1

UN SUEÑO PRESENTE

Llegaremos a lo más alto,

Justo allá, a la cima del éxito

Al lugar reservado a los vencedores

La actitud se mueve

La disciplina te ordena

Y juntos bordearemos el límite

Que te lleve a alcanzar la meta.

Los truenos y relámpagos se suceden entre los gritos que anuncian victoria y los aplausos retumban en la gran sala bañada de una claridad inusual con la que está cayendo. La gente entusiasmada, contagiada de fervor, corea su nombre sin cesar como si así le inyectaran un chute de ánimos gratuito.

La multitud embravecida, enloquecida, los truenos y relámpagos acompañan los vítores como lejana música de fondo. Cientos de estrellas comienzan a resbalar y aterrizan esparciéndose por toda la sala como si gotas de lluvia se tratara. El brillo que desprenden crea una gran alfombra reluciente que cubre el suelo a cuadros negros y blancos y proyecta una luz mágica en todas direcciones.

La frase vuelve a repetirse una y otra vez y la sombra se acerca, lenta, pausada, como empujada por una fuerza invisible también. Las palabras encadenadas, suaves, tranquilas, relajadas, van esparciéndose llevadas a través de un rayo directo de lo amorfo a lo sólido, de sombra a persona; van penetrando en su mente y se quedan ahí, llenando el espacio con la letanía impuesta, grabándose fuertemente y asentándose en cada hueco de su interior.

La mano que surge de la sombra, cálida, se funde con las suyas transmitiendo valor y confianza. En un instante la pulsera que rodea la mano dilata sus piedras cubriendo sin más la otra, las abraza, las une, quedando en el aire como suspendida una sola mano adornada con preciosas piedras de colores.

En décimas de segundo la vitalidad y la energía se sobreponen a ese estado aletargado, dormido, en descanso, y una vibración momentánea sacude el cuerpo haciéndolo activamente móvil, nuevo.

Los porteadores abandonan en silencio el haz de luz proyectando en la figura los últimos destellos y cerrando una vez más otro de los deberes pendientes. Empieza de nuevo el ascenso y ordenadamente van introduciéndose en forma de diminutas partículas en cientos de estrellas. La protección, el cuidado, la compañía, a partir de ahora quedarán vigilantes. En silencio, como si de un sueño se tratase, todo empieza a retroceder y la realidad se adueña del cuerpo, la mente, los pensamientos. Los porteadores, adentrados ya cada uno en su puesto, se enorgullecen de otro “trabajo” llevado a cabo con éxito y esperan pacientes la próxima misión.

El Ser, complacido, da por acabada la meditación a la espera del desarrollo de los acontecimientos. Las piedras de colores vuelven a su estado original formando finos hilos violetas que componen su aura, el aura mágica del Ser.

La misma pesadilla, el mismo sueño que se repite antes de jugar.

El cuerpo entumecido empieza a recobrar vida mientras van suce­diéndose en su memoria las mismas escenas: la misma frase, el mismo griterío, la enorme sala reluciente, esa voz introduciendo las palabras y grabándolas en su mente, otra vez en su Yo. La aparición de la sombra y la paz que provoca la luz brillante cuando queda envuelto por ella….

2

YEN

Hoy toca partida después del Instituto. La alegría y el miedo vuelven a darse la mano queriendo jugar la suya. Ganarán a medias y el resultado será el mismo, tocará cubrirse de sudor, de temblor, ése que llega inespe­rado cuando se acerca el momento crucial, el ansiado momento de ganar.

La noche que precede cualquier partida siempre se repite igual, como ver idéntica película una y otra vez, el mismo argumento, los mismos personajes, la misma alegría, la misma paz al despertar, el mismo final. Es la sensación que le acompaña hasta que en el mo­mento decisivo del juego se desintegra, se esfuma como el humo y en su lugar vuelve a asomar el miedo, los nervios, la desconfianza, para quedarse con él hasta que, con la cabeza mirando los pies abandona el juego. Las aspiraciones de ganar –no recuerda ya– cuántas partidas consecutivas, de un plumazo vuelven a desaparecer.

En los momentos de soledad de su habitación recuerda entre lágri­mas las muchas partidas con su padre en el garaje de casa de pequeño y en su época de escolar en el club o el café del centro.

Yen, ¿vamos a echar unas partis?

Qué, ¿dispuesto a perder otra vez papá?

El paseo hacia la sala de juegos era un diálogo padre-hijo centrado siempre en la estrategia del juego, la táctica, el proceder de mejor manera ante un movimiento inesperado del contrario. Era habitual la compenetración que se establecía entre dos generaciones diferentes aunque el carácter y la voluntad parecían sacadas de un mismo molde para disfrute de los dos.

Las figuras talladas y dispuestas en líneas paralelas volaban haciendo increíbles piruetas de la mano de sus dos guías; marionetas pasándose la pelota blanca en movimientos certeros y tan veloces que la vista no tenía momento de descanso persiguiendo aquella tanda de chutes rápidos pero calculados perfectamente.

Maestro y compañero de juegos, de todos los juegos y un padre perfecto como solía decirle cuando corría hacia él y de un salto se le abrazaba al cuello:

—¡Eres el mejor padre del mundo, el padre perfecto!

Y la respuesta era siempre la misma:

—¡Claro, como no voy a serlo, no tienes más papás, tendrás que con­formarte conmigo!

Adoraba a su padre en todos los sentidos. Él siempre fue cariñoso, paciente, pocas veces recuerda haberlo visto enfadado o molesto con él, a parte de las peleas con mamá… pero esto era “cosa de mayores” como siempre le decía. Las peleas con mamá. Ya sabía de memoria lo que su papá le diría al entreabrir la puer­ta de la habitación y acercarse a su cama despacito sabiendo que lo encontraría haciéndose el dormido acurrucado en su cama y tapado hasta la cabeza con su manta. Que tardaría en contestarle cuando le preguntase en voz baja:

Yen, ¿estás despierto hijo? Mira, duérmete que papá y mamá están hablando de cosas importantes, “cosas de mayores”, ahora te prometo que mamá va a hablar más bajito. Ya sabes que cuando tiene problemas en el trabajo le sale ese amplificador que lleva dentro por la boca, ahora voy a ver si le puedo bajar el volumen y así te podrás dormir.

La verdad es que sabía disimular bastante bien cuando la ración de gin-tonics hacía que su mujer sacase esa parte agresiva que la volvía irritable, ni la presencia de Yen acostado en su cuna en los primeros años ni en su cama después, frenaba a esa mujer atrapada en las garras del alcohol.

La estrecha unión con su padre hacía que la relación con su madre fuese distante y fría al paso de los años, era un sentimiento que había provocado ella y al que el pequeño fue acostumbrándose día a día.

Las fiestas de cumpleaños y las Navidades eran días que con el tiempo llegaron a hacerse insoportables, la excusa perfecta para que mamá empinase el codo y pasase olímpicamente de su hijo y todo lo que tuviese que ver con él si no era para regañarlo o castigarlo con o sin razón. Los gritos y el aspecto malhumorado de mamá hicieron mella en él provocando una especie de alergia a esos días tan alegres para el resto de la familia menos para él. Cuando fue mayor los villancicos, las luces de colores y los pesebres eran tradición no compartida sin causar en Yen otro efecto que no fuese una hostil indiferencia.

La recompensa a esos momentos en los que la voz de mamá traspa­saba la manta y sus manos tapándose los oídos, era la segunda entrada de su padre en la habitación.

Yen, ¿a que no adivinas que te traigo?

Con el mismo sigilo ese hombre alto de complexión fuerte se sienta en un ladito de la cama de su hijo con una taza grande de chocolate caliente. Abraza con fuerza la porcelana notando el calor que despren­de, es Nochebuena y hace frío. Retira la manta de la cabecita dejando al aire una cara soñolienta, aunque la vivacidad de los ojos negros mirándole sin pestañear hacen que el padre se dé cuenta una vez más de la angustia que desprende esa criatura de siete años. La tortura que lleva dentro de sí lo hace reflexionar siempre después de cada episodio de peleas: ¿qué será la vida de mi hijo rodeado de este ambiente?

Yen se incorpora y coge la taza absorbiendo primero el olor y luego comiendo cucharada a cucharada el rico chocolate, espeso, calentito, como a él le gusta. Es en ese momento en el que siente sinceramente que no necesita nada más: el calor de su papá, cuidándolo, protegién­dolo. El de su cama, arropado con su manta de dibujos japoneses, sus preferidos, y el de la taza de chocolate… es el niño más feliz del mundo.

Recuerda ahora también aguantando las mismas lágrimas, pero con una alegría especial que hace que rememore con cariño aquel 5 de enero, justo el mes que también cumplía años. Repasa poco a poco esa noche, la noche que sabía que iba a ser diferente, intuía que los Reyes Magos iban a portarse mejor ese año, es lo que su padre decía siempre que hablaban de qué pedirle a los Reyes.

Este año creo que vas a tener alguna sorpresa, hijo.

—¿Quieres decir más de las que he pedido en la carta?, no lo creo papá, siempre me han traído lo que pedí, pero nunca cosas nuevas.

Verás como este año es diferente, tengo la impresión que tendrás algo que ni te imaginas pero que seguro te va a gustar.

Papá, ¿te han dicho algo a ti?, ¿te han enviado una carta?, ¿me la enseñas?

Nooo, jajaja, es una intuición, algo que crees que va a pasar y normalmente acaba siendo así.

Esa noche pasó lenta, muy lenta- Pero no para Yen, que después de sacar al balcón las patatas, las copitas con coñac y dejar las zapatillas al lado del improvisado refrigerio, corrió a esconderse bajo su manta para que no lo encontraran por el pasillo y se volvieran a Oriente con todos sus regalos. Casi tropezaba con todos los muebles de la casa hasta llegar a su cama, por nada del mundo quería encontrárselos por casualidad colocando los regalos en el comedor en la esquina al lado del mueble con el mismo pesebre de cada año. Es por eso que cerraba los ojos con tanta fuerza que iba sorteando los muebles sin éxito hasta llegar a la meta, una gimcana muy peculiar, una de las pocas proezas que su madre celebraba con una tímida sonrisa en sus labios.

En cambio sí pasó lenta para su papá.

