NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

CAPÍTULO 1: ADONDE EL CORAZÓN SE INCLINA, EL PIE CAMINA

Un arrogante pezón asomaba por un roto de la bata desvencijada. Quizá que hubiera sido puta, como luego me enteré, le daba privilegios morales a la hora de llevar o no algo debajo de la bata, que en sus buenos días debió de ser de discretos cuadros azules y grises. Yo traté de seguir el protocolo, pero es que el aire subía y bajaba por su aparato respiratorio cual si fuera recorriendo un laberinto forrado con papel de lija, y entre las frases musicales que emitían sus pulmones y el pezón sobresaliente me había trabado después de los buenos días. El pezón magnético se coló para adentro con el movimiento que se produjo cuando la señora metió las manotas en los bolsillos de la bata. Aliviado y determinado a cumplir mi deber, le lancé una de mis características preguntas incisivas «¿le gusta a usted la novela negra o es más de novela pseudohistórica?» Antes de cerrar la puerta, la señora me obsequió con una vaharada de sudor añejo proveniente de la axila derecha, liberada de la brutal presión del brazote que levantó para darme con la puerta en mis perfumadas narices. Aún me dio tiempo a soltar un rapidísimo «que tenga usted un buen día».

Tal como había sido instruido en el curso preparatorio del que me había empapado hasta la última coma, y teniendo siempre presentes las sabias recomendaciones del profesor, quien el  primer día repitió por diez veces que si nos fijábamos bien y nos grabábamos en la cabeza todo lo que iba a decirnos el trabajo iría sobre ruedas, allí estaba yo, siguiendo punto por punto el protocolo. Respiré hondo, repasé posibles errores y fallos cometidos en mi primera actuación, hice propósito de enmienda y me lancé con confianza recuperada a la puerta de enfrente. Esperé un tiempo prudencial que fue el que medió entre el timbrazo y la sensación, tal vez cierta, tal vez fruto de mis nervios alterados por el primer fracaso, de que la señora del 1ºA estaría riéndose a mis espaldas. Pensé en insistir. Sin embargo, en el último momento cambié de idea. Mejor subir al piso de arriba con mi dignidad de comisionista puerta a puerta casi intacta.

Por cambiar la suerte, cambié de mano. En el 2ºB obtuve la misma respuesta que en el 1ºA. Nadie salió a recibir las interesantes explicaciones que tenía preparadas para facilitar la elección del libro adecuado a cada ocasión y a cada lector. El silencio de ese edificio empezaba a hacer mella en mis nervios. ¿Era la señora asmática la única habitante del inmueble? No podía ser que tuviera tan mala suerte. Me acerqué al 2ºA. El timbre tenía sonido de campanita. Eso era una buena señal. Una mente avispada sabe que un sonido de campanita en una vivienda denota calor de hogar, una cierta búsqueda de prestigio en la comunidad, un deseo de agradar al visitante. «Aja», me dije, «tomaré apunte mental para sentar de culo a mis compañeros del grupo sector oeste en la próxima reunión». Pasaron sesenta y cinco segundos controlados por el reloj digital recientemente adquirido por mi persona a los efectos de mostrar profesionalidad. La compra fue realizada en el centro comercial más renombrado de la zona; el vendedor fue un joven, apostado en uno de los pasillos del centro comercial, que sin duda pasaba por malos momentos -el joven y puede que también el centro comercial-. Mi idea al adquirir ese bien por la tercera o cuarta parte del precio que se mostraba en los escaparates de las joyerías del centro comercial, no fue, como pudiera pensar alguno, ni por un momento, aprovechar la desesperada situación económica y vital que alegó el jovencito para tener que desprenderse de ese reloj de magnífica marca helvética, sino por encima de todo, hacer un favor a esa persona que, según me contó, necesitaba viajar urgentemente a Córdoba y carecía tanto de tarjeta de crédito como de efectivo, motivo por el cual se deshacía del regalo que su querido papá le había hecho en su último cumpleaños. La transacción comercial permitiría al joven desdichado visitar la hermosa ciudad de los califas; mi muñeca izquierda, a cambio, se equipararía a las de mis ya colegas en la prometedora profesión recién inaugurada.

Curiosamente, en el curso no habían mencionado la forma correcta de proceder cuando tras el primer timbrazo no acudía nadie a abrir la puerta, así que, dispuesto a no admitir otro silencio sepulcral por respuesta, tomé por mí mismo la decisión de insistir con el dingdong mientras preparaba una cuidada disculpa por la impertinencia. Tras setenta y dos segundos de espera en posición de firmes, pegué la oreja a la puerta y claramente percibí que al otro lado no había nadie.

Mi ser se debatía entre liarme a patadas con todo o sentarme a llorar. No tenía pañuelo para secarme así que opté por liarme a patadas. Al segundo empellón se abrió la puerta del 2ºB y una cabecita provista de ojazos y sonrisa tristona asomó por la rendija.

—¿Qué haces? —preguntó con una vocecilla cantarina.

Yo le empecé a contar que estaba dentro del grupo del sector oeste de la gran empresa La Esfera Literaria. Que tenía que vender al menos cuatro libros para que me pagaran la comisión correspondiente. Que había gastado todo lo que me quedaba para vivir el resto de mi vida en un curso en el que prometían un futuro brillante para los jóvenes emprendedores y seguros de sí mismos. Que sólo había conseguido hablar con una vieja apestosa que me había atufado y no me había dejado abrir la boca. Que los zapatos que me había dejado mi primo me estaban machacando los pies. Que no podía llorar porque no tenía pañuelo.

—Dios da braga a quien no tiene culo —sentenció la joven de los ojazos.

Como no hacía intención de cerrar la puerta, recuperé mi yo profesional después del desahogo propio de la inexperiencia.

—¿Estaría usted interesada en echar un vistazo al catálogo actualizado?

—Vale, pero no te voy a comprar nada —me dijo dejando entrever unos dientes bastante blancos y bastante grandes para estar metidos dentro de esa carucha tan pequeña. Bajó la voz y entreabrió los labios delgaditos—. Me los bajo de Internet.

—Bueno —contesté—. Al menos me dará una opinión claramente ajena a la empresa.

La joven, dos años mayor que yo como luego supe, abrió la puerta y me invitó a entrar a su hogar. La seguí por el pasillo asombrado de que esas piernas tan flacas sostuvieran una estructura móvil de un metro y setenta y cinco o setenta y seis centímetros, que se deslizaba por el pasillo como por una pista de baile sin apenas rozar el piso.

Me indicó una preciosa butaca de mimbre con cojines floreados como asiento, y ella se acomodó en una butaca similar recogiendo las piernas en una postura que luego intenté repetir en la intimidad de mi hogar sin conseguirlo ni de lejos.

—¡Eh, tú! —dijo—. ¡Despierta y suelta el rollo que tengo cosas que hacer!

Yo hasta entonces no había conocido el amor. Ella no era consciente de ese detalle esencial de mi peripecia vital. Yo tampoco. Y, debido a mi falta de conocimiento de los síntomas que acarrea el flechazo, no pude rehacerme de los calambrazos que empezaron a recorrerme la espina dorsal y de la taquicardia galopante. No sabía si me encontraba presenciando mi propia muerte y, lamentando la impresión que esto pueda causar, mi mayor pesar en esos momentos catastróficos era haber pagado por adelantado el curso que tan poca rentabilidad me iba a dar a la vista de mi muerte cercana y prematura. Aun muriéndome entreoí a la causante de mi agonía.

—Oye, perdona. No he ido a trabajar porque me duele la cabeza como si me estuvieran taladrando el cráneo. He abierto el portal porque creía que eras un vecino. Te he dejado entrar a casa porque te veía capaz de lanzarte por el hueco del ascensor. Pero que te quedes en estado catatónico en mi salón es la gota que colma el vaso. ¡¡¡Largo!!!

Me acompañó amablemente hasta la puerta y, aunque me privó del placer de mirarla, me compensó con la presión de sus manos en mi espalda según fue empujándome por el camino de vuelta del paraíso.

Antes de que cerrara la puerta, dudé entre arrodillarme ante ella pidiendo clemencia o volver en mí y decir un sobrio «adiós, buenos días». Después de que la cerrara, me prometí ejercitar la velocidad de reflejos si los dioses me daban otra oportunidad de volver al paraíso.

CAPÍTULO 2: MADRE E HIJA CABEN EN UNA CAMISA

Subí al tercer piso por las escaleras y seguí subiendo hasta el cuarto por dar tiempo a mi corazón malherido a aceptar que probablemente acababa de perder al amor de su vida. Y aunque en lastimosas condiciones anímicas, llamé al timbre del 4ºA porque no podía seguir huyendo hacia arriba al no haber más pisos.

—¿Quién es? —preguntó un hilillo de voz de mujer a través de la puerta.

—Buenos días, señora, soy representante de La Esfera Literaria y vengo a ofrecerle las novedades editoriales más punteras del momento —dije del tirón y sin mucho fuelle.

La profesión se me estaba atragantando dos horas después de haberla estrenado. Ya no quería sonreír a esa señora que me miraba con hociquillo de conejo. Necesitaba un tiempo de descompresión. Mis ojos tenían delante a un adefesio que portaba unas imponentes gafas de miope escogidas con verdadera crueldad, ya que, además de empequeñecer los ojos que por fuerza tenían que ser pequeños de suyo, la obligaban a la buena señora a arrugar la nariz cada dos segundos para que no se cayeran. Llevaba unos vaqueros con la camisa metida por dentro, lo que ocasionaba un descontrol de michelines abollonando la camisa por doquier. También abollonaba la camisa una chepita que acarreaba a la espalda.

