en los laterales de las perneras con los hilos de los botones colgando, caídos hace tiempo en acto de servicio. Los toldillos de tela, que debían cerrar por fuera la boca de ambos bolsillos, estaban metidos dentro de los mismos, como si fueran sobres sin lacrar. Simulaban las dos branquias abiertas de un escualo. 

Lucían los calzones ese color verde caqui que amenazaba, por obra y desgracia de la suciedad, pasar a caqui maduro y por algunas partes como los bajos, los bordes de la cintura y la bragueta, directamente a caqui renegrido, ya totalmente pasado.

-¿Y la feria? ¿Te acuerdas de la feria, el día aquel,  que apedreamos al domador del circo cuando intentó pegarte porque querías darle de comer el gato muerto al oso de la arandela en la nariz, al que bailaba con el pandero?

-¿Te acuerdas como se acojonó y dejo de perseguirme cuando empezaste tú desde el ladero de las eras a pegarle pedradas?

–Mucho ¡hijos de puta! y mucho ¡cabrones, como os coja…! Pero se giñó por la pata abajo y no tuvo cojones a pasar de la Punta del Santo.

– Si, iba muy gallo pa abajo, pero pa arriba parecía que venía con prisa cuando escuchaba silbar las lascas y los riscos en las orejas.

-El oso me lo hubiera agradecido. Lo tenía en las mismas guías.

-¡Que si se vuelve arisco comiendo  carne con pelos…! ¡Los cojones! ¿Y con el hambre no se vuelven ariscos…?

Las dos abarcas de cuero con suela de neumático que Macario calzaba en unos pies grandes y sarmentosos avanzaban a la par que ellos, cadenciosa y alternativamente, semienterradas en la irregular blandura de la tierra movida. El color de las abarcas era de un tono parduzco adquirido a medias de la marga del propio suelo y los desechos de la cuadra. Estos residuos estaban tan encostrados que ya ni el agua los podía indultar y junto con la transpiración excesiva producida por la sofoquina, le conferían un olor entre amargo y acre con rejumbre a ijar de yegua y a queso rancio. Con razón le gustaban a la perra.  

No era una mujer guapa. Su madre no lo fue nunca. Ni cariñosa siquiera. Nunca aceptó el destino que el hombre le impuso casi a la fuerza. Pero al menos a ellos los quería y los cuidaba. A su manera, pero los cuidaba. Y todos allí obedecían sus órdenes. Hasta que murió. No estaría cavando el huerto ahora si siguiera viva. No se lo hubiera dejado hacer con el terreno tan húmedo. Pero ella ya no estaba. Llevaba ya casi ocho años bajo tierra.

-¿Por qué la dejaste que muriera padre?- se preguntaba a sí mismo con insistencia, en una requisitoria sin esperanzas de respuesta.

Los crenchones en que estaba arracimado el pelo aceitoso y polvoriento aparecían, apelmazados, sobresaliendo de una gorra de tela que antes fue gris claro y ahora lucia un color amarillo paja. Estaba orlada con varias líneas ribeteadas de sudor viejo por encima justo de la visera. Los pelos eran negros y las vedijas brillaban al sol acharoladas por la pringue. Ni la brisa temprana de aquel veranillo tardío del membrillo había sido capaz de desenmarañarlos. Los mechones de la frente además, entre el polvillo marrón del huerto y la constante transpiración, estaban como garrapiñados.

-¡Milagro será que no te revolee! ¡Japuta!- amenazaba Macario mirando con rabia la azada, cuando, de nuevo, atascada de barro, la alzaba cogiéndola por la abrazadera que el hierro hacía sobre la madera hinchada y con las uñas de la mano libre desembarazaba la pala metálica de la peguntosa materia.

La mala suerte, muchas veces se adhiere a la vida y no es posible desembrazarse de ella ni con las uñas.

Los sonidos del campo se reducían a un lejano, disonante y bullicioso trinar de los pajarillos en la alameda; el monótono chasquido metálico de la azada cada vez que hería la tierra; y un quejido brumoso y aflautado que exhalaban los pulmones de Macario a través de sus alquitranados bronquios de fumador de picadura acompañando rítmicamente cada golpe de riñón con el que hincaba el azadón en la tierra fértil y putrefacta. Parecía que estuviera ejecutando una sentencia, que fueran los latigazos obligatorios de un castigo que se mereciera el condenado terreno aquél, tan semejante a sus destinos y a sus pensamientos…

En aquella tierra de secretos y de misterios nadie podía estar tranquilo porque nada era normal. En apariencia sí, pero en el aire flotaba una aureola de fatalidad. Una savia maligna subía por los capilares de sus hierbas y enraizaba en los tejados de la casa, en los troncos de la parra, en las ramas de los álamos y en los líquenes del abrevadero. Los vientos de la mala suerte, del infortunio, estaban impresos en las paredes de la cuadra y de los dormitorios. Aparecían grabados los hados funestos de los dramas de la vida, como un estigma, en la puerta, en la angarilla, en las púas de los alambres de la cerca y en la misma y desgraciada distancia a todas partes.

El abuelo Miguel, antes de morir había regado la tierra con su sangre. Había llegado aquella noche de vino y de navajas arrastrándose hasta la casa. Pero nadie pudo luego encontrarlo. Dicen que llevaba cuatro puñaladas mortales, pero nunca apareció. Ni vivo ni muerto.

Subía ya borracho del pueblo cuando paró en la venta y aquella mujer de ojos profundos y melancólicos se le acercó como una gata.

Por aquella mujer se quedaron dos muertos en la Venta del Quinto. Dos o tres porque el abuelo iba ya muerto también. Allí se había dejado el alma. Por aquella mujer o por el capricho de aquella mala mujer que los tuvo encelados hasta acabar con ellos.

Acostarse con ella era barato, pero a la mujer lo que le gustaba era la competencia animal, el celo, la berrea, la excitación de la sangre derramada por su sexo, los ancestros de la hembra, la lucha del macho. Eso era lo que le gustaba… y al trapo entraron los tres como tres gallos de pelea en la batallola. Y  Miguel, “el Perraschicas”,  era un bravo, de los que no se tapaba. Dejó que el mayor de los primos le hincara el cuchillo en la barriga para poder cogerle la mano y con la hoja aún dentro de sus tripas,  con su mano libre, destrozarle el corazón de un navajazo.

-¡¡Tú no vas a ser el primero que entre con ella!! , ¡¡Por mis muertos que no!! –bramó como un jabalí mientras mataba.

