Al ir desenroscando van apareciendo unas circunferencias cubiertas con un papel. Cuando se quemaba la pólvora la mecha iba avanzando por cada una de esas circunferencias superpuestas, y eso era lo que permitía alejarse antes de explotar. Así funciona la espoleta de una bomba. Al menos así funcionaba aquella.

Mi padrino tiene un piso en la sierra de Madrid. Su piso es en realidad la planta baja del edificio donde nació mi abuela, y hacía poco que lo había reformado. Hemos tirado un tabique, para ampliar. Eso dijo. Y también los problemas con las tuberías, y las vigas maestras, y las grietas en la pared.

Siempre quise tener una casa con chimenea.

Eso dije yo delante del fuego en el salón, que siempre había querido tener una casa con chimenea. Lo que no dije fue que era por las historias, porque parece imposible no contar historias si tienes una chimenea en el salón.

En la balda que colocaron encima había una especie de huevo dorado, con algo que parecía una rosca como base. No podía ser sólo un adorno si tenía una rosca como base. Yo aquello lo había visto antes, de alguna forma tenía una memoria del tacto que ofrecía. Sabía que era pesado. De alguna extraña manera era mi mano, sin tocarlo, quien lo reconocía. Él debió de darse cuenta de cuánto miraba yo a aquel huevo dorado y nos preguntó:

(también estaba mi padre)

-¿Sabéis qué es eso?

En el exterior la espoleta tiene una gradación, y la cabeza puede girar alrededor de ella. Cuanto más se gire más tiempo dura la pausa, más tiempo hay de huida: la mecha debe recorrer un mayor número de circunferencias antes de estallar. En cierto modo es entretenido jugar con ella. Casi todo el mundo juega con sus relojes si se puede girar la esfera.

Y yo le dije que no pero que lo había visto antes. No le dije nada de la memoria en el tacto pero sí le dije que yo aquello lo había tenido en la mano, aunque no recordaba cuándo.

(a mi padre también le resultaba familiar)

Nos dijo que era la espoleta de una bomba y que era de mi abuelo, que la había tenido en su despacho hasta que murió y que entonces la había recogido él, que no quería que se perdiese. Mi abuelo contaba muchas cosas de antes, casi siempre las mismas, y pocas veces de la guerra. Muchas de sus historias tenían que ver con trucos de comerciante, con su etapa en Madrid. Con mujeres. Con el dinero. Con chistes obscenos. Mi abuelo conoció a mi abuela durante la guerra en aquella sierra de Madrid.

Mi padrino se pone serio cuando empieza las historias y yo eso lo agradezco, evita la ironía, permite que apenas se interrumpa el relato. Mi padrino nos cuenta que a mi abuelo le había tocado en el bando de los nacionales, pero que su hermano estaba con los republicanos, y que éstos acampaban justo del otro lado de la sierra. Me siento pequeño (no, no es exactamente pequeño) cuando nos dice que mi abuelo era el encargado de programar las espoletas. El superior le marcaba un tiempo y él tenía que programar cada una de las espoletas.

Al acabar cada una de las circunferencias hay un pequeño hueco por el que la mecha puede seguir descendiendo. Según el giro que se haya programado recorrerá más o menos circunferencias. Pero se le puede poner un tope. Si al final se pone algo que sirva de tope la bomba no explota, no rompe.

Y pesa. Lo primero que impresiona es lo que pesa.

Mi padrino dice que probablemente no sea verdad, que la abuela no recuerda que se lo contara, pero a él mi abuelo sí le contó que cada vez que el superior le mandaba programar la espoleta él trataba de poner una moneda en la base para que la bomba no explotara. Y yo me lo creo. Me lo creo precisamente porque a mí nunca me dijo nada de eso. Y me imagino a mi abuelo programando una bomba que podría matar a su hermano allá del otro lado. Me imagino a mí mismo programando una bomba que podría matar a mi hermano allá del otro lado, y pienso que cada vez que consigo poner una moneda aquí dentro hago que mi hermano no muera, pero que eso no puedo hacerlo siempre, que eso no siempre es posible porque si me descubren y me relevan el siguiente no pondrá ninguna moneda porque no todo el mundo tiene un hermano justo allá. Y que me fusilan. Sobre todo es que si me descubren me fusilan. Me avergüenza esta lucidez tan repentina.

Me avergüenza la lucidez, ¿comprendes?

Y pienso que si su hermano muere, ¿cómo podría saber él si había sido por alguna de sus bombas? Pienso que entonces darían igual todas las veces que hubiera conseguido evitarlo. Si muriera, ¿se sentiría menos culpable? Pienso en una justicia completamente arbitraria, como en todos esos objetos que se lanzan a un campo de fútbol y las sanciones que sólo aparecen cuando aciertan en el blanco. No puedo evitar sentir vergüenza cuando pienso en un concepto de culpabilidad basado en la puntería.

Su hermano no murió entonces. Mi tío Antonio murió sólo un poco antes que él. Mi abuela recuerda muchas cosas de aquella guerra, como los aviones, los heridos al lado de su casa, las peticiones de auxilio y los registros y las huidas a los pinares y un muerto al lado de su casa.

Luego discutimos cómo reaccionaríamos ante una situación límite. Acordamos que hasta no estar frente a ella es imposible saberlo. Y que cada vez puede ser diferente.

Mi padrino dice que en la guerra no hay héroes. Que eso es basura literaria.

Pero se le puede poner un tope. Si al final se pone algo que sirva de tope la bomba no explota, no rompe.

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