—¿Quién es? —preguntó una voz cascada desde lo profundo de la casa.

—Es mi madre —me dijo la señora en un susurro y añadió a la explicación una risita llena de íes y de hociquito torcido. Y luego en voz alta contestó a su madre—. Es un chico muy guapo que quiere vendernos libros, mamá.

—Pues cierra la puerta y que se vaya con viento fresco que no queremos nada.

Ante la amable respuesta de la anciana madre yo hice intención de marcharme. La señora me enganchó por la manga de la chaqueta y con un gesto que mostraba bastante desapego hacia su progenitora me hizo pasar y se llevó el dedo índice primero al hociquito y luego a la sien,  punto en el que con su dedo realizó unos ejercicios de rotación sobre sí mismo.

Inevitablemente, cuando amable y zalamera me invitó entre susurros a tomar asiento a la vez que palmeaba  con mano artrósica la segunda plaza de un sofá para dos, obligándome por la cercanía a admirarla en todo su esplendor, empecé a jugar un maldito juego de encuentra las cien mil diferencias. Mi profesionalidad se vio de nuevo postergada. Y di en pensar que el ser humano es muy ingrato. Bueno, sobre todo el ser humano representado por mí mismo. Esa pobre señora estaba ahí pasando las hojas de los catálogos con todo el interés del mundo. Esa señora a la que yo estaba robando un tiempo precioso para atender a su mamá querida mientras mentalmente la detestaba por fea, con ese pelo ralo, fosquillo y medio teñido, rodeando la cara asimétrica en la que las gafotas eran absolutas protagonistas.

—¿En qué más casas has estado, guapo? —me preguntó en un susurro.

—Este es el primer portal al que entro hoy.

Añadí el «hoy» en el último momento. No fuera a creer la buena mujer que se encontraba ante un inexperto novato intentando vender algo por primera vez en su vida. Anoté esa jugada maestra, ejemplo de perspicacia comercial, para mi reunión de sector.

—¿Pero has vendido algo a mis vecinos? —insistió la señora.

Me hablaba tan al oído que me hacía cosquillas. Diagnostiqué que sufría de malas digestiones, que le gustaba el café, que fumaba y que debía pedir cita al dentista urgentemente.

—¿Qué me recomiendas, guapo? ¿Vendrías a traerme tú los libros que pidiera? —me preguntó con algo que creí interpretar como coquetería.

—Por supuesto, señora, tenga en cuenta que yo soy el encargado de esta zona.

—Ay, qué gracioso.

La pobre señora debía de estar un poco despistada con tanto libro y ya no controlaba sus movimientos. La mano con la que pasaba las hojas, descansaba plácidamente, cuando carecía de la función pasante, sobre mi muslo. Ni él ni yo reaccionábamos por no molestar a tan amable dama que de seguro se habría llevado un disgusto si le hacemos ver mi muslo y yo que estaba invadiendo nuestro espacio vital. Así que agradecí oír de nuevo a la madre.

—Chusina, ven.

—Ahora voy, mami —contestó con desgana la tal Chusina sin intención de mover ninguna parte de su cuerpo de donde estaba.

—Chusina, que me cago —gritó con rabia la mamá, logrando que en el desangelado rostro de la señora al parecer llamada Chusina apareciera tal llamarada de odio que me conmovió.

—Si quiere vuelvo más tarde —le sugerí con mi mejor estilo caballeresco.

No le dio tiempo a responder. En la puerta del salón apareció un espantajo con camisón. Sólo me fijé en su camisón azul celeste que colgaba de los hombros como si por dentro estuviera hueco; y en lo que se supone que era el cabello, una especie de revoltijo estropajoso color gris rata.

—¿Qué estás haciendo, perdida? —preguntó la señora madre a su señora hija.

Yo me levanté, recuperé mi muslo, mis folletos e intenté recomponer mi figura de vendedor de primera dispuesto a ofrecer mis productos incluso a una vieja que claramente había hecho lo ya anunciado. Pero la señora Chusina arrancó a llorar y yo consideré que ya no pintaba nada entre esas dos damas, que, indudablemente a causa de una situación extrema que yo no era capaz de determinar, se estaban poniendo de vuelta y media. Debo reconocer que escapé como pude aunque la señora Chusina se empeñaba en agarrarme de donde pillara. Gracias a la artrosis no hacía presa con seguridad, de modo que mal que bien alcancé la puerta sin más deterioro que algunos arañazos.

CAPÍTULO 3: NO HAY DÍA SIN ACEDÍA

No me quedaba memoria interna suficiente para tomar nota de todas las dudas que esta ocupación, que había sido ofertada mediante profuso anuncio publicitario en los medios más visitados por personas ambiciosas en busca de un trabajo creativo, de gran prestigio, excelentes retribuciones, me estaba generando en el preciso momento en el que la estaba poniendo en práctica.

No obstante, y recordando una de las máximas del profesor del curso, de cuyas capacidades  había momentos en que antipáticamente empezaba a dudar, resistí para ganar, seguí para conseguir. Vamos, que llamé al 4ºB, con la esperanza, apoyada en la  candidez de mi  juventud, de que me abriera un ser humano convencional, con cierto afán consumista, que me comprara los libros necesarios para que pudiera irme a mi habitación alquilada con vistas a un patio interior donde poder descansar y disfrutar de haber cumplido mi jornada de trabajo con un resultado altamente positivo.

Mi deseo se cumplió a medias. Salió a recibirme un ser, convencional quizás, pero no consumista ni comprador: un  perro. No sé mediante qué artilugio la puerta se abrió. Estaba casi seguro de que no la habría abierto el perro, pero sí fue él al que me encontré al abrirse la puerta. Nos quedamos los dos mirándonos, yo más desconcertado que él porque él jugaba con ventaja. Él, en su actitud perruna se quedó plantado en sus cuatro patas sin mover un solo músculo y con la adivinada intención de permanecer así el tiempo que fuera necesario. Yo, habiendo sopesado el tamaño, musculatura, y un ligero envaramiento de los recios pelos que recorrían su columna vertebral, consideré que, a pesar de estar en desventaja al carecer del soporte de dos puntos de apoyo más, iba a romper el récord mundial de estarse quietecito. Tampoco me pareció oportuno emitir sonido alguno, deseando que a mi interlocutor no le causara decepción que no le acompañara en una especie de mantra gutural apenas perceptible pero desasosegante.

Y en esas estábamos cuando una voz salvadora emergió de los abismos de la casa.

—¿Quién es, Perla?

Me quedé esperando a que mi recepcionista diera fe de mí y de mis buenas intenciones. Pero visto que la tal Perla seguía impasible, me atreví a contestar por ella.

—Buenos días, soy representante de La Esfera Literaria y vengo a ofrecerle las novedades editoriales.

No hubo respuesta. O, si la hubo, no la oí porque un grito aterrador lo llenó todo. Se extendió desde un lugar indeterminado de los pisos de abajo. Penetró por mis oídos y hasta por mi piel. La tal Perla, que mostró su verdadera cara, se lanzó en estampida a refugiarse en el interior de su casa. Fue en lo único que pensé durante un tiempo impreciso que transcurrió desde el grito ya calificado como aterrador y el bofetón seguido de un «¡Espabila, coño!»

Ese señor, más bajo que yo, con pelo entre blanco y gris cortado a cepillo, estructura ósea y muscular bien consistente y unas manos que doblaban en tamaño a las mías me arreó un bofetón. Puede decirse que fue el bofetón por antonomasia. Un bofetón que de haber sido recibido a tiempo por el que a esas alturas ya era un cadáver, le habría devuelto la vida.

Volví en mi no sólo por lo ya recibido sino también por la amenaza de recibir otro tanto en el lado derecho de mi cara. Tanto temor por la apacible Perla, cuando el peligroso era su amo. El señor de las manos hercúleas vestía camiseta de propaganda de un taller mecánico, con lamparones diversos pero ninguno propio del establecimiento que publicitaba. Me enganchó del brazo y yo me dejé llevar mansamente.

—Vamos a ver qué pasa. Tú quédate aquí.

Al primer tirón entendí que desafortunadamente no era yo el que se quedaba sino la perra. Bajamos piso por piso por las escaleras. De los terceros pasamos de largo porque estaban desocupados y a la venta, según dijo mi cicerone y además el grito venía de más abajo. Debo decir que acompañado del hombre que llevaba al lado, a pesar de que renqueaba un poco, me sentía seguro. Comprendí en ese momento la sensación tan placentera de esos poderosos rodeados de guardaespaldas. Yo iba con un amateur, uno solo y, a pesar de que tenía el vello de punta por la impresión del alarido, me iba notando más poderoso a cada escalón que bajábamos. Llegamos hasta el portal sin que en el recorrido nada pareciera diferente a cuando había pasado yo por allí un rato antes.  

Consideré que mi función tanto profesional como humanitaria había llegado a su fin en ese edificio y así se lo manifesté a mi acompañante guardaespaldas.

—Vamos a picar las puertas —dijo a modo de contestación a mi súplica.

Le creía capaz de tirar abajo todas las puertas del edificio. Quizá fue por eso por lo que no rechisté. Di por perdida toda esperanza de decisión autónoma mientras anduviera en compañía de mi nuevo y convincente amigo del que ni siquiera sabía el nombre ni lo que se proponía hacer.