Al menor, al de la cojera, no lo vio venir, empeñado como estaba matando al mayor; y por detrás, casi le parte el cuello de la cuchillada.  El chillido de la mujer lo alertó en el último segundo. Se enderezó y con cierta lástima en los ojos, se dejó acuchillar en el vientre. No una, sino dos veces. La segunda vez, sí que pudo cogerle la mano y por debajo del brazo, en el costado izquierdo, cuando el cojo lo levantó para protegerse la cara, descargó con todas sus fuerzas la navaja de muelles. Entre las costillas entró la hoja, le perforó el pulmón y le partió el corazón en dos. Cayó arrastrando, empuñadas, un manojo de tripas de Miguel.

El mismo, le abrió la mano al muerto cortándole los tendones del envés del puño para que las soltara; se las recogió  y se las puso en su sitio, se apretó la faja, se lió un pañuelo alrededor del cuello y salió andando al camino. Nadie lo siguió porque cuando salía lo dejó bien claro con una voz gutural, de ultratumba: “¡Que nadie se acerque a mí, velad mejor por los otros muertos!”

Amaneció un charco de sangre en el suelo. Junto a la cama. Y la cama intacta. La casa estaba vacía y las puertas abiertas. Los gallos de la madrugada no cantaron y todas aquellas pisadas iban y venían en direcciones tan opuestas, que si, como decían, se lo hubieran llevado, lo habrían hecho en una procesión de muertos sin rumbo. Aquellas pisadas no salían de la finca. Estaban por todas partes pero en los linderos se perdían y fuera no había huellas. Hubo quien dijo que los negros demonios del infierno con alas de buitre lo habían devorado.

Tal vez estaba enterrado junto al misterioso tesoro de la Crujía. Pero no lo encontraron. Aquel misterio se quedó flotando en el aire y en los papeles de los despachos oficiales hasta que se evaporó del todo. A nadie le interesó desvelar el misterio, quizá, para mantenerlo vivo.

Llevaba Macario como dos horas dándole la vuelta a la tierra compostada y limosa de aquel huertucho de pródigas y repetidas hortalizas ya consumidas, secas o conservadas para el largo invierno.

 Empezaba a fatigarse con esa tarea que se había impuesto, tal vez como castigo a la borrachera de la noche anterior, porque el campo a esas alturas del año no precisaba de ninguna urgencia.

-Ese vino de garrafa es bueno para no pensar, pero malo para los hígados –sentenció para sus adentros, pasándose la lengua por los labios resecos.

Con la salida del verano el huerto había sido desbrozado de matojos secos. Un montón de ceniza amazacotada por la lluvia en una de las esquinas era todo lo que quedaba de las matas secas, hechas pajón, que habían ardido, justo antes de que apareciera la lluvia.

El estío se había marchado, con unos bochornos impropios para lo que se estilaba en la zona, y ahora continuaba, con esos habituales, pero siempre sorpresivos calores del verano del membrillo. De todas maneras el suelo estaba aún húmedo de resultas de aquella impetuosa aunque fugaz tormenta que había caído hacía cuatro noches.

La vida, como la cosecha, si no la destruyen las tormentas del infortunio, una vez que da los frutos y estos se pudren o se consumen, se desembaraza de los restos convirtiéndolos en ceniza, memoria volátil y al fin olvido y polvo.

-¡A tomar por culo! ¡Ya estoy harto!-mascó Macario para sus adentros

Dio un último azadonazo sin mucha convicción y dejó la azada clavada en el sitio. Sacó del bolsillo derecho una pitillera de cuero muy gastado y a uno de los cigarrillos liados que había pellizcado por una punta y se había llevado a la boca por la contraria para evitar el barro de las uñas, le prendió fuego con la llama azulona de un mechero de gasolina. Dio dos o tres caladas profundas, exhaló el humo con delectación y se lo dejó colgando de la comisura de los labios. Se dirigió, hundiéndose entre los terrones, hasta el borde de una cerca formada con chumberas y palitroques enlazados con espinos de alambre, y una vez allí, junto a estos elementos  fronterizos, se desabrochó la bragueta y meó: largamente al principio y luego a pequeños golpes sobre una de las erizadas pencas, como quien lo hace contra el muro de una cárcel.

Vio como un conejo se escurría por entre las chumberas hacia la parte más oscura de las zarzas. Lo fue siguiendo sin mover la cabeza, con un imperceptible movimiento de ojos… hasta que se le perdió de vista en dirección a la alameda.

Veinte o treinta álamos blancos, acompañando a un pequeño regato que la bordeaba a unos tres metros escasos de la cerca en una fila irregular, orillaban y le daban forma a la finca por el sur. Estaban ya los árboles perdiendo sus hojas y muchas de éstas descansaban blancuzcas, resecas y crujientes entre las zarzas y la maleza que crecía salvaje a sus pies y que se extendía abrazando a los alambres de la parte exterior del huerto.  Allí debajo de aquellos árboles habían empezado, con apenas doce años, su hermano y él a fumar. A escondidas, hasta que su padre los sorprendió y, en contra a lo que sospechaban, les ofreció otro cigarrillo de los suyos. Como el abuelo Miguel antes lo había hecho con él.

Una vez, se acordaba Macario de muy pequeño, que el regajo traía las aguas bravas como consecuencia de una tormenta allá en la sierra y venía arrastrando, entre los palos y las ramas quebradas de los álamos, algunas gallinas y cabras ahogadas del Ezequiel.

Los animales de la Crujía, en la cuadra, se inquietaron mucho, y la potrilla, recién nacida, estuvo tirando chingos toda la noche. El sordo ruido del agua los desasosegaba.

Una semana después, cuando amainaron las lluvias y bajaron las aguas, estuvieron durante cuatro o cinco díassacandolos restos de aquel naufragio de bichos muertos y arena que dejó el huerto inservible para todo el año. Padre puso después las pencas de los chumbos por si venía otra tormenta, pero desde entonces nunca más ha venido riada.

Bajo las lanzas de luz que se colaban por entre la fronda de los álamos era donde estaba Macario evacuando el remanente de la noche anterior de pródigo porrón.

Oyó que lo llamaban justo en ese momento en el que había cerrado los ojos, dejándose llevar por el latigazo de placer que transmite la vejiga cuando está a punto de desaguarse del todo, y ni se movió. Dejó que las voces se repitieran una y otra vez hasta que se hubo sacudido. Dio otra profunda calada al cigarrillo. Escupió, se abrochó la bragueta y, solo entonces fue cuando volvió la cabeza. Hizo un movimiento con el brazo y le indicó a su padre que se esperara:

-¡Qué coño querrá ahora!- mascó entre dientes.

-¡¡Macario, ¿es que estás sordo?!!- voceó de nuevo el padre

-¿Es que no me ve que estoy meando? – le devolvió gritando la pregunta con un tono de desdeñoso disgusto y como un gesto que completaba el que le había hecho con el brazo, pues sabía que con el volumen que lo emitía, el padre, podía oírlo, pero no entenderlo.