Tenía guardado debajo de su cama el regalo más preciado que conservaba hacía muchos años para su hijo. El mismo que él recibió de su padre. Un juego que acompañó su niñez y luego su juventud, que hizo que pasara los momentos más inolvidables y emocionantes cuando era un adolescente, y una afición que lo acompañó hasta bien entrada la madurez.

Un juego en el que refugiarse en las situaciones difíciles, en los días de bajón, una escapada para sentirse más vivo, un aliciente en la época de torneos y competiciones de barrio. Un juguete que le hizo recobrar la confianza en sí mismo cuando la timidez lo obligaba a bus­car siempre juegos individuales. Un juego que le hizo por fin sentirse orgulloso de él mismo. El ganar partidas se convirtió al final de su juventud en el pan nuestro de cada día, y la admiración de todos los chicos del barrio, algo que lo hizo sentirse importante poco a poco. 

Ese futbolín cambió su vida para siempre y ahora estaba a punto, faltaban pocas horas, para traspasar a su hijo, a lo que más quería en el mundo, un trocito de la ilusión de su vida. Una caja enorme con un lazo azul y su nombre escrito por toda la caja Yen, Yen, Yen, esperaba paciente bajo su cama a ser descubierta. Dentro, un precioso futbolín de pie de vivos colores y con muchos, muchos años de vida a cuestas.

3

EL SER

La Red no espera a ninguna partícula, el momento señalado es sagrado para todas por igual. El Ser espera paciente la iluminación total de su espacio por todas ellas para repartir misiones de nuevo.

El tema principal del momento no es debatible, todos son gene­ralmente fáciles, por tanto el reparto es poco complicado y los por­teadores no opinan nunca al respecto, acogen con sumisión la tarea encomendada y la llevan a cabo con la misma eficacia de siempre.

Hoy el Ser está especialmente contento. Hay que resolver una situa­ción no muy difícil en comparación con las que llegan últimamente, y la búsqueda del porteador que va a ser enviado a través del haz de luz para resolverla ya está definitivamente escogido.

Todos están dispuestos con las mentes conectadas con el Ser. La red las coloca perfectamente a su alrededor formando extensos hilos violetas que conforman su aura, y da comienzo la meditación que une pensamientos y recibe la orden en ese mismo momento.

Antes de dar comienzo, la última partícula incorporada se debate entre interrumpir o dejarse llevar por lo que aún no conoce. Es nueva en este lugar, la red la repescó no sabe si por casualidad o intencio­nadamente, ignoraba que ya estaba lista para pasar al segundo grado.

En el primer grado se abre la conciencia de cada una y se la instruye con infinidad de casos, desde los prácticos del día a día pero con una complicación importante, a los económicos, sociales, sentimentales o personales, y los graves de salud o los que tienen que ver con la violen­cia. La importancia de este grado la da el conocimiento de situaciones límite y la resolución adecuada que permita al necesitado poder salir con éxito de la situación. Es, en pocas palabras, facilitarles la medicina apropiada que curará la enfermedad.

Una vez las iniciadas son capaces de dar solución a las distintas situaciones que se les ordenan, son enviadas al segundo grado donde toman conciencia de quienes son y para qué han sido llamadas al lado del Ser. Aceptan la misión de colaborar y ayudar en los casos que él les propone. Estas partículas porteadores son enviadas otra vez a través del haz de luz junto a quien se les designa y permanecen allí hasta que su presencia deja de ser necesaria.

La visión de lo desconocido deja a la nueva integrante en un estado catatónico. Impresionada por lo que la envuelve, no da crédito a lo que ya es realidad después de oír durante tanto tiempo las historias sobre el Ser, el aura violeta, los hilos conductores, la red. Pero lo más fantástico es la luz que se irradia desde el centro, una luz excesivamente brillante, una luz acogedora y protectora y en la que unas al lado de otras, perfectamente dispuestas, aguardan órdenes.

Por fin puede contemplar y maravillarse directamente del Gran Círculo Celeste, ese del que le han hablado por tiempo y tiempo, ese que incluso sin tocarlo transmite algo nuevo, algo indescriptible, una sensación que también estaba deseando sentir, Amor Incondicional recuerda que se llamaba, junto a una energía que le va llegando a raudales. Así lo apren­dió, y ahora ha llegado el momento de vivirlo por ella misma.

—¿Tú le habías imaginado así?

—¿Cómo?, ¿de impresionante?

Su compañera mira a la voz parlante con aspecto de incredulidad.

—Claro, no imaginaba así lo que nos habían explicado. Las repre­sentaciones no le hacen justicia, la verdad.

—Pues yo sí, sabía que era algo grande, espectacular, como lo que estamos viendo ahora.

Vuelve a mirar hacia delante la misma imagen, y sin apartar la vista sigue hablándole.

—De todas maneras, ¿tienes que hablar justo cuando no se oye nada? ¿No ves que hay silencio? Eso quiere decir que no podemos comunicarnos.

—Bueno, entonces prepárate y lo hacemos mentalmente, ¿vale?

—Pff, está bien.

La compañera se dispone a cambiar el chip para comunicarse sin hacer ruido hasta que siente la presencia de ella en su interior, entonces respira tranquila.

—Oye, dime quién eres y así me puedo dirigir a ti por tu nombre, estaré más cómoda llamándote otra cosa que no sea PP.

—Claro, PP.

—Sí. Partícula Porteadora.

—Prefiero que me llames Zeta.

—¡Anda! Escogiste bonito indicativo…

—Sí, ya no quedaba mucho libre cuando yo llegué. ¿Y el tuyo?

—Mi indicativo es Inahí.

—Bien Inahí, ahora ya nos podemos tutear.

Las PP siguen mirando fascinadas el Gran Círculo Celeste espe­rando alguna señal que las convoque. Sólo les queda esperar pacientes a ser llamadas, aunque no saben de qué manera. Eso es algo que no se imparte, algo que queda pendiente por descubrir una vez pasada la etapa de aprendizaje.

De pronto algo empieza a moverse, un temblor sacude la zona don­de Zeta e Inahí aguardan, al mismo tiempo que una claridad celeste absorbe a Zeta y la empuja lentamente hacia el interior del Círculo.

—Inahí, creo que me estoy yendo!

Mentalmente se comunica con su nueva compañera sintiendo como se va alejando, como una fuerza, aunque suave, la va separando del haz de luz.

—Zeta, ya no te siento a mi lado. Creo que te diriges al Centro del Círculo, te veo en esa dirección, además te envuelve algo azul y eso sólo puede ser una cosa.

—No me digas que me llevan allá, con Él… No no, yo me vuelvo allá contigo, yo no puedo bajar allá todavía!

—Deja de decir tonterías, relájate y disfruta del paseo, te espera un interesante final, verás.

—Espera que llegue, pienso hablar con el Ser para que me devuelva. Nadie me dijo que esto sería tan rápido, no creo que esté preparada aún. ¿Seguro que no hay algún grado más?

—Ay, ¡qué graciosa eres! Estás traspasando el haz de luz, envuelta por una claridad celeste y estás en el camino del Gran Círculo, ves haciéndote a la idea que te están preparando una misión.

—Inahí pienso hablarle claro, creo que lo voy a convencer. ¿Tú has visto la cantidad de PP que había allá con nosotras, por qué tengo que ser yo?

—Porque ha llegado tu momento y el momento que alguien está esperando. Porque hay alguien que necesita de ayuda, y ahí estás tú, dudando de ti misma. Por eso mismo haz el favor de dejar de pensar y fijar tu pensamiento en lo que te espera al final del camino.

Zeta va recapacitando y repasando las palabras de su compañera, la iniciación, el Ser, la misión, su capacidad… El torbellino de pensamien­tos se une al de la espiral que la va acercando cada vez más deprisa a su destino, un gritito mental cruza la luz hasta llegar a su nueva amiga.

—¡Inahí, tengo miedooooo!

—Jaja, no te preocupes Zeta. Has sido la elegida y su razón tendrá el Ser para llamarte a su lado.

Zeta, ya a punto del encuentro final y en las últimas vueltas de la agitada espiral, sólo alcanzó a dejar ir un hilillo de voz:

—Sea lo que sea que me aguarde, no defraudaré, lo prometo.

4

YEN Y CLARA. LA RUTINA PASIVA

Después de volver a recordar una vez más a su padre, volcar unas cuantas lágrimas más sobre sus manos, volviéndose a tapar los ojos, toda la cara, como cuando se escondía entre su manta y su almohada con las voces de sus padres de fondo, Yen se levanta decidido a poner sólo un punto y seguido a sus recuerdos. Se mira al espejo mientras cuelga la mochila al hombro y sigue sin reconocer la imagen que le devuelve con la que él se imagina, es algo que siempre le ha mantenido intrigado, como si de dos personas distintas se tratase. La que aparece en las fotografías, en los espejos, en los escaparates de las tiendas, con la otra con la que sí que se identifica cuando se mira por dentro. Sonríe al recordar las palabras de su amigo Román una noche de marcha con unas cuantas cervezas encima, cuando le hizo el comentario:

—Tío no sufras, los dos sois feos de cojones.

Con la misma medio sonrisa aún, coge la sudadera, da un último vistazo a su cama acabada de hacer, deja la ventana medio abierta para ventilar y sale de la habitación cerrando la puerta como siempre al salir. Es su morada, su gueto privado en el que no entra nadie más que él, con sus amigos siempre quedan fuera de casa y su madre sólo traspasa el umbral lo justo. Se ha ido convirtiendo con el paso de los años en su pequeña vivienda donde se siente a gusto y seguro rodeado de lo que en verdad quiere, su vida y sus recuerdos, por ahora ahí nadie más es bien recibido.

Deja la mochila en una de las sillas de la cocina y se sienta en la de enfrente. Delante tiene el mismo desayuno de cada mañana, bocadillo de jamón y queso y un zumo natural, la leche aún le da náuseas, desde que de pequeño y después de un ataque de sed se tragó casi una botella de un tirón y estuvo vomitando sin parar durante veinticuatro horas. Él dice que tiene alergia y nunca más tomó leche.

Son las siete y media y empieza a desayunar como siempre mirando la pantalla de TV encima del mueble de la cocina, después de saludar a su madre que va arriba y abajo colocando los cacharros que saca del lavavajillas.

—Buenos días, mamá.

—Hola hijo, buenos días. ¿De qué te preparo hoy el bocadillo? piensa qué quieres mientras acabo de colocar todo esto.