Quedó claro que sus problemas de cadera o de espalda o de lo que fuera le causaban cierta dificultad para bajar escaleras, no así para subirlas, de dos en dos y empujando con la manaza mi espalda. Y así, en esa especie de telesilla llegué al primer piso. De nuevo estaba ante la puerta de la giganta,  con todo mi aparataje de profesional de la venta a domicilio, mi cartera recibida como colofón del curso, mis zapatos prestados, mi único traje, mi reloj querido.  

—Vamos pica que es «pa» hoy —me sugirió mi compañero de pesquisas señalando con su dedazo el timbre.

Comprendí que, para mi fortuna, no íbamos a derribar puertas por el momento. Mi civilizada tarea consistía en pulsar el timbre. Cumplí mi misión y llamé al  1ºA mientras mi ya amigo de toda la vida pulsaba el timbre del 1ºB.  La puerta del 1º A se abrió y de nuevo apareció, llenando casi todo el hueco, la señora de la bata indiscreta. Me miró amenazadoramente y yo me hice a un  lado para que la mirada le llegara al causante de mi mala acción. Quien a pesar de que, como la mayoría de sus congéneres, mantenía el órgano de la visión en la parte frontal de su anatomía, debió de percibir la ráfaga amenazante y volvió el corpachón con una ligereza que para sí quisieran algunos deportistas de élite.

—¿Qué hay Mercedes? —dijo mi desde entonces héroe—. ¿No sabrá si está la Brezo, no?

—La Brezo hasta la noche, nada —contestó  con su habitual simpatía Mercedes, bueno, señora Mercedes para mí.

—Andamos buscando el chaval y yo a ver qué han sido esos gritos.

—¿Este es hijo suyo? No sabía. Yo he asomado a ver y no he visto nada, así que me he metido para dentro que a mí no se me ha perdido nada fuera de mi casa.

Con estas palabras la señora Mercedes dio por concluida la reunión y cerró la puerta. Me sentí bastante aliviado de saber que la amabilidad de la señora Mercedes se repartía por igual entre conocidos y desconocidos. Así se lo hice saber a mi compañero de fatigas.

—Si hubieras estado aguantando encima -o debajo que ahí no me meto- a borrachos salidos durante cuarenta años, ya me contarías tú lo simpático que serías, no te jode.

Teniendo presente lo alabada que ha sido siempre mi prudencia y a fin de seguir manteniendo ésta a la altura, opté por no hurgar en la vida privada o más bien pública de la señora Mercedes.

CAPÍTULO 4: DONDE HAY AMOR, HAY DOLOR

Estaba recorriendo de nuevo el tramo de escalera que llevaba al 2º piso. Allí donde habitaba mi único amor. Y cada peldaño que subía -el ímpetu de mi acompañante se había por fin rebajado y me permitía subir de uno en uno los escalones-, el peso de la culpa iba empequeñeciendo el poco orgullo que había conseguido acumular en mi vida. La que hacía unos minutos había obnubilado mi ser, la que me había causado la sensación más dulcemente dolorosa de mi vida podía estar malherida o muerta y yo, como el cretino que nunca creí que pudiera llegar a ser, sólo había querido irme a casa a quitarme los zapatos. Si acaso seguía viva, ya no podría mirarla a la cara. Ya le había sido infiel.

En el segundo tramo de escalera me alivió la idea, quizá un poco extravagante, de que un alarido tan horripilante no podía haber sido emitido por un ser tan armonioso como mi único amor eterno. Me agarré a ese clavo ardiendo para poder hacer frente a la tarea, tantas veces anodina, y tan inquietante en ese momento: pulsé el timbre.

—No estará, que trabaja por las mañanas —dijo mi anónimo acompañante.

—Sí, sí que está que antes me ha abierto —le contesté sintiendo que un ataque de nervios se estaba apoderando de mí. ¿Por qué no abría de una vez?

El energúmeno de la camiseta sucia se estaba empeñando en desalojarme de la puerta de mi amada.

—Que te he dicho que trabaja por las mañanas, que te he dicho que trabaja por las mañanas. Vámonos. Suelta el timbre que lo vas a quemar.

El cansino soniquete que añadía a sus falsas afirmaciones me dio fuerzas para agarrarme al tirador de la puerta mientras el otro tirador iba a conseguir, sin duda, descoyuntarme el brazo.

—Que está en casa, que antes he hablado con ella. Hágame caso, por favor —supliqué al fornido vecino del 4ºB—. No podemos abandonarla.

—Quita de ahí —dijo al tiempo que me apartaba con un manotazo que sentí, quizás influido por mi estado emocional, amigable.

Dio un empellón a la puerta con el hombro derecho. La puerta retembló pero siguió firme en su función de separar el interior del exterior. Me acerqué para emular la acción de mi maestro con la esperanza de obtener mejor resultado.

—Quita de ahí —repitió mi  instructor en el arte de tirar puertas abajo.

Me aparté lo justo para que la patada voladora no me partiera en dos mitades que podrían haber sido exactas dada la pericia demostrada por mi colega del alma. La cerradura por fin cedió. Temía que el antiguo paraíso se hubiera convertido en un infierno. El silencio en el piso era total. Al menos, todo continuaba en orden pero mi adorada no aparecía. Mi colega me ordenó silencio con un gesto mudo al tiempo que él tropezaba con una silla de la cocina. La gran admiración que había florecido en mí hacia el portentoso abridor de puertas se desinfló ligeramente ante ese gesto. ¿Es que acaso se creía con derecho a exigirme silencio después del estruendo acumulado con su patadón más la palabrota de acompañamiento añadida? ¿Quién había tropezado con la silla? Olvidé la afrenta ante la perspectiva de encontrar a la más maravillosa de las criaturas por mí contempladas en un estado calamitoso o más seguramente muerta de muerte dolorosísima. Avanzamos pasillo adelante y apreté con mano temblorosa el pomo de la puerta de la habitación que nos quedaba por revisar.  Gracias al haz de luz que dejé entrar al abrir la puerta, creí vislumbrar un ligero abultamiento dentro del edredón que cubría la cama. Me quedé paralizado un instante eterno que acabó con el empujón del tipo que iba conmigo.

—Enciende la luz, «pasmao».

Palpé la pared hasta dar con el interruptor. Ella, mi malhadada princesa, yacía en la cama cubierta con funda nórdica de florecillas. Ya sabía que le gustaban los estampados floreados pero me temía que de poco servía ya saber sus gustos. Avancé hacia ella con el corazón próximo a estallar. Sólo le veía la parte posterior de su linda cabecita porque estaba (o la habían colocado) con la cara vuelta al lado contrario a la puerta. Mi corazón dio otro vuelco al darme cuenta de la cinta elástica que recorría horizontalmente su cabeza. Llevaba puesto un antifaz. Las más horribles imágenes iban atropellándose en mi imaginación. Me lancé hacia el cuerpo yacente para comprobar de una vez la realidad de las terribles sospechas. El cadáver de mi futurible amor eterno era tan hermoso a mis ojos llorosos como cuando estaba lleno de vida.

No pude evitar rebuscar dentro de la funda nórdica una mano adorable para dejar en ella un beso como ofrenda. En el preciso instante en que tiré ligeramente de la ropa para descubrir la mano, ésta se movió y con ella todo el organismo del que la mano formaba parte. Y la mano levantó el antifaz que quedó a media altura de la frente. Y el tronco adoptó una postura vertical como movido por un resorte. Y dos ojos más grandes que lo que ya eran de suyo me miraron con lo que me pareció que eran dos signos de interrogación en la pupila.

—¡La madre que me parió! ¿Tú otra vez? ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?

Se sacó con pericia unos tapones, no podría asegurar si de cera o de silicona dada la emoción del momento, a fin de no perder una sílaba de las explicaciones que sin duda esperaba de mí. Pero yo no era capaz de sacar una palabra medianamente inteligible a través de mi órgano fonador y mi ex-amigo, el gran cobarde, había reculado porque cuando me giré buscando su apoyo de hombre de mundo y rompedor de cerraduras de puertas ajenas de mujeres adoradas por jóvenes retraídos, supe que me había dejado solo. Las preguntas se iban amontonando, con todas las “w” del periodismo clásico y alguna más. Y yo sólo quería decirle, y no podía, que al fin y al cabo yo era su príncipe que la había salvado de la muerte con un beso que no había llegado a darle.

—O me explicas con pelos y señales qué haces aquí, o llamo a la policía. Y te estoy hablando en serio.

Yo la oía y trataba de poner en orden mis pensamientos para poder explicar con claridad qué era lo que me había llevado hasta su cama. Al fin conseguí decir algo.

—Creí que estabas muerta.

Por la cara que puso percibí que no le pareció una respuesta muy coherente.

—Te juro que esto es lo más alucinante que me ha pasado en los treinta y dos años que tengo. Mira qué bien, ya ni me duele la cabeza. Tanto encerrarme en la oscuridad y en silencio absoluto y el que me quita la migraña es un pelamanillas trastornado.

Yo estaba tan feliz de verla viva, de que además tuviera el poder de curarla, de que me llamara algo en diminutivo que siempre implica cariño, que no tenía palabras, sólo sentimientos. Y después de mirarme durante un rato me cogió la mano.

—Ven, anda, que te doy un vaso de agua antes de que te dé un algo.