-¡Que tu hermano quiere ya bajar al pueblo! ¡Que dice que te des prisa…! –le chilló de nuevo el padre avanzando unos pasos hacía donde empezaba el huerto.

II

Alcanzó Macario, a zancadas entre los bancales, la veredilla que llevaba a la casucha y tras echar la puerta de la cerca de alambre, levantada para defender el huerto de los juegos del perro y del acoso de las gallinas, avanzó lentamente con la azada al hombro. Una vez que estuvo a la altura del padre con un tono agrio le preguntó:

-¿No estaba viendo, padre, que estaba meando, coño? ¡A qué vienen esas bullas!

– Que dice tu hermano que a la una y media empiezan a recoger el mercadillo y si no os dais prisa, cuando queráis llegar, os encontrareis los puestos cerrados. –Razonó el padre- Él ya está preparado.

– ¡Cómo si no lo supiera! ¡Pero… si son apenas las once y media! ¡Yo no necesito más de diez minutos para adecentarme! La tierra tiene todavía mucha humedad. Está demasiado pegajosa. El lunes terminaré de cavarla – y haciendo una indicación con el dedo hacia la casa, preguntó- ¿Tiene la tina agua?

-Sí, la he llenado esta mañana, Ernesto se ha aviado aquí fuera, en el aguadero; así que esa está limpia. La tina está preparada y la toalla colgada en la silla. Haz lo que quieras. El jabón, ¡míralo allí en la pileta! Cógelo antes de meterte para adentro- le dijo el padre señalándole un trozo de jabón casero que descansaba en el borde de un abrevadero que se nutria del regato a través de una acequia terminada en un tubo de uralita con un filtro de rejilla de alambre de cinc.

Era este abrevadero de ladrillo enfoscado y tenía el tamaño aproximado de dos ataúdes uno sobre el otro. En el lado opuesto del que se llenaba, había un caño de desagüe corto, de bronce, que sobresalía un par de dedos. En la parte interior de la pared, a la altura del caño, disponía de una especie de compuerta metálica a modo de guillotina, sumergida a medias, que cuando se bajaba lo mantenía cerrado, y se abría jalando de ella. Caía el agua de este surtidor en una especie de aguadero situado al pie, de casi un metro cuadrado de planta, cerrado con un ladrillo rematado en media caña, donde bebían las gallinas y las decenas de pájaros que aprovechando las soledades de la madrugada o las sombras de la tarde se dejaban caer para saciar su sed y blanquear con sus blanquecinas deposiciones su fondo o su lomo.

El deficiente sistema de sellado del caño, como consecuencia del constante aunque ligero flujo que era incapaz de retener la compuerta, dibujaba una línea de verdín de varios centímetros escurrido por la pared abajo hasta la piletilla inferior. Y ese mismo material orgánico de ovas y líquenes producto de la humedad, los untuosos excrementos de ave y algunos restos del jabón de  recientes y pasadas lavanderías, le daban al piso del bebedero una viscosidad resbaladiza que lo hacía muy peligroso. Ponerse allí de pie requería tiento y experiencia.  

Contaban que el abuelo Miguel, cuando era apenas un niño, había encontrado en ese lugar, que entonces era una charca de agua sulfurosa, un ánfora de barro lleno de monedas mezcla de hierro y plomo con inscripciones del César. En una borrachera se le fue la lengua y lo soltó en el bar del pueblo. A la semana siguiente llegaron unos topógrafos con una pareja de guardias civiles a inspeccionar; y después de estar cavando durante siete u ocho días con  una cuadrilla de obreros y unas máquinas de perforar, lo dejaron todo empantanado y no encontraron nada; pero se llevaron el ánfora y las monedas, que el abuelo Miguel no pudo esconder.

-El tesoro está ahí- dice padre que les dijo el abuelo señalando con la mirada donde está la noguera. Pero no le hicieron caso y se marcharon.

Al pie de la noguera sonaba hueco.

Llegaban padre e hijo a la altura del pilón cuando, apartando con uno de los codos la cortina de yute que defendía la casa de moscas y otros insectos voladores, salía Ernesto atusándose el pelo con un peine negro y desdentado. Se colocó frente a un minúsculo y churretoso espejo con bordes de plástico verde que colgaba de una puntilla por medio de una cuerdecita renegrida, se dio un par de pasadas con estudiado esmero mirándose en él,  y dio por concluida la operación de peluquería.  De un puñado liberó las púas de un pequeño ramillete de pelos adheridos a ellas y lo dejó en el pretil del ventanuco.   

-¿Todavía estás así? ¡Vamos hombre que nos cierran! Es que no tenías que haber empezado la cava; ya te dije que la tierra estaba todavía muy pesada ¿a que sí?

-¡Desde luego, no se pueden dar más de tres azadonazos seguidos sin limpiar el “yerro”! ¡Se le pega el barro, y no hay quien lo levante! El lunes estará ya mejor si no vuelven las aguas otra vez, hace calor de tormenta. Voy a prepararme. Diez minutos y nos vamos. ¡Ernesto, pásame el jabón, que me voy a lavar!

-¡Lávate aquí fuera, hombre, que hace muy buen tiempo! ¡Que no tenga padre que llenar luego la tina otra vez! ¡Espera y te saco los arreos!

Entró Ernesto en la casa y Macario se acercó, mientras tanto, al pequeño porche que sombreaba la puerta con una aún poblada parra, colgó la gorra de la misma puntilla de la que pendía el espejo tapándolo parcialmente, se descalzo las abarcas, las cogió una en cada mano y con golpes enérgicos las chocó suela contra suela. Una nube de polvo y de minúsculos proyectiles se fue formando y desprendiendo alrededor de ellas a cada sacudida que recibían. Cuando consideró que el proceso de saneamiento del calzado estaba terminado se sacó de los pies los dos calcetines renegridos, los volteó en el aire y los crujió como un látigo. Los introdujo en las albarcas y las dejó caer al suelo.

-¡Ponlas en la ventana! -le recriminó el padre- Ya sabes que como las coja la Canela las destroza… y si no es ella, llegan las gallinas y te las cagan. Cuando las vayas a coger, si las encuentras, seguro, que están hechas una porquería.

 Así lo hizo. Las colocó, sobresaliendo del vano, sobre el barrote inferior de la reja, a unos escasos centímetros del peine y justo pisando el hilo bramante que sujetaba lo que había sido una ristra de pimientos rojos y que ya no lucía más que cuatro o cinco rabos con las simientes y algún resto de otro ya húmedo y medio podrido.