Clara mira de reojo a su hijo, ese chico que hace nada era un niño. Un niño que ahora se da cuenta de lo poco que ha llegado a disfrutar y ya es un muchacho de veinte años. Lo observa mientras se seca las manos en un paño de cocina y disimula recogiéndose el pelo en una coleta y es que siempre que anda por casa intenta ir cómoda, ya pasó el tiempo de estar impecable hasta haciendo el trabajo de casa. De lo que aún puede presumir a sus cuarenta y nueve años, es de su figura esbelta sin rastro de celulitis y sus cincuenta y dos quilos que mantiene desde no recuerda cuándo, de su cutis perfecto con las arrugas típicas de la edad que le hacen un tanto interesante cuando ríe y se le forman unos pequeños surcos en los ojos y la comisura de la boca, el largo pelo rubio igualmente bien cuidado, hacen que Clara parezca una jovencita de veinticinco años.

—Yen, ¿vas a jugar después de clase?

—Sí, supongo que sí ya quedamos la semana pasada y hemos de entrenar para el torneo.

La voz monótona responde a su madre sin apartar la vista de la pantalla, el presentador anuncia otro debate entre las dos fuerzas polí­ticas para esta noche y la película fantástica que compite en otro canal.

—¿Vienen los de siempre? ¿Tu amigo, aquél melenas de los pen­dientes?

—Mamá, los mismos de siempre. Aquél melenas de los pendientes ahí donde lo ves es el mejor jugador que conozco, creo que le voy a pasar el testigo y se presente por mí, aún no he visto a nadie jugar como él. Bueno sí, a…

—A papá, ¿no?, querías decir a tu padre.

Yen afirma en silencio con la cabeza mirando fijamente a su ma­dre. Clara se agacha y acerca una mano a la mejilla de su hijo, intenta tocar su piel para sentirla, para acariciarla, para consolar esa pena que trasluce en sus ojos ahora un poco más tristes que hace sólo unos mo­mentos. Yen levanta el brazo y suavemente coge la mano de su madre retirándola de su cara y dejándola en la mesa, sus ojos no se apartan de los de ella hasta que, sin saber qué hacer ni qué decir, se da la vuelta y sigue guardando la vajilla.

Mientras mira como ella le da la espalda lentamente, vuelve sin quererlo el sueño de esa noche. El momento de la derrota se le une para ir desmoralizándolo de nuevo, parece que siempre estén ahí escondidos y queriendo hacer una salida espectacular para es­tropearlo todo. Una vez más se propone buscar una solución para cambiar, para empezar de nuevo. Con ese logro allá a lo lejos, nace una pequeña esperanza de dar un giro a toda su vida. Y cuando dice toda, no se refiere sólo al sentimiento que le provoca su actitud frente al juego.

Con un brusco movimiento de cabeza como queriendo ahuyentar los pensamientos del momento, sigue hablando.

—¡Ah! mamá, y ese melenas tiene nombre aunque lleve piercings.

—Eso supongo Yen, pero nunca lo recuerdo. Mm cómo era… ¿Ramón?

—Román mamá, cambia las vocales y ya está, así de fácil.

—Hijo, ¡cualquiera diría!, mira que hay formas de decir las cosas.

Clara, brazos en jarras, mira a su hijo esperando una respuesta. Lo mira a los ojos fijamente pero no percibe absolutamente nada, si algo se escapa a esa mirada es la indiferencia que se hace latente en cada gesto, en cada frase del chico.

Yen, sin hacer esfuerzos por contestar a su madre, sigue comiendo su bocadillo y bebiendo pequeños sorbos de zumo. Clara se da la vuelta y ve como se va al traste otro intento de conversar con normalidad con su hijo. Sin darse cuenta deja ir en un movimiento inesperado los cubiertos que saca de la cubeta desparramándolos por el suelo de la cocina. Los mira fijamente sin entender cómo se le han escapado de las manos. Ella también está buscando una solución a una situación que arras­tra por muchos años. Es ahora cuando finalmente empieza a sentir una ausencia latente en su vida, en sí misma… Piensa que ya va siendo hora de recordar, aclarar y sacar a flote verdades para recuperar lo único que le queda, para intentarlo con todas sus fuerzas. Está decidida a poner todo su empeño para ser la madre que su hijo nunca tuvo. Si el coraje la acompaña pondrá el pasado de cara y lo afrontará con toda la fuerza de que sabe que es capaz. Ahora sí.

De pie, al lado de la puerta abierta con la cabeza apoyada en el marco, va escuchando a la vez el trote de su hijo por las escaleras hasta que llega a la portería del edificio y cierra la pesada puerta de hierro. Ahora algo más animada por la decisión tomada hace tan solo unos momentos entra a la casa cerrando la puerta tras de sí, y parada en medio del recibidor da un fugaz repaso a lo que su vista alcanza: la cocina a la derecha, al fondo el amplio comedor, a la izquierda el pasillo que conduce a las habitaciones y el baño, oye a sí misma: —creo que finalmente ha llegado el momento de dar color a estas paredes—. Introduce la mano en el bolsillo trasero del pantalón, saca la pitillera con los cinco cigarrillos del día y coge el primero de la mañana, cada uno está destinado a un horario concreto y ahora toca el primero. Espera a llegar a la terraza y con el cigarrillo entre los labios saca el mechero del otro bolsillo. Ya en el exterior y sentada en una de las cuatro buta­cas de mimbre lo enciende aspirando suavemente el humo y de igual manera lo envía, lo devuelve al aire. Se recuesta en el respaldo, cierra los ojos y se recrea cómodamente en la sensación que le produce la inhalación y la exhalación, una y otra vez, sin enviar ninguna idea a su mente, una y otra vez, aspira, suelta…

Abre finalmente los ojos cuando nota el sabor diferente del final del cigarrillo y siente la inconfundible quemazón entre los dedos.

Una luz extraña, demasiado brillante, la deslumbra, aprieta la colilla en un cenicero de pié y con la otra mano se friega ligeramente los ojos: debe ser la claridad después de tanta oscuridad, piensa… Al volverlos a abrir la intensidad ha aumentado, y además deja entrever un ligero color, un color diferente, un azul un tanto extraño, un azul celeste increíblemente hermoso.

5

YEN, DANIEL Y ROMÁN

—Yen, ¿vienes o qué?, ¡tío que si perdemos este bus no hay otro hasta las seis!

—Oye no hay manera, a veces no sé si está más por la mierda esa de música o por lo que hay que estar.

—Si Román, luego se queja que no hay tiempo para jugar y pierde el tiempo hablando con los niñatos pijos… ¡pues que se haga músico tío!

—Venga no te pases Daniel que los amigos hay que compartirlos, ¿o es que lo quieres para ti solito?

La intención de la palabra más la mirada directa a los ojos con la ceja derecha ligeramente levantada, hacen que las mejillas de Daniel empiecen a adoptar un color rosado sospechoso.

—Uy uy, esos colores Daniel, yo no digo nada…

—Román, ya vale la bromita, me estoy cansando de la misma canción tío. Lo mismo podría yo decir de ti que estás todo el día enganchado a él.

—Sí, sí, pero yo no lo miro con “ojitos”. Que se nota tío, se nota, ¡y ya está!

—No hace falta que se entere la gente ¿no? ¿Te voy a buscar un megáfono?

Las personas que también están en la parada del autobús miran a los dos chicos con la curiosidad de quien quisiera estar en medio para no perderse detalle. Una nueva voz interrumpe la escena.

—Bueno ya estoy, ¿nos vamos?

Yen aparece como por arte de magia. Ni Román ni Daniel, mirándo­se de frente como dos gallos de pelea, advierten que Yen llega corriendo y se sienta soplando en la marquesina de la parada del autobús. Se losqueda mirando sin saber qué los mantiene tan exaltados mientras va dejando la mochila en el suelo.

—Ei! ¿Me he perdido algo? ¿Me explicáis la bronca?

—Éste, que hoy está algo gilipollas.

Daniel le clava una mirada glacial.

—¿Te callarás ya, imbécil?

—¡Hostia el bus! Va Daniel. Román tío, déjalo ya ¿no?

Subiendo las escaleras del autobús y dejando a Yen pasar delante, Daniel se acerca al cuello de Román por detrás y rozándole la oreja le susurra.

—No sé yo quién está por quién….

Román se gira y lo mira con cara de indiferencia.

—Estás paranoico tío.

Daniel dejando que Román se siente al lado de Yen, sigue mirándolo desde el asiento de enfrente sin tener muy claro si la broma espontánea que acaba de hacer ha dado justo en la diana.

Los pensamientos no dejan de revolotearle hasta que la vocecilla automática anuncia la parada: “Santaló-Av. Praga”.

Leo, detrás de la barra, espera impaciente como cada miércoles por la tarde después del “cole” de los chicos la reunión cervecera como él la llama. Primero se calientan con unas cervezas y con esa alegría ganada a pulso toman posiciones alrededor del futbolín para pasar las siguientes dos o tres horas dándose palizas unos a otros.

El Santa está en plena calle Santaló, la típica cafetería antigua de toda la vida con los mismos clientes de toda la vida. Ahora, en pleno 2012 y desde hace cinco años, Leo la convirtió en un bar-cafetería de día con desayunos y meriendas, a partir de la tarde noche bar de copas, música de sonido más bien estridente e interminables partidas de futbolín y billar. El bar, de una extensión considerable, fue diseñado con dos ambientes: el de día a la entrada, y subiendo dos altos escalones y separado por una valla metálica a media altura la zona de recreo. Dos futbolines, en medio una mesa de billar, y alrededor taburetes altos y mesas bajas rodeadas de los más variados sofás, butacas y sillas de brazos. Los posters de la Barcelona antigua mezclados con fotografías en blanco y negro de los más famosos grupos de rock y heavy metal, hacen del salón la estancia más acogedora del bar.

Gracias a la Diosa fortuna de la lotería del Niño en el 2007, Leo pudo convertir la antigua cafetería en el sueño de su vida, dar a los chicos un lugar cómodo, moderno y acogedor donde pudiesen pasar las tardes y las noches. Aunque lo que más agradecía era la compañía de la que estaba necesitado desde que el asqueroso destino, como solía decir cuando salía el tema, se llevó a su mujer y su hija al más allá con solo dos años de diferencia. Esos chicos y el Santa eran ahora toda su vida.