La seguí por el pasillo con la mano extendida hasta que me di cuenta de que me la había soltado. Recorrimos el conocido camino hacia el salón. A medio camino, en la entrada, ella paró. Miró hacia la puerta. Me miró. Miró hacia la puerta de nuevo. Abrió la boca con la clara intención de reprocharme, seguramente con razón, pero antes de que pudiera hacerlo, el siempre enérgico vecino del 4º hizo una entrada triunfal abriendo de par en par la puerta de entrada y llamando con los nudillos después de haber entrado.

—Bueno, mañana te pondré una cerradura nueva, pero ya puedes cerrar.

—Hombre, vecino, no dudes que cerraré, pero me parece que, visto lo visto, da bastante igual.

Mi adorada criatura, tan armoniosa, era incapaz de albergar en su interior nada parecido a la ira o al rencor. Todo lo tomaba con un estoicismo propio de los seres que están por encima de las pequeñeces del mundo ordinario. Definitivamente, la amaba.

—¿Podrías explicarme tú qué demonios ha pasado para que hayáis entrado en mi casa de esta manera tan… curiosa? Porque de este muchacho no saco nada en limpio, que es más corto que las mangas de un chaleco. Y yo creo que me debéis una explicación, ¿no te parece?

Mi chulapona dijo esto último con las manos en jarras. Me prometí que si tenía otra oportunidad le iba a demostrar que no era ni muchacho, ni corto. Tenía que reflexionar en la manera de demostrárselo pero me dije a mí mismo que lo conseguiría, sobre todo porque esa sería la única manera de que mi amor eterno dejara de tratarme como a un trapillo. Claro que mejor que me tratara así a que no me tratara.

—Pues nada, maja, que hemos oído un grito que ya me extraña que no hayas oído tú y hemos bajado a ver si alguien necesitaba ayuda. Que te diga éste, que ha sonado a algo muy terrible. Y cuando hemos llegado a tu piso, éste que venga que sí que está, que a ver si le ha pasado algo, que yo no me muevo de aquí hasta que abra, vamos, que hasta que no ha abierto no ha parado.

Me daba la impresión que, por algún motivo, mi colega quería hacerme protagonista de la hazaña.  Podía ser para quitarse la responsabilidad del estropicio de la cerradura de la puerta y el desconchón en el marco. Pero también podía ser porque había leído en mis ojos el irrefrenable flechazo que me atravesaba de parte a parte. No creí propio de colegas plantearle mi duda en ese momento, pero me lo anoté para preguntárselo después y así ir aprendiendo las normas no escritas de los colegas.

—Y el grito ese ¿era de hombre o de mujer? —preguntó con gran puntería esa maravillosa mezcla de Afrodita y Atenea.

Dejé responder a Hércules mientras yo me recreaba en el pijama de pantalón rojo con camiseta blanca con ribetes rojos, de manga larga y dibujo de una fresa gigante en la parte delantera, que le sentaba a mi reina la migrañosa como si estuviera preparando una sesión de fotos para una revista de moda.

—No sé —dijo—. Era un grito muy raro.

—¿No habrá sido cosa de mi vecinita la de abajo?

—No, que nos ha dicho la de enfrente que no está.

—Hombre, si ha venido de incógnito, no se habrá dejado ver —dijo con una sonrisa picarona que me mostró otra cualidad más en su insuperable catálogo de cualidades.

—Bueno, bueno —accedió mi compañero de fatigas—. Vamos a volver al 1º. Desde luego el grito vino de bien abajo. De eso no tengo la más mínima duda. Vamos «pa» abajo chaval.

Me empujó ligeramente y yo volví la cara para despedirme y ella me sonrió. Me sonrió a mí. Sólo a mí. Y ya no me importó no haber vendido un solo libro, estar desfallecido por no haber desayunado por los nervios del primer día y tener los pies machacados. Ella me había sonreído con sus labios finitos y sus ojos grandones.

CAPÍTULO 5: QUIEN CON FUEGO JUEGA, SE QUEMA

Llegamos al primer piso. Yo con espíritu renovado y sin enterarme de nada de lo que me iba contando mi quizá celestino. Temiendo que no volviera a tener otra oportunidad, lo paré en seco y le lancé la pregunta.

—¿Por qué ha dicho que la puerta la abrí yo?

Él se sonrió socarronamente y me echó una mirada que me hizo sentir tan transparente como metido en una máquina de rayos X.

—Anda, anda, que no andas nada —fue la respuesta de mi amigo y maestro. Y como tantas veces pasa con los amigos y los maestros, la explicación me supo a poco. A muy poco.

Pulsamos el timbre, primero del modo convencionalmente admitido por la sociedad actual. Pasamos a una pulsación sostenida en el tiempo. Por último golpeamos con los nudillos.

—No vamos a cargarnos otra cerradura sin saber seguro si hay alguien o no, ¿no te parece chaval?

Yo en esos momentos ya casi daba por finalizada mi carrera profesional como vendedor de libros, pero no estaba dispuesto a emprender el oficio de rompedor de cerraduras, así que asentí en silencio, aliviado ante la perspectiva de una próxima liberación por parte de mi retenedor. Volvería, claro que iba a volver, pero sólo y exclusivamente al piso 2ºB, primero para pedirle el número de teléfono o incluso quién sabe si para quedar -si acaso mi diosa era propicia y me concedía una cita-; luego, pasado un tiempo, volvería a esa casa como visitador habitual, como «el que sale con la del 2ºB», que entonces ya dejará de ser la del 2ºB y tendrá un nombre, un nombre bello y armonioso como ella.

Una voz a mi espalda acabó con mis elucubraciones lúdicas y amatorias a la vez que me hizo recapacitar en lo que tantas veces me han reprochado mis progenitores en cuanto a mi predisposición, para ellos casi demoníaca, a dejarme llevar por la imaginación a la menor oportunidad, a -como ellos dicen- tener la cabeza llena de pájaros. Ella, a la que no podía llamar porque no sabía su nombre y no encontraba el momento oportuno para preguntárselo, se había cambiado de ropa y me miraba, bueno, nos miraba con una pizca de suficiencia.

—¿Qué, no abren?

Negamos con la cabeza.

—Dejadme a mí.

Se acercó a la puerta, aplicó la oreja derecha y con la mano se tapó la izquierda.

—Brezo, sé que estás ahí. Abres tú o abro yo, que tengo llave. Y sabes que lo digo en serio.

Entre las dos vecinas debía de existir un código secreto e indescifrable para el resto de los mortales que allí nos encontrábamos y que nos miramos admirados del poder de convicción de ese ser que, sin género de dudas, era un ser superior. A los pocos segundos oímos descorrer un cerrojo y luego las vueltas de la llave en una cerradura. Si había cerrojo por medio, de poco valía una llave que además yo no había visto en ningún momento. Abrió la puerta la joven de nombre vegetal y al pronto se quedó con cara de perplejidad. Yo supuse que no esperaba ver tanta gente.

—¿Qué se les ofrece? —preguntó al parecer repuesta del susto tras dos segundos, con una sonrisa de oreja a oreja y voz aguda de falsete.

—¿Estás bien? —preguntó a su vez mi amor que llevaba la voz cantante del trío—. Es que estos señores han creído escuchar algún tipo de ruido extraño y…

—¿Aquí? —la interrumpió Brezo.

Ya no salieron más palabras de su boca. Empezó a llorar. Lloraba y pedía silencio con una mano, bajándola y subiéndola como si estuviera dirigiendo un coro. Llegué a pensar que las manos de Brezo, pequeñas y blanquísimas y con unas uñas picudas pintadas de rosa, vivían independientes de su dueña. Mientras una pedía un pianísimo, a la otra la sorprendí acariciándole los muslos a su propietaria. Luego cambiaban papeles y la antes acariciadora, volvía a su quehacer de pedir silencio aunque el único sonido que se escuchaba a la puerta del 1ºB eran los pucheros de la magdalena. La mano que antes pedía silencio -o era quizá una especie de solicitud de tiempo muerto-  se perdía en su cabello rubísimo y recorría las ondulaciones, no sé si naturales o tan falsas como el color, de arriba abajo recreándose en cada curva que encontraba en su camino. Esas manos estaban loquitas por su dueña. Empecé a elucubrar si quizá tenía más partes del cuerpo que fueran haciendo su vida por su cuenta. La pobre Brezo debía de estar muy atareada tratando de poner orden a esas manos tan cariñosas que la tocaban con sensualidad de mano ajena. ¿Los ojos lloraban por su cuenta? ¿Compensaban los ojos llorones las manos libidinosas?

Cuando Brezo o sus ojos consideraron que ya estaba bien de llanto, se quedó mirándonos con cara inexpresiva.

—Que pase el doctor —dijo con voz tan serena que llegué a dudar si yo había asistido a lo que había asistido.

Lo cierto es que me miraba a mí de lo que deduje que el doctor era yo, errónea vinculación profesional que achaqué a la cartera recuperada al salir de la morada de mi princesa resucitada. No obstante, sin hacer caso de la invitación y, sobre todo, porque la invitación me olía a que esa mujer cerebralmente fragmentada pretendía hacer uso de mis inexistentes conocimientos médicos, seguí en mi posición de persona que pasaba por ahí, esperando que sus vecinos tomaran la iniciativa.

—Sí, sí, doctor, pase usted —contemporizó el taimado Hércules, que hacía sitio para que pasara y me empujaba mientras sonreía como el hipócrita que era.