Descalzo se fue hasta la pileta de las gallinas. Se desabrochó la camisa y sacándosela la colgó de la noguera que se erguía junto a ésta. Luego lo hizo con los pantalones. A estos les dio un par de sacudidas antes de colgarlos sobre la camisa. En el mismo sitio donde, hacía ya más de cuarenta años, descolgaron ahorcado a uno de los albañiles que construyeron los pilones. Se quedó en calzoncillos blancos; aunque blancos es una forma de hablar, porque aquel color, si alguna vez había sido blanco, había perdido su blancura para siempre. Se podía decir que ni el más enérgico de los procedimientos de lavado sería capaz de devolverle su virginal pureza. Estaban más para el fuego que para el lavado y, por supuesto, totalmente despreciables para el uso.

Llegó su hermano llevándole la toalla y unas chanclas con la suela de un material sintético de color oscuro que imitaba al caucho con dos tiras de plástico marrón cruzando el empeine. No tenían talonera para poder llevarlas en chancleta.  La suela representaba el dibujo de los cinco dedos y el talón, grabados a sudor, tiempo y roña.

-¡Toma ponte estas mías, las tuyas como siempre están perdidas! ¡Seguro que la Canela sabe donde están! Acuérdate de que hay que comprar unas en el mercadillo, si las ha pillado la perra, ya se las habrá comido –le recriminó Ernesto.

-Yo no sé cuantas veces hay que decirle que no deje el calzado ni la ropa por ahí tirados- dijo el padre dirigiéndose a Ernesto.- Si no se lo digo, deja las alpargatas en el suelo y lo mismo cuando llegue no las encuentra- le reprendió a Macario al tiempo que hablaba con Ernesto. Lo hacía no obstante en un tono que no pasaba de ser una inútil regañina.

– ¡Cualquier día la ahorco! ¡La puta perra! ¡No deja nada quieto!- Miró Macario hacia la puerta de la finca, donde estaba atada.

La perra pareció entender que hablaban de ella porque enseguida, a pesar de la distancia, les devolvió la mirada, y con un movimiento rítmico del rabo les advirtió animosamente de su presencia haciendo sonar una fina cadena que con el intento de acercárseles  se estiró hasta tensarse formando una línea recta desde su cuello a la argolla: un simple clavo doblado e hincado en uno de los dos postes de madera de los que conformaban la angarilla de entrada a la Crujía. Había, junto al poste izquierdo, un bidón vacío, metálico y de un color rojizo con muchas lacras y abolladuras de los que se usan para transportar gasoil o aceite pesado. Estaba  tumbado y en su interior tenía extendida un poco de paja para que se refugiara la perra de las inclemencias del tiempo; pero ella si no llovía no se metía dentro porque de noche hacia más frío dentro que fuera y de día el calor debajo de aquella chapa era insoportable para el animal.

Recordaba muy bien cómo a la Pinta, la madre de la Canela, la perrilla bodeguera, la ordeñaba una bicha que se encamaba por las noches con ella.

-Si no la ve padre aquella mañana escurriéndose por debajo de la puerta de la cuadra no deja leche pa la perra.

-La vio, porque la burra estaba espantá. ¡Tenía los ojos salidos del casco! A la Paloma no le gustan mucho las bichas…

-¡Estaba la Canelilla más flaca que el oso del circo!

-Ya viste como se retorcía la puta  culebra cuando le tiró padre con la azada y la partió por la mitad…

-¡Qué cojones entiende ella, Macario! ¡Le gusta el olor y las muerde! ¡Los instintos son más antiguos que la razón!- intervino Ernesto

El contraste de la piel alunarada y blanquecina del torso de Macario con el triangulo de piel oscura y arrugada de su cuello era casi un insulto; así como la línea que separaba las manos de los brazos. Todo el cuerpo, salvo la cara y el envés de las manos era azulón de tan blanco. Las uñas de los pies largas, curvas y sucias eran lo único que parecía entrar en contradicción con la pureza de sus extremidades. Lechoso de cuerpo y achocolatado de cara. Las uñas como ya se ha dicho: de luto.

Su madre tampoco le había dado demasiada importancia a la higiene. Todos aprendieron a lavarse por sí mismos, y solo lo que se iba a usar.

A pesar de ser más fuerte, la garganta siempre le había jugado malas pasadas a Ernesto, el mayor.

Solo las ansias de vivir le permitieron a Macario salir adelante. Cuando nació, nadie daba un duro por él. Ni el médico ni la comadrona. Nació a los siete meses de embarazo y pesó al nacer poco más de kilo y medio.

-¡Parecías un gazapo!, dice padre  -se chuflaba su hermano Ernesto,  las pocas veces que, acostado ya Julián, en aquellas noches de chimenea y vino, templaban los ánimos los dos hermanos al calor de las ascuas y del porrón. El alcohol los desembarazaba de su natural timidez y se permitían esas escasas confidencias que acababan tan rápidamente como empezaban para retornar entre largos silencios y sorbos a sus conversaciones de siempre: el campo y los animales.

Filomena había llegado a la Crujía hacía siete años, después de vivir en el pueblo con su madre: una viuda pensionista de un sargento chusquero caído en acto de servicio. Llegó con los dos niños habidos de Julián, el único hombre que había conocido en serio y con el que se acoyundó desde el primer día que se hablaron. Es cierto que siendo muy joven tuvo una aventura con un acróbata que le propuso llevársela al mundo, según él, maravilloso del circo y que le inculcó con sus historias, en esos dos o tres días de sesiones circenses, la inquietud de pensamientos y la algarabía de la juventud. Pero aquel equilibrista le hizo la misma propuesta a media docena de mozas más, de las que dejó preñadas a tres de ellas, que tuvieron que llorar su ausencia como muchas otras que habían caído en las redes de aquel don Juan peregrino. Cuando el circo partió ya hacía unas horas que el trapecista se había perdido por los caminos del despiste, de la fuga y del encubrimiento de los demás compañeros que le tapaban sus andanzas y le procuraban la invisibilidad ante los ofendidos padres que, despechados, lo buscaban con intenciones nada recomendables para la salud del “picha alegre”. 

Julián, que andaba buscando pareja y, con las tareas de la Crujía no tenía mucho tiempo de galanteos, no se anduvo con medias tintas y de la manera más directa le prometió a Filomena casarse con ella si así lo quería. Ella que de iglesias entendía bien poco, y le urgía también el compromiso, aceptó al hombre sin más miramientos: le rondaban ya los treinta años y en aquella época pasar de los veinte sin novio era sinónimo de vestir santos. Pero a pesar de la prisa con que lo aceptó y la facilidad de la entrega, no pudo convencerla, hasta que lo hizo motu propio, para que se fuera con él a la Crujía, donde Julián vivía y dormía. Tuvo que morir su madre para que esto sucediera. Mientras tanto, Julián, cada tarde bajaba a visitarlos en unos encuentros que nunca se extendían más allá de la media noche. Lloviera o tronara partía de vuelta por aquellos oscuros caminos que la burra se sabía de memoria, para, como decía: “dormir con los animales que me necesitaban más que vosotros”.