Unas cuantas rondas van ya y los tres amigos apoyados en la barra mucho más contentos que al llegar, escuchan los interminables chis­tes que va contando Leo. Las risas se van contagiando hasta que va apareciendo el resto del grupo. Hacen los saludos de rigor y cerveza en mano en un santiamén se plantan en la zona de recreo. Dispuestos a jugar entrenando para el torneo, empiezan a colocarse en posición.

—Ahora vengo, voy al lavabo un momento, grita Yen.

—¡Espabila venga, ya estás meando rapidito!

Los demás ríen, imitando la fuente con el sonido típico. Yen apura el paso deseando vaciar toda la cerveza que le sobra.

—A ver si así me concentro más esta vez.

Sale del lavabo limpiándose las manos en una toalla de papel y se para en seco mirando la pizarra blanca de vileda con los nombres en negro recuadrados y los malditos números de posición a la izquierda. Las sienes le golpean una y otra vez cuando ve su nombre al final del cuadrante.

—13 Yen

—Mierda…

—Yen cariño, ¿qué te pasa?

—¡Elena!, hostia, no te había oído.

—¿Qué haces aquí parado? ¿No habías visto la clasificación aún? Pues lleva tiempo ahí colgada ¡eh!

—Sí, sí, es que ver mi nombre ahí, tan abajo… 

Elena se le acerca, le toca con la mano la rodilla y sin ningún tipo de pudor va subiéndola hasta llegar a la entrepierna donde suavemente empieza una leve caricia.

Yen la mira a los ojos mientras Elena va acercando su cuerpo hasta quedar pegada a él.

—Quieres, decir, ¿aquí, tan abajo?

—Elena, por favor no insistas, así tampoco lo vas a conseguir. De verdad, déjame en paz, no me gustaría enfadarme pero es que no quiero nada contigo.

Román, desde lo alto de las escaleras, sigue la escena sin mover un músculo. Los puños apretados aguantándolos para que no salgan disparados y el sonido de una voz seca que le sale sin pensar.

—Cuando acabéis de sobaros podéis venir, la peña está esperando.

Yen, sobresaltado por la inesperada presencia de su amigo y provo­cando un acto reflejo, separa a Elena de un empujón.

—Ya venía Román, Elena acaba justo de llegar.

Elena, con la más irónica de sus sonrisas se acerca lentamente a Román y le planta un sonoro beso en la mejilla.

—No te preocupes chato que hay para todos.

Román sigue con la mirada la figura delgada aunque bien propor­cionada de Elena y se detiene en su falda demasiado corta. Una sonrisa de oreja a oreja asoma sin darse cuenta.

—Hostia tío estás pillao…

—No Yen no, pillao no, esta tía me pone como una moto. Pero bueno, vamos ya, verás como hoy nos los cargamos.

El sonido de las bolas y los gritos, empiezan a provocar en Yen algo especial, no sabe por qué pero presiente que esta noche será diferente, muy diferente.

6

CLARA IBARZ

El armario ropero a modo de vestidor en la habitación de Clara no guarda mucha ropa pero sí la imprescindible. La misma para ir a trabajar, las prendas básicas, y algún capricho para las pocas salidas esporádicas con Lucía.

En la consulta viste siempre bata blanca por lo que el estilo casual que normalmente lleva sólo puede lucirlo al entrar y salir. En tantos años trabajando en el centro dental ya se acostumbró a no perder el tiempo preparándose la ropa la noche anterior. Pensar en cómo com­binar estilos y colores para estar más elegante, se ha convertido en otro más de sus muchos cambios.

Ese mismo vestidor había recogido hace ya treinta años variedad de estanterías a los dos lados con innumerables prendas de vestir ordenadas por colores, temporadas y estilos; numerosos zapatos, botas, zapatillas deportivas, bolsos de diario y de vestir, al igual que complementos para dar el toque final a su inmaculada presencia.

Su profesión de secretaria requería un aspecto correcto y elegante y ella supo mantener la imagen ideal. La deformación profesional, como pensaba siempre que recordaba al dedillo las explicaciones de su profe­sora de la clase de Protocolo, hicieron que aplicase los conocimientos adquiridos en el día a día a su empresa. Esta sucursal francesa dedicada al tratamiento de aguas también requería un personal de gerencia que, además de cualificado, ofreciese un aspecto correcto.

Clara Ibarz Vivancos fue una señorita como Dios manda, una secretaria de dirección como las de antes, entregada, eficaz, dedicada por completo a su trabajo y a su jefe, implicada al máximo, responsable y dispuesta a todo para complacer a sus superiores. Ahora, cuando su memoria se da un paseo por aquellos tiempos, daría parte de su vida para borrar, para hacer desaparecer algunos años, aunque se consuela pensando que es lo que le ha tocado vivir y que por algo será que ha recibido el trozo más pequeño del pastel. Su inestabilidad, sus cambios de humor, sus frecuentes impulsos innecesarios, ayudaron a forjar la tragedia que daría al traste con la estabilidad en su vida. Pero la amistad con su amiga Lucía y su nuevo trabajo la sacaron poco a poco del fondo del infierno donde ya se había acostumbrado a vivir.

El Dr. Alba, dentista al que acudían todos en la familia, pensó en ella al jubilarse la recepcionista de la consulta y quién mejor que Clara, que había pasado por una etapa realmente complicada y difícil y a la que conocía desde jovencita, para proponerle el puesto vacante. Saturada y agobiada por responsabilidades, sumadas al problema personal del que estaba saliendo poco a poco y con un miedo terrible a caer en la depresión que pudiera provocarle el no mantenerse ocupada, aceptó sin pensárselo dos veces la proposición de Horacio Alba.

Así empezó una nueva vida, con la agradable rutina diaria de atender el teléfono, dar horas de visita y acompañar a los pacientes a la “sala de relax” como les solía decir para romper el hielo del miedo. La simpatía moderada, la sonrisa tranquilizadora y su alegre tono de voz, hacían que los pacientes olvidaran por un momento que iban “al matadero” como alguno solía decir; no cesaba de hablar hasta que los hacía pasar al cuartito blanco, entonces, y después de haberlos distraído durante todo el pasillo, los dejaba ya más tranquilos en manos del doctor.

De pie mirándose al espejo, se viste ahora con pantalones tejanos y blusa blanca, busca el complemento adecuado en un cinturón marrón al igual que las botas camperas que hacen juego con el estilo sport que ha decido llevar para su encuentro con Lucía. Su amiga Lucía del alma. Su mejor amiga íntima, siempre a su lado, ayudándola, entendiéndola, enfadándose con ella cuando hizo falta y haciéndole pasar sus ratos más divertidos, esa era Lucía, su “hermana” como la llamaba, como se llamaban desde que se conocieron en la empresa donde trabajaba.

A las dos ha quedado en su casa para comer y charlar. Clara, después del desayuno con Yen de ayer, del momento de relax en la terraza, con una energía nueva, desconocida y un ánimo que la empuja, decide llamar a Lucía y tener una larga conversación.

—Lucía, hola soy yo.

—¡Hombre, si es mi hermanita del alma!

—Oye, me estaba preguntando si me invitas a comer y si no has quedado por la tarde me llevo un pastelito y merendamos en tu casa.

—¿Aquí en casa? ¿No quieres salir y hacemos fuera el cafelito?

—No, no, si no te importa me apetece estar tranquilita en tu casa, así hablamos y eso…

—Uy nena, ese “hablamos” es sospechoso, ¿has de explicarme algo?

—Bueno, la verdad es que lo que más me apetece es ese risotto tan bueno que preparas y la música instrumental que pones de fondo en las conversaciones trascendentales.

—O sea, que nos espera tarde de confidencias. Bien, me apunto. Pero ¿es quizá algún tema penal? ja ja.

—¡Lucía!, ¿quieres dejar el tema de los penes por una vez en tu vida?

—No puedo hija, ya sabes, donde se ponga una buena porra que se quiten los palillos…

—No tienes remedio, pervertida.

Clara sonríe a la vez moviendo la cabeza de un lado a otro. Nunca ha conocido a nadie que en cada frase que dice haga alusión al tema sexual. Y lo mejor es que es tan divertida que llega a decir las obsce­nidades más aberrantes con una genialidad increíble. Bendita Lucía.

—No, en serio, tengo que hablar contigo.

—Bueno, pues te vienes para las dos y ya te voy preparando el risotto, ¿de champiñones?

—Venga, de champiñones.

—Oye Clara, trae de paso un dvd de aquellos calentitos, así cuando te vayas no me sentiré tan sola. Me he comprado un cacharrito nuevo ¿sabes?

—Lucía, ¿te quieres callar? eres una obsesa.

Clara se levanta de un salto del sofá mano en la cintura dispuesta a terminar la conversación. Como empiece a hablar de temas calientes no se calla, no tiene fin, es casi la una y no le apetece nada correr.

—Bueno, voy para allá petarda.

—¡Tráete el dvd que sino luego me aburro!

—Vale, cuelga ya pesada. ¡Nos vemos!

Después de pasar cinco minutos dando los últimos retoques a su discreto maquillaje, coge el bolso bandolera, se lo cruza a la espalda y sale de casa. Una vez en la portería vuelve a mirar hacia arriba buscando el extraño color celeste que la sorprendió por la mañana. No hay rastro, por el contrario es una mañana soleada como cualquier otra.

De camino a la estación de tren no deja de pensar en la decisión que tomó en la mañana, en este ánimo nuevo que la inunda por dentro, y en esa dichosa luz de color celeste. 

7

ELENA, SENSUAL, SEXUAL…

Inclinados sobre el futbolín, Yen y Román a su lado, han empezado el primer entreno en serio para jugar el campeonato. Disponen de pocos días con algún rato buscado a conciencia durante el fin de semana cuando no hay una peli nueva que ver en el cine, —Daniel no se pier­de ninguna de estreno, o cuando descansan de discoteca —Román estaría bailando las veinticuatro horas del día, y porque no hay más—.

Román cuida la portería y Yen se encarga de meter goles cuando puede. La concentración es básica y los dos juegan siempre en silencio intentando no perder la bola de vista. La transformación cuando cada uno cierra el puño en sus barras se hace evidente: el semblante se vuelve inalterable, la vista se mantiene siempre baja y la cabeza sólo gira de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, a ninguno de los dos le interesa la expresión de la pareja que tienen delante, los gritos, los za­randeos innecesarios. La provocación que pretende la desconcentración encuentran una barrera impenetrable en el lado opuesto de la mesa.