Entré por hacer méritos en mi puesto de príncipe consorte y mi primer susto fue que Brezo cerró la puerta en cuanto pasé a sus dominios. Aquella casa olía mal y no metafóricamente. Siendo como era idéntica, en el sentido arquitectónico de la palabra, a la de mi chica, como me atreví a etiquetarla después del ligerísimo toque en el brazo con que me había regalado según entraba, no podía ser más diferente. Si hubiera tenido tiempo, le habría enseñado una magnífica colección de libros de técnicas decorativas, pero los acontecimientos no facilitaron que retomara la principal función que debería haber desempeñado ese día.

Brezo tenía el cuerpo de largura similar a las piernas, no como mi chica, de piernas largas y maravillosas. Andaba con los pies apuntando uno al este y otro al oeste «otros que van por su cuenta» -pensé- y eso unido a que se esforzaba por contonearse a cada paso, hacía de su andar un andar inseguro para mí, me temo que sensual para ella. Se volvió cuando llegamos a la altura de la puerta tras la cual entendí que encontraría el motivo por el que me había elegido.  

Abrió la puerta y se hizo a un lado, cediéndome el privilegio de entrar primero. Reflexioné si sería conveniente para mi desarrollo profesional como vendedor de libros hacerme pasar por médico, al ser ésta una profesión que parece abrir todas las puertas. No me dio tiempo a rematar la reflexión porque ante mí se hizo presente primero la ropa tirada de cualquier modo, un zapato con el que tropecé y una cama con colcha rosa de raso colocada por encima, hecho éste que desentonaba con el desorden imperante. Pero lo que definitivamente fijó mi atención fue la cabeza calva que asomaba ligeramente entre el embozo de la colcha y la almohada, que se había colocado como si al hacer la cama no se hubiera tenido en cuenta que había alguien dentro, salvo por ese ligero hueco.

Miré a mi anfitriona y ella me devolvió una sonrisa que quería ser angelical. Me acerqué a la calva, moví la almohada y, esta vez sin duda alguna, ahí había todos y cada uno de los síntomas de un muerto. Reconozco que perdí la compostura y traté de llegar a la puerta sin las mujeres y los niños primero y sin vergüenza. Pero Brezo me enganchó con sus garras rosadas.

—Sálvelo, doctor. Sólo usted puede salvarlo —dijo la majadera—. Le he dejado un hueco para que respirara mientras buscaba ayuda.

Decididamente Brezo no sólo era una mentecata sino también una mentirosa. Pero yo también había mentido, aunque de modo pasivo, al dejarla creer que era médico. Así que me acerqué a la calva con un recompuesto aire de facultativo competente y por hacer algo, le tomé el pulso al cadáver, frío como un muerto. Se me erizó todo el vello al tocar esa piel de pollo desplumado pero aún tuve el valor de añadir una mentira más.

—No puede hacerse nada por su padre. Yo no traigo certificados de defunción. Tendrá que llamar a quien corresponda.

Y pronunciadas estas frases que yo encontré acertadas, comedidas y sobre todo, justificativas de mi inmediata desaparición de la escena, me dispuse a salir de ese desgraciado hogar. No contaba yo con la otra cara de mi nueva amiga que se abalanzó sobre mí entre gritos tan agudos que me trastocaban el entendimiento y la voluntad, a veces rogando, a veces arañándome, a veces abrazándome y siempre colocándose el peinado después de cada arremetida. Aquel infierno no parecía acabar nunca de modo natural así que, no muy consciente de lo que hacía, le arreé un puñetazo a la hidra pegajosa y aproveché el ambiente de estupor que mi acción reprobable había generado para huir como el gran cobarde que estaba descubriendo ser.

—¿Qué te pasa? ¿Has visto un fantasma? —saludó el hombre visionario a cuyos brazos me arrojé.

—¿Qué te ha hecho esa bruja? —dijo mi chica.

Mi intención de explicar lo que había visto se quedo en intento fallido. La puerta se abrió de nuevo y salió la versión melosa de la arpía, con su sonrisa meliflua y su voz fingida de niña buena.

—Por favor, tenéis que echarme una mano. Yo sola no puedo. Os lo pido por favor. Por lo que más queráis. Por Dios.

Las lágrimas empezaron a rodar sin freno otra vez. Empecé a avergonzarme de haber golpeado a ese ser ahora tan indefenso que rogaba nuestro auxilio tan humildemente. Así que cuando nos pidió entrar de nuevo a su casa, no me negué y detrás entraron los otros dos.

Brezo no nos llevó al dormitorio. Nos condujo a la cocina. Allí nos acomodamos en unas sillas de madera, que desplegó en nuestro honor, alrededor de una mesa cubierta con mantel de plástico. Me tocó estar justo enfrente de la usufructuaria de la vivienda. No quedaba rastro de llanto en ese rostro que ahora de vez en cuando hacía unos pucheros que le impedían, al parecer, hablar. Así que hablé yo.

—Pero, vamos a ver —dije en mala hora—, ¿quién es el muerto?

Ríos y ríos de lágrimas brotaron de nuevo, mientras sus manos la abrazaban con un cariño desusado.

—¿Qué muerto? —preguntaron al unísono mis compañeros de velatorio.

—El que hay en el dormitorio. Un señor calvo —respondí—. Que digo yo que habrá que llamar a alguien.

Brezo reaccionó ante mis palabras y se mostró serena como si las lágrimas fueran algo desconocido para ella.

—No puedo llamar a nadie porque es Mariano.

Esa crucial revelación del nombre del difunto a mí me dejó más bien frío, al no ser partícipe del entramado de relaciones existentes entre los vecinos del inmueble. Supuse, por las expresiones que mostraron mis compañeros, que ellos sí conocían en vida al tal Mariano, que, en contra de mi primera impresión y rememorando ahora el revuelo de ropas en la sala mortuoria, no debía de tener relación paterno-filial con la llorosa Brezo.

—¿Y estás segura de que está muerto? —preguntó el del 4º.

—Sí, sí, que lo ha dicho el señor doctor.

—Vamos a verlo, que a veces los doctores meten la pata.

Nos dirigimos los cuatro de nuevo a visitar al muerto, que seguía en el mismo sitio.

—Sí que está muerto, sí —dijo mi incrédulo compañero.

—Pero Brezo… Brezo… —acertaba sólo a decir mi otras veces aguda oradora amada, mientras movía la cabeza de un lado a otro.

—Perdón por entrometerme, pero ¿sería alguien tan amable de explicarme algo? Aparte de lo evidente, claro —dije yo que estaba empezando a sentirme excluido del grupo, del que como falso doctor consideraba que formaba parte y bastante importante.

—¿Y qué es evidente, eh, eh? —contestó Brezo con clara amenaza de nueva llantina.

—A ver —contestó mi chica—, yo te lo explico, con la condición —y miró a Brezo con cara de pocos amigos—, de que no llores ni digas una sola palabra. ¿De acuerdo, Brezo?

Puede que Brezo calibrara la situación y la ayuda que parecía necesitar no sabía yo exactamente para qué, porque se quedó en estado modosito, sentada en un taburete y recogida sobre sí misma.

—Este señor calvo que ves ahí muerto, vive, o mejor dicho, vivía en el 2ºA. Esta mujer que ves ahí acurrucada —dijo señalando a Brezo— es una imbécil…

Brezo hizo un mohín de protesta que mi chica acalló con un gesto enérgico.

—…Que se cree en la obligación de acostarse con todo el que le dice buenos días. Que, por cierto, eso a mí me daría lo mismo —y ahora la voz adquirió verdadera rabia— si no se empeñara esta cretina en fingir orgasmos de un cuarto de hora a grito pelado… Perdón, perdón, vuelvo al muerto. Este tipo, que ha sido un mal bicho, encima se ha muerto como un alto porcentaje de gente se quiere morir, que ya tiene guasa la cosa, le habrá dado un algo al oír los gritos de la farsante.

Estaba claro que a mi chica le gustaba la expresión «un algo» y que no tenía en mucha estima a sus vecinos. Quizá una mejor insonorización en suelos y paredes en la construcción del inmueble habrían suavizado las relaciones entre ambas vecinas. Pero sabido es que las leyes rapiñadoras del libre mercado suponen llenar los bolsillos de unos a cambio de ofrecer productos de calidad ínfima en relación con lo que el consumidor paga por ellos. Quizá el constructor de ese inmueble debería haber sido conocedor de los problemas que su avaricia causaba entre los vecinos. Puede que no contara con la existencia de una hembra aulladora con capacidades fonadoras cercanas a los ciento cuarenta decibelios.

Ahí estaban los tres alrededor del difunto, cuchicheando entre ellos, quizás como muestra de respeto hacia el muerto pero, sin duda, de desconsideración hacia el vivo que representaba mi persona. Me esforzaba por no ofenderme dada la situación tan trágica que estaban viviendo, con un pobre señor, que por mucho que hubiera sido mal bicho, estaba muerto. Miré mi reloj y les di mentalmente un plazo improrrogable de dos minutos para ignorar mi presencia. Luego había decidido ir ganando posiciones hasta la puerta de salida y desaparecer del todo, ahora que parecía que no contaban conmigo. Pero a los 115 segundos, mi viejo amigo del 4º giró la cabeza y creo que intuyó un amago de fuga.

—Quieto ahí —dijo apuntándome con el dedo índice—. Tú, chiqui —continúo dirigiéndose a mi princesa—. Explícaselo tú que tienes más labia.