 Aquellas visitas  se sucedían atendiendo a unas monótonas y repetidas secuencias que se iniciaban con un par de apresurados besos a los chiquillos una vez que había dejado en la cocina, en manos de la madre de Filomena, la lechera con casi dos litros de leche, una bolsa con siete u ocho huevos, algunos productos de la huerta y las más de las veces con algún conejo o alguna gallina recién sacrificados.

En el mismo cuarto donde dormía Filomena con los dos niños, en un atolondrado y apresurado encuentro, Julián le levantaba los faldones a la mujer, la volvía de espaldas, con las manos apoyadas en la cuna de uno de los bebés, le hacía a un lado las bragas y en veinte o treinta empujones deshacían sus ansias y desfogaban los instintos en un ahogado lamento ante los sorprendidos ojos del niño que invariablemente rompía a llorar cuando la madre exhalaba el gemido confuso y hondo del orgasmo incontrolado que hacía mover los varales de la cunita.

Una vez que Julián salía del cuarto, Filomena atrancaba la puerta con una silla apalancada contra el pomo y en un cubo con agua que previamente tenía preparado, se lavaba el sexo inmediata y profundamente como método anticonceptivo. Así siguió haciéndolo siempre con unos resultados totalmente satisfactorios; aunque en realidad no se quedó preñada más veces porque Dios no lo quiso. Julián, mientras, se bebía un par de vasos de vino con la vieja madre de Filomena. Recogía luego el hatillo de ropa limpia que le tenían preparada, entraba en el cuarto y, mirando a la mujer, con voz seria y resignada le hacía el requerimiento de todas las noches:

 -¡Cuando quieras subirte, me lo dices!-.

Ella no decía nada y entonces él la besaba en la frente, se daba media vuelta, se encaminaba a la calle y, a lomos de la burra, se ahondaba en las tinieblas de la noche por el camino de regreso.

Metió Macario con cuidado los pies en la escurridiza pileta de las gallinas sintiendo el fresco alivio del agua en las plantas  y una vez que estuvo bien asentado, cuando se notó seguro con las piernas abiertas, los talones contra la pared del fondo y los empeines en los laterales, se inclinó hacia adelante hasta apoyar las manos en el borde del pilón de las bestias. Sujeto en una de ellas tiró con la otra de la compuerta que cegaba el caño, dejándola manar a medias. Un chorro de agua del grosor de un pulgar empezó a caer y Macario, haciendo cuenco con las dos manos se mojó abundantemente el pelo y la cara. Después se humedeció las axilas alternativamente y apoyándose de nuevo en la pared estrecha del abrevadero, justo por encima del caño, acercó alternativamente, primero el izquierdo y luego el derecho, los dos pies al manantial. Cuando terminó de enjuagárselos, recuperada la posición de seguridad en la pileta, cogió el trozo de jabón blanco y se restregó con fruición por la cabeza y la cara hasta que una espumilla iridiscente apareció entre las greñas. Realizó la misma operación con los sobacos y los brazos. Satisfecho del enjabonado abandonó la pastilla dejándola resbalar entre sus pies. Tanteó luego a ciegas hasta dar con el borde y, apoyándose en éste de nuevo, se arrodillo, metió la  cabeza bajo el chorro del agua, que en aquel momento su hermano Ernesto a requerimiento suyo había aumentado de caudal tirando de la trampilla metálica que la retenía, y permitió que ésta le martillease en la nuca con la aguda piqueta del frío. Después, con movimientos enérgicos se enjuagó bien dejando que el agua le resbalara por los brazos y el torso, y le salpicara la espalda.

Acabado el enjuague se puso de pie con los ojos aun cerrados.

Consideró que el remanente de jabón de sosa, que en forma de espumilla borboteaba sobre el agua de la pileta era suficiente para el aseo de los pies, se dio un par de restregones sobre cada uno de ellos con las manos alternativamente utilizando el jabón que flotaba en el agua y se los enjuagó de nuevo pasándolos otra vez por el chorro. Bajó la compuerta del caño hasta cegarlo, estiró el brazo y a tientas cogió la toalla con un enérgico tirón. Se secó primero las axilas y después la cabeza y la cara. Por último lo hizo con los pies, pero ya, sobre una pequeña era de piedras planas, fuera del peligroso y resbaladizo bebedero.  

Antes de ponerse las chanclas, se sacó los calzoncillos sin el más mínimo pudor y se quedó como su madre lo trajo al mundo; lo lanzó a la pileta grande donde quedó la prenda íntima, tras un sordo salpicón, nadando a dos aguas mientras se empapaba.

Una vez Macario cuando apenas tenía seis añitos entró gritando en la casa diciendo que había visto la cara de un hombre viejo en el fondo del abrevadero. Y cuando Ernesto riéndose se asomó se quedo helado porque él también vio unos ojos que lo miraban a través del agua.

Tuvo la madre que vaciar el abrevadero entero y meter a los dos dentro para quitarles el miedo.

Filomena no llegó a conocer al abuelo Miguel, el padre de su marido. Solo de oídas.

El día en que el abuelo Miguel desapareció sin dejar rastro, después de aquella noche de puñaladas llevaba dos años ya la abuela Carmela con su madre en el pueblo. Harta de sus borracheras y de sus infidelidades. Con ella se llevó a su hijo Julián,  padre de los hermanos.

El abuelo Miguel no era malo, pero le perdía la inquietud: aquel fuego que nunca se le extinguía. Y su empecinamiento, su osadía, su valor, le hacían de todo punto indomable…no se podía vivir con él si no era aceptando su caprichosa forma de vivir.

La abuela Carmela dejaba al niño, a Julián, que subiera con su padre a la Crujía con la condición de que no lo dejara solo,  pero ella se negó en redondo a ir más por aquella casa solitaria en medio del campo, adonde había pasado tantas noches sola, con todo el miedo del mundo metido en los huesos.

Comentaba Julián, que la noguera hablaba como el abuelo Miguel. Que si la escuchabas las noches de las ventoleras del poniente, decía las mismas cosas que él, que sonaba parejo pero con rabia,  y nunca cambiaba el tono. Que iba hablando de otros mundos que venían de más allá del mar e incluso de mucho más lejos que las estrellas. Un dio dijo que las palabras de su padre sabían en la boca como a sangre y el tronco le olía como a orina de verraco. Y era verdad.

Un experto zahorí aseguró que aquel olor podía ser producido por las emanaciones de un venero de aguas sulfurosas que debía pasar cerca y eso era lo que le confería de vez en cuando aquella ligera pestilencia al lugar.