Yen ha tenido y tiene presente las reglas de oro de su padre. Eu­genio Linares además de un fuera de serie en el juego lo era también cuando dictaba a su hijo desde bien pequeño las normas básicas. Los trucos, lo que era imprescindible hacer y lo que estaba prohibido, cómo concentrarse y cómo vaciar la mente de todo lo que no fuesen estrategias, mantenerla lúcida y con el ánimo bien arriba, era requisito obligado para hacer más fácil la victoria.

El venirse abajo después de repetidas jugadas fallidas o dejar que los nervios traicionaran sus manos y su mente, era algo que Yen consiguió controlar desde muy pequeño. Ahora, con veinte años todo fallaba, había estado fallando desde que él se fue. De imitar con éxito a su padre ga­nando la mayoría de partidas, incluso jugando con chicos más mayores, a empezar a quedarse atrás una vez tras otra solo había una línea muy fina pero a él se le abría un abismo cuando tiraba de recuerdos.

Elena, cerveza en mano y sentada en un alto taburete, mira en silencio el juego, el cruce de piernas intenta provocar sin éxito. En el fondo sabe que la vista de los chicos no se desviará para contemplar lo que enseña sin ningún tipo de pudor. Aunque la mirada pretende mantenerse al frente, algo en su interior hace que busque alguna que casualmente sí se haya detenido en sus piernas o la en la abertura que deja la camiseta para mostrar un pecho pequeño pero bien proporcionado, lo único de lo que está realmente orgullosa de su cuerpo, tanto es así, que no utiliza sujetadores, no le hacen falta, le excita pensar cómo se ponen los chicos cuando disimulan mirándoselos.

—¿Empezamos la cacería, Elena?

Daniel, a su lado, le pasa un brazo por los hombros a la vez que bebe su coca-cola con hielo, luego, y sin dejar de mirarla desliza el vaso largo por el escote haciendo que Elena tense la espalda y un estremecimiento interno la recorra sin querer.

—Sólo tienes que cambiarme la cara y ponerme la de Yen, te estoy haciendo un favor, así te puedes poner cachonda ahora y después lo tendrás más fácil.

—Tú ocúpate de preparar tu asqueroso culo para recibir tus jodidas visitas, a mí no me hace falta calentamiento porque ya lo llevo puesto siempre, ¿te queda claro Daniel?

—Eres una cabrona, ¿lo sabías?

—No más que tú. Y ahora déjame en paz que me espantas el plan.

Elena se levanta de un salto y se dirige a la barra enseñando la botella vacía a Leo, será la cuarta en lo que va de tarde y prevé que acabará emborrachándose como siempre. Mientras espera detrás del grupo que colapsa la barra a que Leo le abra el botellín, despliega la vista buscando a alguien nuevo que no conozca su afición a las braguetas. La única imagen que capta su interés, es una niñita que no había visto hasta ahora plantada exactamente en su lugar, sentada en su taburete y absorta en el juego, más que en el juego en una persona en concreto.

Alcanza el botellín de manos de Leo entre la gente, sus gritos se mezclan con el Fuel de Metallica.

—Leo, apúntamela y te las pago todas después, tengo el bolso allá arriba, ¿vale?

—Y aunque lo tuvieras aquí abajo., Elena te estás volviendo una morosa y sabes que eso no me gusta, si consumes pagas, y si no, no te sirvo ¿estamos? Aunque tu padre vendrá el lunes, no te preocupes, si acaso ya me pagará él.

Elena tuerce la boca en una expresión de desagrado y preocupación.

—No, no, esto…, antes de salir ya te pago, no hace falta que le digas nada.

Leo esconde una mueca incómoda bajo el bigote mientras mira casualmente hacia la planta de arriba.

—Elena, creo que te estás perdiendo algo interesante. Mira.

Ella estira el cuello mirando en dirección a los futbolines, abre los ojos de par en par cuando no puede localizar a sus amigos. El temor a que su padre se entere de sus deudas, en unos momentos la ha distraído del cambio de ambiente en el Santa. Ahora y por extraño que parezca la mayoría de gente está en “su” zona.

A una distancia prudencial se mantienen los chicos y chicas. En el centro, los cuatro jugadores golpean la pelota blanca sin parar, el silencio se va haciendo patente mientras camina hacia allá y sube el escalón. En la sala se respira emoción y tensión a partes iguales, en la mesa de juegos uno de ellos empieza tímidamente a sonreír.

8

ME LLAMO RENÉE, ¿Y VOSOTROS?

Desde el primer —¿vale?— vale, pronunciado por los dos contrincantes al inicio de la partida, una fuerza desconocida hasta ahora hace que Yen acierte los pases con una increíble habilidad. Le es más fácil pensar, calcular las jugadas, el golpeo a la bola por los pies de sus jugadores hacia el otro extremo de la mesa desemboca la mayor parte del juego en goles en la portería contraria.

Yen no quiere distraer su concentración, no quiere pensar que juega diferente, que una calma interior hace que los nervios no hayan vuelto esta vez, que tiene la mente clara para planificar jugadas. La vista de derecha a izquierda le parece un paseo virtual por el campo de juego en el que los muñecos se deslizan por las barras con las órdenes directas que, ahora sí, no encuentran filtro cuando llegan a sus rápidas manos. Los giros certeros y seguros de sus muñecas van encontrando oportunidades que no se escapan a esta nueva estrategia que está apareciendo. Siente como se convierte en un instante en el enano que delante de su padre se esforzaba en meter las nueve bolas como fuese, siente como la alegría, entonces un tanto escandalosa, vuelve ahora aunque más pacífica. La presión de la gorra que lleva cuando juega le hace recordar ahora la que siempre llevó de pequeño, la que aparte de mantenerle más aislado impidiéndole algo de visión, servía para recoger su rubia melena dejándole sólo a la vista una pe­queña coletilla. Su padre le hacía enfadar cuando decía que tenía que jugar “a pelo”, que eso sólo eran tonterías, igual que los que utilizaban guantes, todo eso eran chorradas para hacerse notar, que los buenos jugadores no necesitan artilugios de maricas. Pero él no cambió nunca, en eso era muy suyo y difícilmente nadie lo hacía cambiar de opinión, se mantenía firme en lo que pensaba y ni su padre, con todo lo que significaba para él, hacía que modificase cualquier creencia, era otra forma de motivación indirecta; aún con artilugios de maricas era capaz de ponerse a la altura de su maestro. Incluso cuando él se fue, probó utilizar los guantes que lo ayudaron en el agarre del mango, parecía que controlaba mejor el movimiento y tenía más facilidad para hacer girar la barra. 

Desgraciadamente no pudo compartir el resultado de la experiencia con él. Tampoco pudieron compartir partidas con los jugadores con los que estaba jugando precisamente ahora, jugadores de una sola pierna. Los muñecos tenían las dos piernas juntas como si fuesen muñequitos de plástico montados en una barra metálica. Esta mesa de futbolín más pequeña que las habituales, es la que se utiliza en campeonatos internacionales. También se quedó sin saber su opinión aunque imagina que, con lo dado que era a mantener las tradiciones, hubiese dicho que eso no sería hacer país aunque apostaría a que con el tiempo hubiera disfrutado igual, con una pierna que con dos.

Leo, presionado por los chicos que sabían cómo se jugaba en otras partes y sobre todo en el extranjero, empezaron a bombardearlo con fotografías y artículos en los que se alababa este nuevo modelo de mesa. Fue Román quién incluso le enseñó, portátil en mano, algunas escenas de partidas y páginas web dónde podría adquirir uno para el local. Al final, y haciéndose de rogar, ya que al final acabó entusiasma­do igual que ellos, compró un fantástico futbolín de una pierna que colocó al lado del que ya pasaba a ser una reliquia y la mesa de billar. A partir de entonces tuvo asegurada la clientela habitual y la que le llegó, gracias a Dios, de rebote. El Santa pasó a ser definitivamente el local más moderno de la zona.

Román, perfectamente compenetrado con Yen, hacía su juego lo mejor que podía. Como pensaba Yen, su amigo era un genio como portero y también haciendo las veces de jugador, en muchas ocasiones lo había superado. Es por lo que en momentos de frustración pensaba en su amigo como sustituto para las partidas importantes. 

Con su escaso metro y medio, pelo largo y bien cuidado, adornado con un piercing en la ceja y dos pendientes la mar de discretos, se movía sin parar, era todo un nervio andante, las camisetas siempre acababan empapadas en sudor y es que es algo que no podía controlar, decía que él había nacido hiperactivo y con el paso de los años se intensificaba. Yen era el complemento perfecto, la pasividad personificada, con una calma que a veces exasperaba a su amigo, pero quizás ahí estaba el secreto de su amistad: lo que le faltaba a uno lo suplía el otro.

Elena se abre paso entre los chicos y llega a tiempo para ver como Yen abraza a Román con una expresión de alegría que hacía tiempo no veía después de una partida.

—¡Pero tío, que ha pasado! ¡Tela cómo has jugado!

—Hostia Román, ¡qué subidón! ¿Pero tú has visto cómo entraban las bolas?

—Es que, te he visto jugar diferente. Qué cabrón, ¡te los has me­rendao!, ¡jodeeeer!, no me lo creo, no me lo creo.

Yen mueve la cabeza de un lado a otro con una sonrisa espectacular, incrédula, ahora no podía pensar qué era esa fuerza que le había salido de dentro que lo había hecho jugar otra vez de aquella manera, luego con más calma lo haría.

Fuentes y Óscar se acercan a ellos con una expresión un tanto diferente.

—Vaya, vaya, hemos vuelto a nacer ¿eh Yen?

—Lo bueno se hace esperar Óscar. Todo llega, ya ves.

—Un golpe de suerte fortuito, nada más. No te lo vayas a creer mucho Yen, que lo que sube baja y habéis estado mucho tiempo en las profundidades, salir a flote os va a costar.

—Y vosotros os encargaréis que sea así ¿no?

—El liderato no se traspasa así como así, si lo queréis os costará conseguirlo, eso ya te lo aseguro yo. A ver si el miércoles seguís igual de gallitos.