Así que en la conferencia vecinal secreta habían llegado a acuerdos en los que yo tenía participación. La tan familiarmente llamada chiqui, diosa para mí, trató de convencerme de que era necesario transportar al difunto hasta su vivienda para que su mujer, a la sazón una bellísima persona, no supiera nunca las circunstancias en que la muerte le había sobrevenido al indigno marido. Insistía mi amada en que la mujer, ahora viuda, no merecía ese golpe y que al muerto ya le daba igual. Además, mantener al cadáver en el lugar del fallecimiento iba a suponer la segura no renovación, si no la denuncia inmediata, del contrato de arrendamiento de la vegetal mujer aulladora, que vivía de alquiler en la vivienda propiedad ganancial del matrimonio ahora roto por fallecimiento del señor calvo. Mis reticencias se vieron anuladas ante la generosidad de mi magnánima reina, que era capaz de mirar por la que le había obligado a pertrecharse de tapones para los oídos.

—Vale —dije— ¿qué queréis que haga?  

—Bueno, venga, pues manos a la obra —dijo el del 4º haciendo ademán de remangarse unas mangas inexistentes.

El fortachón vecino del 4º tenía la pretensión de que yo ayudara a transportar un cadáver de un señor calvo y desnudo, según pude apreciar cuando la solícita Brezo acudió a retirar la colcha de raso o tela resbalosa diciendo que con eso no lo tapaba de ninguna manera, que era un regalo, que buscaría alguna manta vieja.

—Habrá que vestirlo primero —señaló sensatamente mi amor.

—Yo no quiero saber nada de esto. Yo me voy a mi casa —expuse con absoluta convicción mientras Brezo se afanaba en buscar una manta, que dijo tener y que no llegó a encontrar, en un revoltijo de ropas que reposaba en el armario empotrado que yo tenía enfrente.

—Mira, chaval, esto es un acto de solidaridad. Si fuera por otra no lo hacía, pero ¿tú sabes el disgusto que se llevaría la mujer de éste —dijo mi solidario amigo del 4º—, si se entera que se ha muerto como se ha muerto? Venga, le llevamos «pa» su casa y aquí paz y después gloria. Si eso se hace mucho. Hasta sé de uno que lo llevaron sentado en un avión para no pagar el traslado del ataúd… Hala, coge los calzoncillos a ver si podemos ponérselos.

A pesar de que el tipo no colaboraba en absoluto, conseguimos entre todos medio vestirlo con camisa y calzoncillos. Desistimos de colocarle los pantalones porque era una tarea casi imposible y aquello era cada vez más un peso muerto. Una vez amortajado, quizá un poco informalmente, le agarramos entre los dos hombres mientras una mujer se quedaba llorando sin que nadie le hiciera caso y la otra iba abriendo camino y tratando de que el muerto llegara sin magulladuras a su destino.

Entramos al ascensor los dos hombres vivos y el muerto, al que tuvimos que encajar de malas maneras en el reducido espacio porque yo no estaba dispuesto a abrazarlo para mantenerlo en posición vertical, como hizo el necrófilo vecino del 4º.

En el rellano del 2º ya nos esperaba mi amada con los pantalones del finado del que la siempre sabia ya había extraído la llave de entrada a la vivienda. Ahí seguían las muestras de mi ira incontenida cuando, hacía ya una eternidad, no me habían abierto, en forma de huellas de mis prestados zapatos de suela de goma negra decorando la puerta del 2ºA.

—¿Dónde lo dejamos? —pregunté cual repartidor de paquetes voluminosos.

—Aquí mismo, a la entrada, como si ha querido salir a pedir ayuda cuando se ha visto mal —contestó el imaginativo vecino del 4º.

Agradecí que no me hiciera recorrer la casa porque ya estaba sin resuello. Lo dejamos allí, tirado en la alfombra de la entrada. A él ya lo mismo le daba una cama ajena que la alfombra propia.

—Voy a llamar a Isabel para decirle que he oído ruidos en su casa y así que no la pille tan de sopetón —dijo la adorable mujer prevenida—. Os espero a los dos con un café para que se nos pase el susto, ¿vale?

Después de todo, pensé, había valido la pena renunciar a mi profesión no estrenada por la de transportador de cadáveres, profesión en la quizá profundizara más adelante, teniendo en cuenta que de un libro se puede pasar pero de morirse… Un café. Volvería a sentarme en ese salón de sillones floreados enfrente de mi reina.

—Me lavo un poco y bajo —me devolvió a la realidad mi entrañable amigo—. Ah, chaval, lleva los pantalones al dormitorio.

CAPÍTULO 6: SI NO QUIERES UNA TAZA, TAZA Y MEDIA

Allí estaba yo, solo, al lado del muerto. Decidí que también debía asearme antes de presentarme ante la persona más importante del mundo. Busqué el dormitorio. Era evidente que la estructura de los B no era simétrica con los A. Abrí tres puertas antes de la del dormitorio. Llevaba los pantalones perfectamente doblados siguiendo la marca de la raya planchada. Mi brazo izquierdo servía de percha. Casualmente la puerta del dormitorio era la única de la casa que estaba abierta. Pensé que quizá el difunto se había arreglado con prisa para bajar a visitar a la vecina. Dejé el pantalón bien dobladito sobre una silla. No estaba muy seguro de cómo dejarlo, al no conocer las costumbres en cuanto al orden doméstico del señor calvo al que ya no podía preguntar. Decidí que un señor viejo que había sido capaz de liarse con una chica a la que doblaba en edad debía de haber sido muy coqueto, así que dejé el pantalón como lo había colocado al principio. Todo con la absurda idea de que su mujer, la bellísima persona a la que no tenía el gusto de conocer y que en otras circunstancias seguramente me habría comprado una enciclopedia o una colección, encontrara la casa tal como la había dejado al irse, salvo por el detalle no pequeño con el que se iba a topar al entrar. Me dio pena la señora, que había instalado ese timbre tan musical para que los extraños que se acercaran a su puerta se sintieran bienvenidos, porque a la vista estaba que el difunto marido tenía aficiones más arriesgadas que cambiar el timbre que les habían entregado de obra.

Di por seguro que la puerta que había en el dormitorio al lado del armario daba al baño, así que pensé aprovechar para adecentarme lo mejor que pudiera. La puerta estaba atrancada por algo. En vez de ir al otro cuarto de baño que había visto cuando buscaba el dormitorio, me empeñé en abrir. Di un empujón y se abrió lo justo para dejarme meter la mano y tratar de mover lo que impedía que yo entrara a ponerme guapo para mi amor. Palpé una especie de mango de madera. Tiré de él varias veces para desencajarlo y lo logré para mi desgracia. El mango de madera formaba parte de un bate de béisbol. No me dio tiempo a acabar mi reflexión sobre la conveniencia de tener un bate de béisbol en el cuarto de baño usado por un matrimonio más bien talludito, cuando los bates de béisbol, como objeto decorativo siempre se han relacionado con dormitorios de adolescentes norteamericanos de películas de sobremesa televisiva, porque sin necesidad de una cuidadosa inspección, comprendí que la causa de la ubicación de ese bate era una causa puntual y casi podría haber asegurado que exclusiva. A escasos dos metros de mí, tirada en el suelo, vistiendo bata verde claro y zapatillas a juego, de las cuales una se mantenía en el pie y la otra había ido a parar a la tapa del bidé, la excelente mujer, que sin duda me habría hecho un copioso pedido de libros, parecía, al menos, tan muerta como su marido o viudo, que a esas alturas yo ya no era capaz de discernir el dilema del huevo y la gallina. Quizá por la experiencia que llevaba acumulada en el asunto de los finados, aunque hasta ese momento limitada a muerto por muerte natural, no eché a correr despavorido. Me acerqué a la buena señora que estaba hecha un ovillo con la vana esperanza de que a pesar del lamentable aspecto, siguiera viva. Le quité una toalla que tenía sobre la cabeza. Estaba más que muerta. No tenía conocimiento de si la persona bateadora pertenecía al grupo humano que suele amenazar, a veces con un punto de broma, a sus adversarios e incluso a sus más íntimos amigos con un «te voy a partir la cara», pero en este caso lo había hecho. La visión del amasijo de colores y texturas me sobrecogió. Entonces sí que salí como pude del baño, del dormitorio y eché a correr hacia la puerta de la casa que seguía abierta, cerré de un portazo esa casa de los horrores, aferrado al pomo dorado cuyo impoluto brillo achaqué, en una absurda digresión de mi mente en esos precisos momentos, a la pobre difunta, quizá por una visión machista de las tareas domésticas, y sentí aún más pena.

Pegué el dedo al timbre de la puerta de enfrente hasta que abrió la que tan deliciosamente se había ofrecido como anfitriona y a la que le iba a aguar la fiesta yo, el que aspiraba a ocupar el puesto de hombre más importante en su vida.

—Isabel tiene el móvil apagado —dijo. Y luego, mirándome con ojos asustados que debían de ser reflejo del susto que llevaba yo en los míos, me preguntó: —¿Qué te pasa ahora? Anda, pasa y siéntate un rato. ¿Quieres pasar al baño y lavarte un poco?

—No, no, no —contesté quizá demasiado fuera de mí para ser aspirante a seductor—. No pienso entrar en ningún baño.

—Vale, vale —concedió mi paciente amada, añadiendo otra cualidad más a su lista infinita de cualidades—. Cuéntame tranquila y calmadamente qué demonios te pasa. Ven —y tiró de mí con sus manos suavísimas—. Siéntate aquí conmigo y tómate un café con un trozo de bizcocho. Que sepas que lo he hecho yo. Me encanta la repostería. ¿Qué? ¿Preparado para probar un manjar? —dijo, acercándome un sector circular de unos cuarenta y cinco grados por quince de radio.