Pero no estaba muy claro. Para ellos como para mucha gente aquel era un lugar de misterios. Que había días oscuros del invierno en el que se escuchaba como el entrechocar de espadas en medio del patear de cascos, aullidos y lamentos.

Se negó a abrir el pozo donde el zahorí le indicó y al final se quedó a medio hacer. ¿Por miedo? No se sabe.

A veces los ojos de los batracios pueden parecer ojos de ahogado. Aunque hasta el abrevadero muy pocas veces llegaban ranas o sapos. Sería por el azufre.

Estuvo dudando Macario unas décimas de segundo, pero al final, avanzó desnudo como estaba hacia uno de los costados de la pileta y se metió dentro. Se recostó hacia atrás sin mojarse la cabeza y con movimientos pausados se frotó bajo el agua las ingles y el sexo. La operación duró un par de minutos como mucho. Salió y aprovechando el calorcillo de unos rayos de sol que se filtraban a través de las hojas de la noguera, se volvió a secar con diligencia y se calzó las chanclas.

-¡Viene ya el agua fría! ¡Pero entona el cuerpo!- comentó Macario estremecido por el repelús que le provocó una brisa repentina sobre la piel mojada.

El padre descolgó la camisa y la metió en el pilón dejándola flotar y, después de sacar de los bolsillos el tabaco, el mechero, un reloj de pulsera y un pañuelo arrugado y sucio, hundió el pantalón también, apretándolo hacia el fondo, ya que varias pompas de aire lo resistían al remojón.

-Ahora le daré un enjabonado a tu ropa, Macario. Cuando lleguéis ya estarán secos los trapos. Ernesto alárgame los que tengas sucios.- se dirigió primero a uno y luego al otro hijo.

-Lo mío está limpio padre. Yo no he usado la ropa de faena y las lavó usted anteayer- le respondió Ernesto desde un poyete adosado a la pared bajo la ventana del pequeño porche en donde esperaba sentado con los ojos entrecerrados y dando profundas caladas a su cigarrillo.

-¡Pero esto, sí! –añadió levantándose y  agarrando con la punta de los dedos los dos calcetines que su hermano había dejado en la ventana dentro de las abarcas, avanzó con ellos poniendo  cara de asco y los dejó caer en la pileta. Se dio media vuelta y volvió a sentarse.

-¡Haced el favor de acercarme la cuchilla y el jabón que me voy a dar una pasada! –lanzó Macario al aire la petición desde el entreverado solecito de la noguera sin concretar a quién.

Entonces, Ernesto, haciendo un gesto con la mano retuvo al padre y se levantó; apartó la cortina y se hundió en la penumbra de la casa. Salió casi tan rápido como entró con los avíos de afeitar. Descolgó la gorra de la puntilla y se la metió bajo la axila. Arrió el espejito de la pared. Avanzó unos pasos y se los alargó al hermano y, libre de carga tiró la gorra dentro de la pileta encima del montón de trapos que apenas se veían ya, sumergidos como estaban bajo el agua.

-Venga Macario. Que tampoco vamos de boda- le reprendió socarronamente Ernesto

-¡Coño, es que llevo ya cinco días sin darme un restregón y si lo dejo más, se me endurece la barba y cuando me afeito me salen sarpullíos!

-¡Porque te das muy fuerte! Te apuras mucho. Pásate la cuchilla suave-le recomendó el hermano.

-¡Qué va!, ¡da igual! Ya verás cómo voy “pabajo”, pal pueblo como un burro con matauras ¡si lo sabré yo!

-Pues venga, lo que sea hazlo ligero que hay bulla, remató Ernesto-le dijo a su hermano a la vez que volvía la cabeza y se dirigía al padre.

-Padre, la potra ya tiene el pienso. Luego la saca a que beba y la deja un rato suelta que trisque por ahí las yerbas. Y tenga cuidado que es una atravesá. No le ande por detrás dentro de la cuadra ¡Ah! a las gallinas le he cogió ya los huevos esta mañana temprano. Suéltelas usté luego y les abre la puerta del huerto también, que escarben los bichos. No les he echado trigo esta mañana para que no se les quite el hambre… aunque a las joías esas, nunca les falta.

Enjabonó Macario la brocha tras humedecerla en la misma pileta y se la pasó en círculos regulares por el mentón, las quijadas y, contrayendo los labios, por delante de la boca desde la nariz a la barbilla mirándose frente al espejo que había colgado en una de las ramitas cortadas de la noguera. Volteó la cabeza hacia un lado y sopló para desprenderse unas nubes de espuma que se le habían adherido a los labios y comenzó la operación de afeitado

El abuelo Miguel había dejado una navaja barbera que cortaba una barbaridad pero su padre les tenía prohibido usarla para “no mezclar las sangres”.

-Ten cuidado, que la chuchilla es nueva. – le advirtió Ernesto

Asintió con la cabeza al tiempo que la inclinaba hacia un lado y daba una larga pasada desde la patilla derecha hasta el mentón. Hizo lo mismo con la izquierda y enseguida, varias pasadas de abajo hacia arriba llevándose casi todo el jabón y con él, los pelos del cuello y la barbilla. Cada pasada iba precedida del enjuague de la maquinilla de afeitar en la pileta. Se acabó de repasar la cara y terminó rasurándose el bigote de arriba abajo. Se enjuagó con varias y enérgicas garfadas de agua  y como había previsto unos hilillos de sangre mancharon la toalla con la que se secó. Abrió un frasquito de colonia Varón Dandy y después de echarse un poco en las manos se palmeó la cara.

-¡Los muertos de la colonia! ¡Cabrona, cómo escuece!- Injurió a la loción alcohólica con que completó el afeitado. Sumergió la brocha en la pileta y con un par de movimientos espasmódicos, dos zurriagazos al aire, la desembarazó del exceso de agua,  cubrió el jabón con su cajita cilíndrica de pasta y taponó el bote de colonia. A renglón seguido, portando los utensilios con los que acababa de afeitarse entre las manos y el pecho, vestido únicamente con las chanclas y el reloj que se había prendido a la muñeca, se dirigió hacia el interior de la casa.

-Venga, yo voy abriendo la angarilla mientras te vistes- le dijo Ernesto.

Antes de arrancar a andar se dirigió al padre y bajando la voz, medio farfulló – No le meta prisa, ya sabe cómo es. ¿Quiere que le traigamos algo del pueblo?

-Si os lleváis la burra, si.-le respondió el padre

-¿Cuántos huevos hay?-le preguntó Ernesto.

-Como cinco cartones. En la burra los podéis bajar y dejarlos en ca el Hermenegildo.