Después de pronunciar la frase lapidaria Óscar y Fuentes pasan por delante de los felices ganadores dejando una estela de desconcierto tras suyo. Esta noche ha sido la primera desde hacía mucho tiempo que eran desbancados por un juego perfecto, limpio y justo. Lo que más les dolía era eso precisamente, ser conscientes de que al menos hoy ya no eran los mejores. 

—Buen juego, chicos. Digo, buena partida.

—¡Ah! ¡Hola! Sí sí, gracias.

Yen y Román se quedan mirando a la dueña de la vocecilla cantarina que se ha dirigido a ellos. La miran sin saber quién es y recordando al mismo tiempo algún posible ligue post-borrachera, aunque le siguen la corriente sin que se note mucho, por si acaso.

—La verdad es que yo no entiendo mucho, pero me parece un juego súper interesante, ¿no?

—Pues, sí, sí, interesante sí lo es…

Los chicos se quedan un poco cortados, tanto por la conversación un poco rara viniendo de una chica de mas o menos su edad, como por su aspecto. Mucho más alta que Román y a la altura de Yen, casi iguala su metro ochenta y cinco, los bucles de su oscuro cabello le caen a los lados y otros más pequeños encima de los ojos, el gracioso gesto apartando los que le molestan le dan una apariencia simpática, aniñada. La boca un poco grande así como los ojos, parece que sonríen a la vez.

—Me llamo Renée, y ¿vosotros?

Los chicos se presentan a la vez provocando una risa espontánea en los tres.

9

LUCÍA TABERNER

Lucía Taberner Murillo, nombre completo de la mejor amiga de Clara. Soltera empedernida a sus cincuenta y tres años y sin vistas ni loca, de compartir ni cepillo de dientes, ni casa, ni por supuesto vida con nadie. Pasa sus días desde los veintipocos en este palacete totalmente refor­mado y renovado a su gusto en pleno barrio residencial de Bonavista.

En la zona alta de San Cugat del Vallés y rodeado de montañas frente al Club de Golf Bonavista, sobresale el gran caserón de tres plantas que compró a una inmobiliaria hace ya muchos años por unos cuantos millones de los muchos que le quedaban aún, venidos a ella desde la fortuna de la familia Taberner.

El palacete, igual de destrozado por dentro como deteriorado por fuera, encandiló a Lucía que lo vio por casualidad en las páginas de una de tantas revistas inmobiliarias. Eso era lo que estaba buscando aunque tuviera que desplazarse desde Segovia a Barcelona, le serviría también de exilio después de la mala pasada que le jugó su novio-futuro-ex-marido Julián Castro.

Julián y Lucía se conocían desde los quince años. Compañeros de escuela, después de instituto y colegas de universidad, probaron las mieles de la amistad, la compañía, y más tarde los bailes acarameladitos en las discotecas y los descubrimientos sexuales en la parte de atrás del Mercedes de papá acabando, como era de esperar, en una consolidada relación de novios con vistas a unirse ellos dos y convenientemente las familias Taberner-Castro.

El niño, respaldado también con una buena dote, planta de Don Juan y muchas ganas de seguir probando más mieles que las ya cono­cidas de su querida Lucía, dispuso micrófono en mano justo delante del párroco de la catedral anunciar a los más de trescientos invitados que, mira por dónde, había decidido en ese justo momento mantener la soltería y de paso dejar a su flamante novia plantada, con las órbitas de los ojos rodando entre las flores de la escalinata del altar.

Tal fue el desconcierto de los presentes, que no daban crédito a la actitud de Lucía: con la cabeza bien alta, sacando pecho y repartiendo orgullo a diestro y siniestro, cruzó, cola en mano, el pasillo central con la mirada fija en los portones de la salida para disimular la vergüenza. Ni una expresión de tristeza, ni una lágrima, pudieron ver en ella los invitados que se quedaron clavados como estatuas en los bancos de la suntuosa Catedral de Santiago.

A partir de aquel día, con sus diecinueve años y un carácter leonino a cuestas, se juró que nunca ningún hombre se reiría de ella como lo acababa de hacer Julián y se prometió no compartir su vida con nadie. En algunas épocas de su vida casi dio al traste con esta determinación. Tuvo pretendientes que hicieron tambalear la soltería, pero ella se mantuvo firme y consiguió tener sin ataduras todos los hombres que se le antojaron.

La desgracia del plantón de Julián tuvo su lado bueno, como llegó a pensar a partir de entonces. Hizo su vida a su manera tal y como le vino en gana, viviendo como si fuese el último cada presente, disfrutando de todo lo disfrutable y gastando su fortuna con toda la prudencia de que siempre hicieron alarde los Taberner.

Puede presumir aunque no lo hace, de haber conocido actores, can­tantes, gente importante de la política, de mantener relaciones íntimas con todo aquel que le hizo gracia. Siempre dice que si escribiera lo que vio y vivió con muchos de ellos, se habría sacado un sobre sueldo acumulando cientos de best sellers.

Llegó a Barcelona con las ilusiones puestas en el caserón. Contrató arquitectos, diseñadores, estilistas, contactó con las casas más presti­giosas de mobiliario y los proveedores de los artículos más originales en cuanto a decoración. Diseñó las cinco habitaciones para invitados de la casa con ambientes diferentes, desde lo más barroco y recargado a lo más frío y naïf del momento, pasando por el romanticismo de los doseles y el rosa pálido. Hizo construir una piscina y un invernadero por eso de la compañía, —con los animales no se llevaba nada bien, bueno, no se llevaba—, la dedicación a las plantas y las flores era uno de sus pasatiempos favoritos. A falta de criar y cuidar niños criaba y cuidaba plantas, frase que le encantaba decir cuando presentaba a sus invitados su colección de horticultura. 

La amplia buhardilla de más de cien metros cuadrados, la dedicó a su pasión: la pintura. Pintó siempre desde pequeñita, primero en cuartillas, cartulinas, láminas, lienzos; con lápiz, rotulador, carbon­cillo, acuarelas y pinceles. Estudió técnicas, se perfeccionó con cursos en el extranjero e hizo de la pintura su oficio. Expuso con éxito en galerías del país, Francia e Italia y se rodeó de la gente más bohemia e interesante que corría en esos tiempos.

Su espíritu inquieto por naturaleza le hizo acercarse a la fotografía. Otro reto que retomar, ya que en su infancia hizo sus pinitos en Sego­via fotografiando todo aquello que se movía, desde su extensa familia, padres, abuelos, primos y tíos a los animales de las cuadras y todo lo estático por donde pasaba. Con trece años tenía unos cuantos books de instantáneas bastante aceptables. Uno de sus primeros trabajos como free-lance haciendo reportajes fotográficos, fue para la empresa Kriptón Générale que preparaba catálogo promocional a lo grande y buscaron la profesionalidad en el ámbito empresarial de una de las fotógrafas más prestigiosas del momento. Esa era ella, Lucía Taberner, y aceptó encantada el trabajo tanto por ser un proyecto novedoso para una gran empresa, como por la ilusión y confianza con la que el departamento de marketing se lo transmitió.

Aquí conoció a la secretaria de gerencia Clara Ibarz, que pasó a ser una colaboradora eficaz y gracias a su ayuda y consejos elaboraron finalmente un atractivo y exitoso catálogo. Fue, entre comidas de em­presas, copas para celebrar, salidas con equipo fotográfico y carpeta en mano, que empezó a crearse un feeling especial entre las dos mujeres. Coincidían en tantos temas, que a las dos les pareció estar viviendo un dejà-vú real, con afinidad en pensamientos, gustos e ideas.

Cuando Lucía finalizó la colaboración con Kriptón, se llevó una sucosa retribución por el trabajo realizado, además de la amistad de una recién iniciada amiga que la acompañaría, casi casi, toda la vida.

10

RENÉE, EN MEDIO DE UN FUTBOLÍN

—Vaya, perdonadme chicos, pero no os he oído. Claro, si hablamos todos a la vez…

—Yo soy Román.

Renée se agacha desde su metro ochenta y recibe dos sonoros be­sos de Román que casi se ha de poner de puntillas para alcanzar las mejillas de la chica.

—¿Y tú eras?

—Yen, bueno mi nombre es Alejandro pero me llaman Yen.

—¿Tienes dos nombres?

—Mm, bueno no, sí, bueno, Yen es un nombre que me pusieron de pequeño, pero mi nombre real es Alejandro.

—¿Y por qué te llaman Yen, es que te gusta más?

—Sí, la verdad es que sí, Alejandro es muy largo y Yen, a parte de ser mas corto, era el nombre de mi personaje favorito de una serie de dibujos animados que salía en la tele. ¿Tú no veías la serie?, era un niño japonés que jugaba muy bien a fútbol, yo siempre quise ser como él y mis padres de broma empezaron a llamarme igual y así se quedó ya para siempre.

—Me gusta Yen, es como la moneda japonesa ¿no?

—Sí, sí, —Román la mira fijamente como si estuviera hablando con una cría de cinco años.

—Es que el niño era gordito y redondo como una moneda, es por eso que tenía ese nombre, —la sigue mirando incrédulo sin dar crédito a que no tenga ni idea de lo que están hablando.

—Ah, ya entiendo.

Román y Yen con los ojos como platos, se miran disimuladamente con una expresión de sorpresa. La conversación es un poco rara, no están acostumbrados a dar tantas explicaciones y más a una chica de su edad. ¡No era posible que no supiera quién era Yen ni “El astro del fútbol” Dios mío!

—¡Holaaaaa! Oooh Yen, me perdí la partida. Explícame que ha pasado poooor favooor.

Elena acaba de llegar y Yen nota las cervezas ingeridas por la forma “made in Elena” que tiene de arrastrar las vocales cuando el efecto se empieza a notar.

Renée la mira fijamente, casi descaradamente; Elena, que no la había perdido de vista desde que la vio desde la barra, hace lo mismo aunque la mirada tiende más a ser de borrosa curiosidad.

—¿Hola?, oye no te conozco, no te había visto antes por aquí.

—No, no, es la primera vez que vengo —Renée se retira los rizos de la frente y cruza las manos en la espalda— Me llamo Renée ¿y tu?

—Soy Elena, a ellos veo que ya los conoces, ¿os habéis presentado?

—Sí Elena, gracias. Por cierto ¿has visto a Daniel? —Román mira por encima de las cabezas buscando a su amigo que ahora recuerda no haber visto desde el principio de la partida.