Aquella criatura era un bálsamo. Ella y el bizcocho olían deliciosamente. Estaba tentado de olvidarme de la mujer descarada; estaba dispuesto a lanzarme a romper oficialmente el hielo entre mi amor eterno y yo, que ya notaba a punto de derretirse. Sólo yo y el bateador sabíamos lo que había en ese cuarto de baño. Y, aun no siendo partidario de emitir juicios antes de haber considerado todas las circunstancias, me daba la impresión que el bateador había fallecido felizmente en una cama y ahora mismo yacía en una postura un poco incómoda y ligeramente retorcido a escasos metros de mi paraíso florido. Decidido a olvidarme del horrible asunto del 2ºA, alargué la mano hacia el trozo de bizcocho. Caí en la cuenta que con esas manos, hartas ya de tocar muertos, no era muy higiénico mancillar el magnífico trozo de bizcocho que mi reina estaba regalándome.

Oí sonar a lo lejos el timbre de la puerta y me topé con una preciosa carita con ojazos que me miraba fijamente.

—Hola, hola. ¿Y ahora qué te pasa? ¿Volvemos a la casilla uno? ¿Otra vez en estado catatónico? ¿A ti te pasa esto muy a menudo? —dijo. Y sin dejarme contestar, se puso en pie—. Voy a abrir.

Cuando hicieron su aparición en el salón floreado con cara de preocupación, yo ya había decidido compartir mi macabro descubrimiento. Pesaba en mi decisión tanto el descargar mi angustia como el conseguir mejorar la opinión equivocada que cierta persona estaba formándose de mí.

—¿Qué, chaval? —dijo el del 4º que venía acompañado de la perra que me había asustado antes, cuando la mayor preocupación de mi vida era vender cuatro libros—. ¿Estás impresionado todavía?

Reconozco que con un poco de chulería, fruto de mi desesperación, les señalé con el dedo índice las dos butacas más cercanas. Ambos se sentaron. Incluso la perra me miraba sin pestañear, como intuyendo que algo trascendental iba a salir de mi boca.

—Yo hoy me he levantado como siempre, con la convicción, adquirida tras la lectura de muchos libros de autoayuda, de que el día sería un buen día si yo me lo proponía. Me ha correspondido esta zona. He empezado por este portal. He ido de puerta en puerta. No he vendido nada. He ayudado a transportar un cadáver. He entrado en la casa de ese cadáver…

Los tres me miraban con cara de desilusión ante la falta de sorpresa de mis revelaciones. Quizá debería haber añadido que me había vuelto loco por esa mujer que tenía frente a mí, pero no me atreví.

—Lo que no sabéis —continué—, es que en la casa del cadáver calvo hay otro cadáver.

Tenía a la audiencia ganada pero ahí concluía mi discurso. Solo quería pasar el testigo a otras manos. Pasaron unos segundos muy largos, eternamente largos en los que asistí a un despliegue de recursos mímicos por parte de mis entregados oyentes.

—No perdamos la calma —dijo la diosa de la sensatez—. Este hombre está un poco perturbado. O sea, majareta perdido. Yo no sé tú —añadió dirigiéndose al tipejo del 4º y ninguneándome descarada y dolorosísimamente—, pero yo de éste no me creo nada.

—Pues, nada —grité histéricamente, según testimonios llegados a mí con posterioridad—, ahí se quedan ustedes con sus muertos. Yo aquí no pinto nada. Y ya me dirás lo perturbado que estoy cuando veas con esos ojazos preciosos con los que me estás mirando, a la pobre mujer con la cara rota del piso de al lado.

—¿Isabel? ¿Estás diciendo que también Isabel está muerta? —preguntó mi antigua futura novia con cara de empezar a darse cuenta de que su anterior apreciación sobre mi perturbación mental podía considerarse como ligera y poco meditada.

—Una señora de eso que llaman mediana edad, con bata y zapatillas. No sé si se llamaría Isabel. Puede que sí.

—¿Pero qué está pasando en esta casa?, —preguntó el filósofo del 4º, un poco para sí mismo, según yo entendí—. Esto es una maldición, una epidemia, un castigo.

—Bueno —intervine con mi mejor voluntad de aclarar las cosas—. Yo diría que es un asesinato.

—Pues habrá que llamar a la policía —dijo el del 4º con su habitual dosis de lógica.

A mí así, de entrada, me pareció muy razonable la propuesta. Yo no tenía experiencia alguna en descubrimientos de crímenes horribles, pero estaba seguro que una vez que la policía tomara cartas en el asunto y se hiciera cargo de la pobre mujer, el torbellino de emociones que había convertido mi cerebro en una olla exprés iría amainando. No contaba yo con que mi sagaz ojazos volvía cuando yo no había empezado a ir.

—No nos apresuremos, no nos apresuremos. Que aquí hay mucha tela que cortar —dijo. Y se tomó unos segundos de reflexión en los que nos tuvo a los dos en ascuas; la perra hacía rato que se había quedado dormida con la cabeza sobre el pie derecho de su dueño—. ¿Qué vamos a decir? ¿Que hemos entrado a dejar un muerto y nos hemos encontrado otro? ¿Estáis tontos?

Esa mujer que me llamaba tonto y perturbado y pelamanillas, de la que cada vez estaba más enamorado, me abrió los ojos a mi fatal porvenir. En avalancha, atropellaron mi cerebro miles de imágenes de huellas dejadas por todos los rincones de una condenada vivienda en la que tarde o temprano alguien iba a encontrar dos muertos en, como suele decirse, extrañas circunstancias. Veía huellas mías por todos los rincones de la casa de los viudos entre sí: los picaportes, las llaves, el bate. Tenía que volver y limpiarlo todo o me vería metido en un remolino del que no saldría fácilmente. Percibía que un sudor frío hacía su aparición en las palmas de mis manos. Empezaba a estar aterrado. Quizá, después de todo, sería mejor que viniera un policía perspicaz, inteligente, comprensivo y dejar mi futuro en sus manos. Yo le explicaría todo lo acontecido, con todos los detalles que me pidiera para ir anotando en una libreta de esas tan pequeñas que llevan los policías en las películas. Colaboraría con la investigación, participaría de mil amores en la reconstrucción de los hechos. Y luego le pediría que me dejara ir a casa a tumbarme en la cama y quitarme los zapatos, por ese orden.

Lo malo era que yo mismo, conociéndome como me conozco, empezaba a parecerme sospechoso. ¿Qué opinarían los agentes de la autoridad que me detuvieran, los fiscales que me acusaran, los jueces que me sentenciaran, que no me conocían de nada?

Estaba seguro de que mis compañeros de fatigas hablaban de cosas interesantísimas, pero mi cerebro se encontraba en estado de ebullición y los borbotones del hervor me taponaban las orejas y la boca y la nariz. Pudiera ser que todos los orificios de mi cuerpo, cual volcán en erupción, estuvieran expulsando un vapor insalubre del que aquellos dos insensatos parlanchines no se percataban, mientras a mí se me amontonaban imágenes de huellas de mis dedos sospechosos, de interrogatorios fieros, de caras deshechas, de empujones a puertas atrancadas, de mi cara aprisionada en los barrotes de una celda de película yanqui, de malditas patadas arreadas a una puerta inocente. Inocente como yo pero con la prueba de su inocencia. No como yo, inocente pero culpable de no poder probar la inocencia.

Mi mirada extraviada se posó en la pacífica perra que dormía plácidamente. Un sexto sentido de ese ser al que se le supone no tener ninguno, le hizo abrir un ojo primero, levantarse mansamente después, y venirse perezosamente a mi lado a hacerme carantoñas; se me enroscaba pasando una y otra vez entre las piernas, empujaba mi mano con el hocico obligándome a acariciarla y, por fin, descansó la cabezota en mis rodillas y me miró fijamente con sus ojos de caramelo.

—Deja de enredar, Perla —le riñó su dueño—. Que estamos hablando, coño.

Perla, ese animal con un nombre tan descriptivo de su valía, volvió a su sitio después de haberme traído a mí de vuelta. Ellos, los racionales, seguían discutiendo si entrar o no entrar a la casa de los viudos. La parte más adorable del dueto se dolía de tener debajo de su piso una vecina tan impresentable como la llamada Brezo, a la que culpaba de todos los males. La parte más sólida, corporalmente hablando, lamentaba que la parte más adorable se entretuviera en denostar lo inevitable y pedía un poco de acción inmediata. Yo, aun vuelto en mí, seguía el debate un poco como quien oye llover, elucubrando sobre si me permitirían, ya admitido el hecho de mi encarcelación como de muy alta probabilidad, pasar mis largos años de condena conviviendo con un ser tan racional como mi amiga y salvadora del estallido cerebral. «Ahora», pensé con esperanza, «las condiciones deben de ser menos crueles para los desgraciados que incumplimos las leyes que todos nos hemos dado. Me dejarán criar un perrito y los viernes o el día de la semana que mejor les convenga a los señores carceleros, podrá visitarme mi querido amor, ese que no para de hablar de cosas a las que no atiendo porque yo ya tengo claro mi futuro y lo estoy aceptando. Y vendrá a verme porque yo me voy a cargar con todas las culpas. No  voy a cantar. No me voy a ir de la lengua. Y ella verá lo valiente y buena persona que soy».

—Oye tú —gritó mi futura visitante carcelaria—. Que aquí sólo estamos pensando dos. ¡Vaya morro que le echas! ¿Qué hacemos? ¿Entramos? ¿No entramos?