-Pues entonces la voy a arrear y me llevo también un saco de pimientos secos. El sábado pasado me dijo que ya no tenía; que le bajáramos si había.

-Si le vas a poner el serón, te echo de paso unos melones y se los llevas también; los paga a toca teja y a precio… ¡Si no… espera y la preparo yo, que tú te vas a manchar la chaqueta! – y arrancó a andar hacia la cuadra, que estaba detrás de la casa.

Ernesto se volvió a sentar y ensimismado en las pocas hormigas que ya faenaban, sacó otro cigarrillo y lo prendió con una larga chupada. Expulsó el humo, se levanto y fue a la pileta, le quitó el corcho y dejó que el agua jabonosa corriera entre las hierbecillas que crecían alrededor alimentadas por la continua humedad del sitio y el fuerte abono de las gallinazas. Se agachó después y sacó el jabón medio hundido en el agua.

-¡Cualquier día se deja los huevos por ahí perdidos!- Refunfuñó entre dientes.

Una vez vacía la pileta, volvió a colocar el corcho, abrió el caño y dejó correr el agua durante un rato. Hasta que se llenó como un par de dedos de altura, lo suficiente como para que bebieran las gallinas. Echó la trampilla y dándole otra larga chupada al cigarrillo lo tiró dentro. Expulsó el humo largamente y se dirigió cansinamente hasta el poyete del porche donde se sentó. Miró el reloj y compuso una mueca de fastidio. Eran las doce.

Una mañana de invierno, cuando la escuela,  se levantaron para que su madre los llevara y se encontraron el campo blanco de escarcha, el cielo azul cian, casi venenoso y el abrevadero con un cristal de hielo encima. Era raro porque allí nunca helaba. Se ve que aquello fue una ola de frío polar que llegó hasta el mismo norte de África. Ya no volvieron a verlo nunca más de esa manera. Pero la madre, aquella mañana les perdonó el colegio y estuvieron jugando con el agua congelada.

Riendo mientras veían a las gallinas resbalarse encima de la pileta.

Tuvo su padre que romper la capa de arriba para tirar de la compuerta y dejar caer el agua sobre el hielo del bebedero hasta fundirlo para que pudieran beber.

De resultas de aquello Ernesto cogió las anginas. Tenía la garganta endeble.

Cuando salió Macario, ya estaba la burra dispuesta, diez o doce melones descansaban en los fondos de cada capacha del serón, los cuatro cartones de huevos sobre los melones del seno  de la derecha y el saco de pimientos secos en el otro. Ernesto la sujetaba del ronzal de largo mientras ella ramoneaba las yerbas del abrevadero.

Varios tábanos repetían una y otra vez las acrobacias sobre las ancas del animal evitando los rabotazos de éste.

-Comprad tres o cuatro cubos de plástico de los grandes; y a ver si el Hermenegildo tiene sillas de anea y os traéis dos. Vino, echad una garrafa y ya… lo que veáis de ropa ¡Ah!, las chanclas que no se olviden, traeros dos pares. Y tabaco- les recomendó el padre.

Las siete u ocho palomas zuritas que se habían parado entre los terrones recién cavados buscando lombrices, provocaron un repentino estruendo de alas al levantarse de golpe, cuando apareció el padre jaleando las gallinas en dirección a la entrada del huertucho. Después de planear sobre la casa dejando un reguero de sombras, cruzaron la alameda y se dejaron caer en una suave loma que verdeaba a lo lejos.

Iba vestido Macario con unos zapatos negros con la suela de goma del mismo color, unos pantalones grises de tergal, la camisa blanca con los tres primeros botones de la pechera abiertos; y una chaqueta compañera a los pantalones terciada en el antebrazo. Las mangas, por supuesto bajadas y abrochadas a pesar del calor.

Se acercó a la burra y echó la chaqueta sobre los cartones de huevos

-¡Pon la tuya también aquí encima! ¿Para qué la vas a llevar acuestas?… ¿Has echado la talega de la cebada? –Le preguntó a Ernesto – No sea que luego se nos haga tarde y haya que dormir en el pueblo. Ya sabes cómo se pone de triste la burra sin comer.

-No la he echado, pero tienes razón, es mejor llevarla. Queda del sábado pasado. Está más de media. La dejé en la cuadra, al lado de las jáquimas. Ahora cuando pasemos la echamos… Sí, no vaya a ser que se alargue la cosa y, aunque todavía hay yerba en el campo ¿quién se acuerda luego de sacarla al pasto? Al niño de la Peñasca no le hace caso la Paloma.

-¡Hasta luego, padre!-dijeron los dos casi al unísono levantando las manos

-¿Venís a la noche?- Les preguntó el padre desde la puerta del huerto

– No sé – dijo Ernesto- Según se tercie. Si para las ocho no estamos aquí, lo más seguro es que nos quedemos en lo del Hermenegildo y ya… nos venimos mañana. No se olvide usted de cerrar la puerta del corral que he visto cinco o seis zorros por el cerro venteando y eso es que han olido la camada nueva en las conejeras.

-¿Por qué no echáis un par de gazapos para la Casia?-les preguntó el padre.

-¡Cójalos usted mismo mientras yo voy a por el pienso para la burra!-le sugirió Macario.

La Casia, la mujer del Hermenegildo, casi nunca les quería cobrar por dormir en la fonda, y le gustaban los andrajos con conejos caseros porque los de cacería, decía que estaban muy correosos. 

Asomó el padre amarrando por las patas traseras a  dos de los conejos grises de casi kilo y medio  cada uno de la anterior camada, que lomo contra lomo se resistían convulsamente a tan forzada intimidad y a la desacostumbrada posición vertical. Con la habilidad que da la mucha experiencia en el manejo de estos animales enlazó fuertemente a una mano con un cordel las cuatro patas y los metió en un saco de yute vacío que traía bajo el brazo, lo amarró por la boca y sin muchos miramientos lo arrojó sobre el lomo del serón. Completó la operación atándolo a un cabo de cuerda que estaba anudada para estos fines a uno de los bordes del cabecero de la albarda y a renglón seguido, le pasó la mano suavemente por las ancas a la burra al tiempo que le decía –¡No te atortoles, Paloma, que son solo conejos!

Diciendo esto asomaron los dos hermanos. Macario  llevando, amarrada por la boca, una talega con unos cinco o seis kilos de cebada. La colocó delante del saco de los dos gazapos que con la oscuridad se habían quedado quietos.

-¡Soltad la perra cuando salgáis!- les voceó el padre ya a una cierta distancia.

A medida que se iban acercando a la angarilla, la perra empezó a culebrear nerviosamente el espinazo como reflejo y efecto de los increíbles rabotazos que la aproximación de los hermanos provocaba.