—Antes estaba en la barra con Óscar, creo que ya iba algo colo­cado —Elena se toca ligeramente la nariz aspirando un hilo de aire.

—Este tío es gilipollas, va detrás de Óscar chupándole el culo sólo por la mierda ésa.

Román se acerca a Elena haciendo intento de mantener una con­versación en la que los dos están casualmente de acuerdo.

—Oye, ¿y Óscar ha jugado también con vosotros?

—Elena mira ahora a Yen esperando una respuesta.

—¿Yen? ¡Eoooo, tío que te estoy hablando!

Elena sorprende a Yen con la mirada puesta en Renée, que sentada de nuevo en el alto taburete con un cruce de piernas algo diferente del que antes estaba en ese mismo asiento, sigue la conversación mi­rando a unos y a otros. —Realmente los pantalones oscuros y el jersey de cuello alto y manga corta de color violeta le quedan de maravilla a esta chica; esta mirada tranquila, la sonrisa abierta, alegre, ¡Dios qué ojos! Realmente esta chica es muy mona, qué mona digo, está muy muy buena—.

Yen se pierde en sus pensamientos. En un momento se ha aislado de sus amigos, de Elena, de Román, y su atención se le ha ido toda en línea recta en busca de esa nueva figura que no deja de fascinarle, no sabe qué tiene pero hay una atracción extraña, será porque es un poco rara.

Román le da un ligero empujón y Yen mira instintivamente a Elena.

—Ay Elena, ¿qué decías?

—Hostia tío aterriza. Que si Óscar ha jugado con vosotros te es­taba preguntando, porque lo vi antes en la barra con Daniel y estaba bastante fumao.

—Claro Elena, ha jugado y ha perdido, así de claro, aunque te parezca extraño. De todas maneras sabes que cuanto más colocado va mejor juega, o sea que puntos para mí porque hoy se ha llevado una paliza de cojones.

—O sea, ¿que es verdad?, ¿habéis ganado vosotros?, y además Óscar iba petao hasta las trancas! —Elena se acerca despacio a Yen y le coge la barbilla.

—Así me gusta, que empieces a darle su merecido a ese imbécil. Pero oye, vigila a Daniel que se le está pegando a los pantalones y va a acabar como él, se cree muy listo y la va a cagar. Pero bueno —Elena le cruza los brazos al cuello— esta victoria habrá que celebrarla, ¿no?

Román taladra a Elena y ella al darse cuenta se abraza a Yen más cariñosa.

—Vamos, que estoy seco —Yen se quita rápidamente por segunda vez en la noche a Elena de encima y vuelve a buscar la mirada de Renée.

—Renée, ¿te vienes a tomar algo abajo?, —la mirada de Yen se traduce en una súplica para que diga que sí, acercándose a ella le coge las manos para animarla a seguirlos.

—Bueno, pero, ¿es muy lejos? —Renée acepta la mano y baja de un saltito apoyándose en Yen.

—No mujer no, ¡jajaja!, si es aquí abajo, a la barra, pedimos unas birras y nos sentamos por ahí, así nos cuentas cosas y podemos charlar más tranquilamente.

—Vale, ¿y me explicáis cómo se juega a esto del futbolín?

Elena saca morros sintiéndose poco a poco desplazada, —la niñita esta me va a dar trabajo extra, va pensando mientras busca a Román para pegarse a él. La última cerveza y el cabreo repentino están ha­ciendo que sus pies empiecen a dibujar alguna que otra ese.

—Bueno, ya te lo explicaremos por encima, es un juego muy entretenido pero un poco complicado, si te gusta el fútbol es pan comido, ya verás.

Yen se da cuenta que aún sigue con la mano de Renée entre la suya. Algo le roza la muñeca, cuando la vista hace un alto para ver qué es, un flash como un rayo cruza su mente. Su memoria está observando una pulsera con unas preciosas piedras de colores, una pulsera muy familiar que le trae recuerdos de algo, ¿de qué?

—¿Te gusta? —Renée baja la cabeza buscando su cara.

—Eh…, sí, mucho. La verdad es que esta pulsera, es como si la hubiese visto antes, no es una pulsera muy normal, estas piedras, tantos colores…

Renée suelta su mano, lo mira a los ojos un instante y Yen se siente como transportado, elevado, con una paz extraña, con una sensación que ya ha sentido antes, pero no recuerda cuándo.

Ahora no es el momento, pero después, tranquilamente, ya lo pen­sará. Deja pasar a Renée que baja los dos escalones y la sigue hacia la barra, ahora sí que le apetece una cerveza bien bien fría, o quizá dos.

En un momento, la alegría que siente la borra una imagen desas­trosa: Daniel estirado en unas sillas, un brazo que le cuelga hasta el suelo y la espalda de Leo inclinada encima suyo.

—Jodeeeer Daniel.

11

CLARA A SOLAS –1–

Sentada al lado de la ventanilla del tren que la lleva a su encuentro con Lucía, Clara empieza la lectura del último libro de una de sus autoras favoritas, Isabel Allende. Le apasiona la forma natural y sencilla de escribir, las historias con ese trasfondo de humanidad que imprime en los relatos siempre fascinantes. Le encanta leer, siempre que tiene un momento hay un libro en sus manos; intercambia, compra o relee los que habitan la gran librería de la sala de estar de su casa. Desde el primero que inauguró las estanterías, su querida “Bernadette”, pasando por Donna León o Stephen King, los géneros más dispares destinados a sus diferentes estados de ánimo se mezclan entre ellos para distraer su vida.

No es la primera vez que, adentrándose en historias ajenas, ha pensado en poner sobre papel las alegrías y desgracias que han con­formado su vida, seguro que darían para un buen relato, pero siempre ha encontrado una excusa para desistir de la idea. El enfrentarse a ella misma, a sus errores, a sus actos, ha provocado el rechazo a auto confesarse delante de unas cuartillas.

Lucía le ha dicho cientos de veces que las heridas se curan cuando las hablas, cuando las arrancas aunque sea a la fuerza de dentro. Pero el dolor a toparse con el recuerdo ha sido más fuerte y así ha ido car­gando con la mochila del pasado. Ahora, el peso se le está haciendo dolorosamente insoportable.

Las voces que de pronto empieza a oír, hacen que detenga la últi­ma frase del libro y levante la vista un poco molesta. Le incomoda sobremanera la gente que parece que dé conferencias en el metro, el autobús o el tren, que eleven el tono de la voz hasta volverse realmente insoportable, escuchar a la fuerza conversaciones que nada interesan a quién no quiere oírlas la pone de los nervios.

En un momento ocupan los dos asientos de delante dos viejecitos. La señora se sienta hablando para ella, con ella misma, el señor mayor que la acompaña se limita a mirarse las manos juntas apoyadas en el bastón que clava con fuerza en el suelo.

Piensa que debe ser invisible. La señora continúa hablándose, se pregunta y se contesta sin interrupción de su compañero que sigue mirándose la infinidad de manchas de las manos.

Imposible concentrarse…

Parece que la señora tiene un problema de insomnio y van a visitar a un médico rural que le han asegurado le solucionará el sueño.

Verás tú que este hombre tampoco da con el problema. Ya llevo dos semanas sin pegar ojo. Seguidas. Claro, como tú duermes como una marmota. Pues me ha dicho la Margarita que a ella le quitó la artrosis y ahora se va a hacer piscina cada día. Claro, pero ella duerme. Todas las noches. Ya me gustaría verla como yo. Verías tú si iba a tener ganas de piscina. Ochenta euros que vale la visita¡ Anda! Para que luego no me encuentre solución. Unas agujas dice la Margarita que te pone. Ya ves tú. Que con un pinchazo dice que te cura.

Con un suspiro de aburrimiento y decidida a evadirse del mo­nólogo si puede, saca del lomo el punto de tela verde y cierra el libro sobre su regazo, apoya la cabeza en el cristal, cierra los ojos y poco a poco las voces, el médico nuevo, la quietud del señor, van quedándose atrás, se van perdiendo acompañando el paisaje que el tren va encontrando, sólo va quedando el eco de las palabras cada vez más dispersas.

El balanceo se hace más presente.

Llegará el día en que yo también hablaré de mis achaques, de mis males de viejecita. Llegará el día que también habrá quien piense que soy repetitiva en lo que digo, en cómo lo digo, alguien también cerrará los ojos para cerrar también los oídos a mis palabras. La gente mayor. Ella va en esa dirección, la que la conduce a la vejez, la única que ya va quedando pasada la barrera de los cincuenta.

Abre los ojos sin pensarlo y como en una película muda la pareja de ancianos sigue ahí, gesticulando. Se fija en las arrugas muy a flor de piel, las gafas bifocales de la señora y la boina color gris del señor sin casi pelo. Se ven aumentadas de tamaño, destacándose como signos inequívocos del paso de mucho tiempo. La realidad que de pronto se pone delante para que luego no aparezca de sorpresa, como un aviso a tiempo del futuro que la espera sentado cómodamente en las dos butacas de enfrente. El fiel reflejo de la madurez, de la última montaña que toca esca­lar, es lo que en ese momento se le hace más patente. La vida sigue su camino, el que ella ha escogido seguir, ni el de la izquierda ni el contrario, ¿o es el que le ha tocado?

De pronto, aunque sin buscarla a propósito, aparece la imagen de Eugenio, clara, nítida, como una aparición mística y un lento sollozo se le incrusta en la garganta y se le queda ahí clavado, quieto, por suerte no lo acompañan las lágrimas. Ahora no es el momento de llorar, no aquí, delante de los abuelos. Y sin más y apretando con fuerza los ojos, simula un ligero carraspeo y lo hace desaparecer.

Pero Eugenio no se va, vuelve ahora su imagen de chico joven, de veinte y pico, alto, moreno, de anchos hombros, con el cabello siempre engominado y muy corto, peinado siempre tan clásico. Él decía que se veía moderno y Clara le respondía que por poco no se le salían las ideas por entre los pelos… Sonríe, parece que lo esté viendo ahora mismo, lo ojos negros, tan negros como su pelo, y su tez oscura, parecía broncea­do todo el año, la boca grande, los labios grandes, exactamente como a ella siempre le gustaron, mandíbula fuerte, estilo Robert Redford, que le confería un aspecto tan y tan varonil. No era guapo, pero la simpatía le transformaba el rostro, era lo que lo hacía tremendamente irresistible y lo que la enamoró perdidamente.