—Déjale al chico —terció el amable vecino del 4ª—. ¿No ves que está en las nubes? Aparte de que se nos olvida un detalle no pequeño que es que no tenemos llave para entrar y yo no voy a abrir a empujones la puerta, que ya sólo eso faltaba para enredar más el asunto.

CAPÍTULO 7: LAS PENAS CON PAN SON MENOS

Sumidos como estábamos en el caos, si tengo que medir la situación mental de mis contertulios con la mía propia, no oímos el primer timbrazo. Deduzco que tuvo que haber uno porque el que sí oí sonó a segundo, impaciente, perdida ya la compostura de la primera espera, hasta iracundo, podría decir.

La majestuosa propietaria del inmueble dio un respingo que al poco controló. Se acercó a abrir y volvió al punto de reunión con una cara ligeramente desencajada y con dos extraños siguiéndole los pasos. Con mi habitual perspicacia y teniendo en cuenta lo mal que les sentaba el uniforme, deduje que eran policías de verdad y no alegres participantes en fiestas de disfraces.

—Buenos días —dijo la que parecía llevar la voz cantante—. Tenemos un aviso desde esta dirección. A ver, ¿quién de ustedes nos ha llamado?

No somos conscientes del poder de nuestra mente. Nunca se me hubiera ocurrido que el deseo de salir del remolino en que mi cerebro se hallaba perdido, desde un tiempo que era incapaz de precisar, causara el advenimiento de las fuerzas del orden.  

—Creo que he sido yo— contesté con un claro, incluso para mí, temblorcillo en la voz.

—Muy bien, majo. De Central nos han dicho que era una mujer la que ha llamado pero si dice usted que ha sido usted, no estamos aquí para contradecir a nadie, ¿verdad, tú? —dijo dando pie a su pareja para intervenir.

—Al menos por ahora— pronunció la parte más callada del dúo con impresionante voz de barítono que repercutió en todo mi ser. Cada célula de mi abatido organismo repitió en un eco inacabable la frase, cada vez con un aire más lúgubre, aun sin perder el excelente timbre del fonador.

—¿Por qué no se sientan? —dijo mi heroína, mi tesoro, mi bien—. ¿Quieren un café? ¿Una infusión?

—Perdone, jovencita. Aquí no estamos para reuniones de amiguitos— dijo la que parecía tener más rango aunque peor voz, con un tono rayano en la grosería, que desde luego no merecía la exquisita persona a la que iba dirigido—. Aquí sólo venimos a que se identifique la persona que ha dado el aviso. De la Central nos han dicho que era una mujer, pero si aquí el joven se quiere cargar con el muerto, a mí…

Ese magnífico miembro de las fuerzas del orden no era consciente del puñal que acababa de clavarme en medio de mi dolorido corazón. A punto de derrumbarme, mi mentor, mi puntal en esta vida, me salvó de las arenas movedizas en las que me estaba hundiendo.

—¿Y de qué han avisado, si se me permite preguntar? —preguntó certeramente.

—Escuche, caballero —dijo la que puede que fuera teniente o sargento—. Aquí las normas y las preguntas las ponemos nosotros. ¿Queda bien clarito?

Yo todo lo veía más bien oscuro pero saqué a flote mis múltiples lecturas de autoayuda, la empatía, la asertividad, las diez inspiraciones profundas y logré expresar con rotundidad lo que consideré una idea bien construida.

—Lo malo es que no tenemos llave.

—Pero, ¿qué dice ahora éste? —oí que decía la mandamás, de lo que saqué en conclusión que debía seguir inspirando profundamente y manteniendo la boca bien cerrada—. ¿Es este el 2ºA?

—No, este es el B —contestaron al unísono mis dos colegas en el mundo del crimen.

—¿No tendrán ustedes llave, de casualidad?

—No —dijimos ahora en trío.

—Están ustedes muy unidos —insinuó la interrogadora achicando los ojos como tratando de escrutar nuestros cerebros—. Y muy nerviosos.

—Vaya, no es para menos. Yo vivo aquí. Comprenderán que esté alarmada, y más sin saber qué ha podido pasar. Pero ya entendemos que ustedes tienen que hacer su trabajo y no pueden entrar en una casa nada más allá que te voy y que tienen que seguir sus protocolos de actuación. Pero ustedes, con toda la experiencia que llevarán a sus espaldas, comprenderán que estemos nerviosos porque tenemos miedo de que en el piso de al lado pueda haber alguien herido o quién sabe si algo peor.

Mi reina ganaba puntos cuando callaba y cuando hablaba. Ella sí que era la mandamás. Los dos efectivos se miraron.

—Vamos a ver —dijo aviniéndose a razones la más habladora—. Aquí el joven ya le habrá contado por qué ha llamado, si no ha sido usted misma —añadió achicando de nuevo los ojos escrutadores—. Ustedes quédense aquí. Vamos a inspeccionar.

Y allí nos quedamos. Yo, enamorado y asustado. Mi amada, sentada de nuevo en su postura imposible. El del 4º, hurgándose una postilla que afeaba su brazote y que, por ese camino, no iba a acabar de curar. La perra Perla, apaciblemente dormida con la cabeza sobre mis pies. Los policías habían dejado la puerta del piso abierta, no sé si por controlarnos o por si tenían que refugiarse. Oímos el dingdong que tan buena impresión me había causado cuando inocentemente me acerqué a ese lugar siniestro. Oímos el dingdong de nuevo, con pulsaciones más contundentes. Oímos aporrear la puerta con la típica frase de policía abran. Oímos, por fin, un estruendo de puerta abierta con la refinada técnica del patadón seguido de una palabrota escapada de la garganta privilegiada.

Tras un par de minutos eternos durante los cuales nuestras miradas se entrecruzaron como atónitos rayos láser, entró el barítono con la cara más pálida que había visto en mi vida. Posiblemente la mía andaría parecida pero al carecer de la capacidad de verme a mí mismo, no podría asegurarlo.

—¿Podría utilizar su teléfono? —preguntó sin dirigirse a nadie en particular—. Hemos encontrado el cadáver de un hombre.

La dueña de la casa señaló con un brazo esplendoroso, que temblaba ligeramente, acabado por una mano llena de dedos hermosísimos, que también temblaban, un teléfono color verde claro. El que pudo haber sido cantante profesional agarró el auricular con  unos dedos amorcillados.

—¿Central? ¿Central?… ¡Eh! Que soy yo… Salgado, coño… Sí… Pues que se ha quedado sin batería… Bueno, menos pitorreo… Sí… Tenemos un cadáver… Claro… Tendrá que venir el juez para el levantamiento… Vale, aquí esperamos… ¿Quién?… Joder, pues estamos listos… Vale, vale… Ya, ya me la conozco… Bueno, gracias.

Dirigió una mirada a la dueña del teléfono preguntando por gestos si podía hacer otra llamada, a lo que la generosa poseedora contestó levantando los brazos como un árbitro de fútbol cuando deja que el juego siga. EL barítono giró su corpachón a la búsqueda de una intimidad imposible, teniendo en cuenta que el magnífico torrente de voz con que la naturaleza había dotado a ese ser salía por su boca a raudales, de modo que pude oírle hablar con melodiosa voz de opereta. 

—Churri, no me esperes a comer que tengo faena.

«Algún día», pensé, «yo le diría esa frase a mi diosa. La llamaría desde donde quiera que estuviera desempeñando con denuedo mi pericia profesional y le diría con el tono del que tiene que esconder sus sentimientos amorosos en un ámbito laboral: “Churri, no me esperes a comer que tengo faena”.  Y esa frase sería una contraseña, la clave para decir a mi churri que la tendré siempre en mi pensamiento. Incluso cuando esté cumpliendo la condena por esos crímenes que no voy a poder demostrar que no he cometido, les pediré a los amables carceleros que esa llamada que, si es que las películas tienen un mínimo de verdad, hacen de vez en cuando los presidiarios, sea siempre para mi churri, diosa por ahora, hasta que no haya la intimidad necesaria para que mi timidez sea vencida. Y esa llamada siempre empezará por la frase: “Churri, no me esperes a comer que tengo faena”. No sé si me van a dejar hacer llamadas y mantener un perro como compañero. Quizá sean demasiados privilegios para una persona como yo, que además va a llevar a la espalda el sambenito de dos muertos».

El caballero de la voz tronante hizo un ligero saludo y volvió a salir sin más. Y yo seguía dejándome caer en el abismo de la desidia de la suerte está echada cuando vi un dedito hermoso delante de mis ojos.

—Ha dicho un cadáver.

Mi bella contable reforzaba al numeral mostrando su dedo índice.

—Chaval, tú has visto visiones —apoyaba el del 4º.

—Ojalá —recé, supliqué, deseé.

Hablamos en voz baja, como los conspiradores en que nos habíamos convertido. Y después permanecimos callados y quietos un buen rato. Yo pensé que si los policías estaban al acecho, iban a sospechar de tanto silencio y tanta inmovilidad. Mi adorada cómplice me leyó el pensamiento o debió de pensar lo mismo. Ambas cosas me complacían sobremanera a pesar de mi negro futuro.

—¿Eh? ¿Preparamos algo de comida? —me susurró al oído una vocecilla dulce como la miel, a la vez que me sacudía un poco agarrándome del brazo—. Estos dos se han quedado fritos —añadió señalando a los dos benditos vecinos del 4º que roncaban ligeramente—. Anda, ven para la cocina y me ayudas. Vaya día que he elegido para escaquearme del curro.

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