-¡¡Quieta, perrilla, quieta!! ¡Jajá!- reía Macario, y acompañando con un bisbiseo una serie de capirotes con los dedos la excitaba aún más hasta hacerla levantar de las patas delanteras; con las traseras intentando avanzar, amenazaba estrangularse por la tensión que el collar ejercía sobre el cuello.

La burra, acostumbrada a esos menesteres, paró unos pasos antes de llegar a la puerta y Ernesto se acercó a la traviesa de madera que hacía de jamba. Liberó la punta del palo, descorrió el entramado de estacas y de alambres  que conformaban la puerta de la angarilla y lo arrastró semienrollado hasta la otra traviesa. Una vez expedito el camino cogió el ronzal que colgaba del cuello de la burra, jaló de ella hacia fuera y, traspasado el límite abierto de la finca, siguió adelante dejando el ronzal de nuevo sobre el cuello de la burra. Se quedó a la rezaga arreando al animal con una suave palmada en las ancas -¡Vamos Paloma! ¡Arre, burra!, ¡Al pueblo!-Cogió una vareta de acebuche de entre un pequeño brazado que había al borde del camino y la siguió a la culata con las manos recogidas a la espalda y la vara bajo el brazo.

Macario mientras, en cuclillas, se dejaba lamer la cara por la perra al tiempo que le acariciaba el lomo y la barriga.

-¡Llámela usted, padre!-le chilló con fuerza una vez que se puso de pie sujetándola por el collar.

-¡Canela, ven aquí- se oyó desde lejos al tiempo que Macario la acariciaba-¡Venga vete con el viejo!- la azuzó soltándole al mismo tiempo el mosquetón que la retenía.

Como un rayo la perrilla desapareció tras una nube de polvo camino de la casa.

Salió y una vez fuera de la finca, encajó Macario el primer palo en su doble apresamiento y quedó la angarilla estirada. Una vez rehecha la inconsistente barrera, apretó el paso y poco a poco se fue acercando a su hermano que detrás de la burra, con la vareta golpeándose suavemente en la espalda caminaba diligente con la mirada puesta en la lejanía.

 

III

-¿Tú crees que padre tuvo la culpa? – dejó flotando Macario un sombrío interrogante entre el monótono crujido de las dobles pisadas sobre los chinarros del camino. Como si aquella pregunta fuera una breve melodía que quisiera acompañar la cadencia de los pasos y tendiera un puente entre el silencio compacto de los dos hermanos. Cuando ya parecía que el eco de las palabras se había quedado atrás, absorbido por  las sombras que se arrastraban a sus espaldas…Ernesto, cabeceó mansamente:

– Ya lo hemos hablado mil veces, Macario ¡No, no… no fue padre, fue el dinero! Mejor dicho la falta de dinero. O a lo mejor… la desgana. ¡Qué sé yo! ¿Padre qué hubiera querido?  Además… madre se negó a ir al médico…que “si no es nada”, que “si yo me quito esto con miel y aceite”…hasta que fue demasiado tarde. 

Macario calló y no dijo nada. Se agachó, cogió una lasca plana de la orilla del camino, y con cierta indolencia, la voleó contra los puntos azulones, reflejos tornasolados, de ocho o diez tordos que con su plumaje pintaban el prado; al advertir éstos el violento movimiento del brazo, se levantaron  en tropel de la alfombra verde y, antes de que llegara la piedra, como una explosión de plumas azabaches, desaparecieron mimetizados entre las temblorosas hojas de los álamos.

En aquel mismo prado.

Corría el mil ochocientos once y el invierno estaba enfangándolo todo de agua y frío. Por aquel sendero, para evitar otros más transitados, subía un batallón francés de las tropas de Napoleón que iban a reforzar el cerco a Cádiz. El guerrillero José Aguilar los venía siguiendo desde Benaocazcon una partida de treinta hombres. Todavía no se habían hecho visibles.  

Esperaron, al caer la tarde, a que se aposentaran en el prado, junto al río. Allí pasarían la noche, porque la luna estaba tapada por un grueso manto de nubes y la marcha era imposible. No levantaron tiendas ni encendieron fogatas por no llamar la atención. Pero esas medidas eran simples protocolos sin efecto práctico, mera estrategia militar que en aquella situación parecía inútil, ya que la guerra de guerrillas se atenía a otros métodos para los que el ejército imperial no estaba preparado.

A los catorce centinelas que cubrían el radio externo del improvisado campamento les cegaron la voz y la vida con un degüello a navaja, limpio y veloz. Y a un eco multiplicado del canto del búho se armó tal tolvanera de tiros que a la mañana siguiente el llano parecía el desastroso naufragio de una galera. Más de trescientos cadáveres uniformados se esparcían por la orilla del regato junto a la alameda y salpicados de poco a poco, llegaban hasta los terrenos que ahora eran de la Crujía a donde habían caído en su intento por huir de la matanza. Parecían flotar sobre aquella tierra viscosa de lluvia y sangre. No quedó ni un soldado. De los guerrilleros tan solo uno resultó herido en el hombro, y fue por el disparo de un compañero al que se le escapó el fogonazo del trabuco. Aquellos hijos invencibles del sueño de un visionario yacían ahora devorados por las insaciables fauces de la realidad.

Seis guerrilleros, con varias andanadas de pólvora y el pepinazo de un cañón medio casero que hacía más ruido que daño, les habían llamado la atención desde la otra orilla del río. Cuando estaban preparándose los franceses para repeler la agresión, les entraron por la espalda a trabucazos y a los supervivientes, más tarde, fueron pasados a cuchillo.

¡Ay, los arroyos: escrituras del agua dónde los ancestros no paran de actualizarse!

La alameda, a una distancia aproximada de unos cuarenta metros a la derecha, iba trinando su algarabía de pájaros y hojas, acompañando el polvoriento camino hasta el pueblo. De vez en cuando desaparecía como si estuviera desdentada, para reaparecer en cualquiera de los recodos del regato de míseras aguas que había dejado atrás La Crujía y que mucho más abajo, a unos cuatro kilómetros, desangrado por dos o tres caces, cruzaba el pueblo ya casi seco, haciendo inútil un puentecillo de piedra de un ojo que habían hecho los romanos cuando las aguas eran más y los riegos menos. Ahora parecía estar siempre a la espera de las lluvias otoñales escasas pero salvadoras.    

Unas nubecillas blancas, como deshilachadas pacas de algodón, aparecían a lo lejos en los confines del horizonte de unos cerros dibujados apenas  en el difuminado verde oscuro de las coníferas y el chaparral.

-Es que no se me va de la cabeza ¿cuántos años hace ya de lo de madre, ocho o nueve?

– Nueve, Macario, nueve. Además a padre le hacía más falta que a nosotros ¿a saber cómo se consuela sin una mujer?

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