Vuelve a recordar esos labios que besó, acarició, mordió, sintió, tan sólo unas semanas después de conocerse. Vuelve a recordar la imagen de Jean-Claude que asoma tímidamente y desaparece detrás de Eugenio. Empieza a desaparecer de su vida y ahora también de sus recuerdos.

Parece ahora que todo fue ayer, ayer mismo.

12

DANIEL, O EL COMPLEJO ADOLESCENTE

Yen se abre paso entre los chicos que rodean a Daniel.

—Pero Leo, ¿que le ha pasado?

—Zarandea con insistencia a Leo sin dejar de mirar a su amigo que sigue estirado encima de dos sillas con el semblante pálido, los labios blancos y los ojos cerrados. Yen se agacha acercando su cara a la de Daniel como si así pudiese adivinar el porqué de su estado.

—Espera Yen, no te preocupes, ya he llamado a una ambulancia y vienen para aquí. —Leo lo mira intentando tranquilizar al muchacho aunque por dentro está suplicando que venga alguien rápidamente. Cuando se encuentra en situaciones de este tipo lo pasa mal. Desde que perdió a su familia, los médicos, ambulancias y hospitales le recuerdan algo que todavía no ha superado.

—Román llega corriendo al lado de Daniel cogido todavía de la mano de Elena intuyendo lo peor. Mira ahora a Yen, ahora a Leo.

—¿Respira? ¿Habéis visto si respira? ¡Dios mío! ¿Dónde está Óscar? ¿Dónde está el hijoputa de Óscar?

Leo se da la vuelta y coge a Román por los hombros zarandeándolo.

—Sí respira Román, y haz el favor de tranquilizarte. La ambulancia debe estar a punto de llegar. ¿Qué pasa con Óscar? Yo estaba con ellos dos en la barra y a parte de beber te aseguro que no le ha hecho nada.

Román lo mira con rabia deshaciéndose de la mano de Elena.

—¿Cómo que no le ha hecho nada? Pues para que te enteres, le da la mierda esa que fuman, y no la necesita ¿entiendes? él no la necesita. Y estoy seguro que ni le cobra y así se lo tira cuando le viene en gana, ¿sabes?

Román, rojo de rabia, no cesa de gritarle mientras Leo lo mira con semblante sereno y paternal.

—Mira Román, Daniel ya se cuida solo, con su vida hace lo que quiere como tú y como yo, lo único que podemos hacer ahora por él es ocuparnos que venga rápido la ambulancia y seguir a su lado. Si fuma mierda, pues es su problema y si tú te consideras su amigo lo puedes ayudar de otras formas y no portándote como un crío.

En ese momento Daniel entreabre los ojos y Yen que vuelve a estar agachado a su lado empieza a hablarle.

—Daniel tío, ¿estás bien?, ¿qué te pasa? ¿no puedes hablar? ¿Te duele algo?

Daniel contesta con un hilillo de voz aún con los ojos cerrados.

—Hostia Yen, me encuentro mal, me siento muy débil, no me puedo mover ni abrir los ojos, estoy como mareado. Hostia tío, estoy jodido.

—Tranquilo, mejor no hables, pero ahora cuando venga el médico de la ambulancia dile todo, dile que fumas, lo que fumas me refiero, no vaya a ser que sea algo más grave, ¿vale?

—Sí sí, yo les digo. Oye, no metáis a Óscar en esto, es asunto mío y él no tiene nada que ver, habla con Román que lo conozco y es capaz de cargárselo. Ahora oía lo que le decía a Leo. Ocúpate ¿vale?

Daniel se vuelve a quedar en silencio, Yen se levanta y se dirige donde los chicos. En ese momento piensa como Román, que Óscar es el culpable de lo que le pasa a su amigo y siente interiormente esa rabia que tampoco quiere ni sabe cómo manifestar. Ahora su prioridad es estar al lado de su amigo cuando llegue la ambulancia y de Renée. ¿Dónde está Renée?

La busca con la mirada sin encontrarla. Sale del círculo que rodea a Daniel y tampoco la localiza en el bar, piensa en ir a los lavabos pero desiste de la idea, cree empezar a estar un poco paranoico. Sube a la sala de los futbolines y sólo ve a gente que no conoce ajena totalmente a la situación que se está viviendo abajo. Algo frustrado, pensando que la chica ya se ha ido, decide volver al lado de su amigo.

La sorpresa se refleja en sus ojos cuando vuelve al grupo. Daniel sigue aún en la misma posición ahora con los ojos abiertos y hay al­guien sentado en el suelo a su lado. La espalda del jersey violeta y los negros bucles del pelo, hacen que Yen se sorprenda al ver a Renée en esa actitud, aunque poco a poco va notando como sus labios se estiran formando una espontánea sonrisa de cariño y agradecimiento hacia esa chica que apenas conoce.

Algo le dice que espere, que no se acerque aún. Los mira con detenimiento, ve la mano de Renée apoyada en la frente de Daniel y con la otra como acaricia la de su amigo, la ternura con la que parece cuidarlo se palpa de lejos. Sin saber cómo, la vista se posa en la pulsera que lleva Renée, las piedras parece que brillan, que ema­nan una luz como azul, celeste, —estoy alucinando, piensa, debe ser el reflejo de las halógenas.

Decide al fin acercarse poco a poco y mientras los demás ya más tranquilos empiezan a despejar al enfermo, se une a la pareja sin que ellos se percaten de su presencia. Curiosamente no oye nada, no hablan o acaban de hacerlo, sólo se miran fijamente a los ojos con una mirada que a Yen no le es desconocida. Incluso él siente una tranquilidad y una paz que nada tienen que ver con la preocupación de hace sólo unos momentos.

A punto está de encaminarse a ellos cuando ve aparecer a dos mé­dicos y a Leo que va a su encuentro. Yen camina hacia sus amigos con la intención de estar presente por si puede ser de ayuda.

—Sí, sí, no se preocupen ya despejo la zona—.

Leo, siguiendo las órdenes de los sanitarios, empieza a llevarse a los chicos al otro extremo del bar. Renée, ya de pie, coge del brazo a Yen y hace lo mismo.

—No, no, Renée, yo me quedo aquí, es que igual me necesitan.

—Yen, ahora son ellos los que han de estar. ¿Ves? Leo también está con ellos y nosotros ahora sobramos, bueno, de momento. Si quieres nos quedamos aquí cerca y vemos qué pasa. Si es necesario ya nos llamarán.

Uno de los médicos empieza a hablar con Daniel tomando notas a la vez mientras el otro empieza a sacar del maletín: tensiómetro, termómetro, estetoscopio y linterna.

—Escucha Yen —Renée se sienta en una de las mesas cercanas y hace una señal para que Yen la acompañe.

—¿Os ha dicho alguna vez Daniel que vomita todo lo que come?, quiero decir, que cuando acaba de comer él mismo se causa el vómito y que utiliza laxantes muy a menudo. ¿Lo sabíaís?

No hizo falta que Yen contestara la pregunta, respondieron dos grandes ojos negros abiertos de par en par y un ¿queeé? incrédulo a más no poder.

—¿Daniel te ha dicho eso?

—No, bueno, sí. Hemos hablado sólo un poco; pero es igual, lo que te quiero decir es que tu amigo puede acabar mal si sigue así. Su problema de peso lo angustia, y cree que el único camino es evitar que aumente utilizando laxantes o provocándose el vómito. Yen se mira las manos cruzadas sobre la mesa negando con la cabeza, incapaz de creer que Daniel esconda este secreto. 

Se conocen desde que iban al colegio, Román llegó en sexto curso y desde entonces han estudiado juntos formando un trío unido, diferentes entre ellos pero con una relación casi de hermanos. Se han peleado, se han dejado de hablar, incluso han tenido disputas por problemas de faldas, pero después de la tempestad viene la calma y la amistad ha ido ganando todas las batallas. Así llevan muchos años, ayudándose en los malos momentos y pasándoselo de fábula en los buenos, explicándose sus his­torias y sus secretos, soportándose estoicamente como buenos amigos.

Daniel, a diferencia de Román, es corpulento, grande, nunca fue un chico delgado. En el colegio tuvo que aguantar las burlas de los compañeros porque crecía más a lo ancho que a lo largo. Soportó sin inmutarse risas y mofas en las clases de educación física cuando se paraba siempre al borde del plinton o el potro incapaz de saltarlo, era un suplicio cada vez que tenía que coger carrerilla para hacer la volte­reta en la colchoneta o andar sobre la barra de equilibrios. Tal fue la vergüenza y el complejo, que acabó simulando enfermedades y dolores para saltarse a la torera las clases, en su lugar pasó a ser el ayudante del profesor y así, desde cuarto de primaria, combinó sólo unas pocas carreras con la organización del gimnasio.

A Daniel el gordo como empezaron a llamarlo, se unió el de gafotas-cuatro ojos para acabar de hundir al muchacho.

Vivió acomplejado la mayor parte de su infancia y en la adolescencia el temor al rechazo de las chicas lo volvió tímido y reservado. Dedicado por entero a sus estudios, se convirtió en un estudiante ejemplar de los típicos que sólo con poner atención en las clases memorizaba lo que después contestaba sin ningún esfuerzo en los exámenes. Sus padres, ajenos a los miedos y reservas de su hijo, se conformaron siempre con firmar unas notas excelentes y con la satisfacción de ver a su hijo crecer sano, como equivocadamente mostraban esos quilos de más que lucía.

En aquel tiempo, las chicas del colegio y después las del instituto, se acercaban a él con la egoísta intención de recibir una ayudita extra a la hora de estudiar para los controles o para redactar e inventar las más diminutas chuletas conteniendo el máximo de información. Como premio a su ayuda, recibía a cambio algún beso fugaz o la promesa de algún baile en los lentos de las discotecas.

Su complejo lo acompañó hasta que la primera relación sexual hizo su aparición con dieciséis años. Beatriz, la chica más atrevida y rebelde de su clase, pero con una progresión muy justita en las evaluaciones, le hizo una proposición la mar de tentadora al convencerlo de necesitar su ayuda para los exámenes finales de cuarto de la ESO. Los padres de Daniel cenaban fuera de casa con unos amigos, y animado por el plan tan atractivo que se ofrecía detrás de la excusa del estudio, se

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