Un golpe seco cambió nuestra vida. Había vuelto hacía ya un rato del colegio y estaba en la cocina merendando. Mi padre acababa de llegar de la tienda y, como siempre, había entrado en el cuarto de baño para cambiarse y quitarse el olor que le había ido quedando de tanto abrir frascos de colonia para que los olfatearan las clientas. Fue un ruido brusco, grave y potente, como si una enorme bola de acero, oscilando al cabo de un cable, se hubiese estampado contra una pared; lo mismo que en el cine, cuando los sitiadores intentan romper las murallas de una fortaleza. Corrimos todos al cuarto de baño, donde gritaba el silencio. Llegué primero, antes de mi hermana. Mi madre, que cosía en el comedor, como todas las tardes, fue la última, suspirando y repitiendo «Ay, Señor», como si pidiera ayuda por algo que, aún sin saber qué, ya barruntaba que era una enorme desgracia, un cataclismo para la familia.

El que la puerta del baño tuviera el pestillo echado no era un problema para mí; más de una vez había tenido que abrirla para expulsar a mi hermana, que pasaba las horas acicalándose mientras los demás esperábamos nuestro turno. Así que levanté el cierre con una postal y abrí despacio, aprensivo. Mi padre estaba tumbado desnudo paralelo a la bañera, un ligero temblor a lo largo de su cuerpo, la nuca sobre un charco de sangre y los ojos abiertos, mirando al vacío. Mi madre me empujó a un lado, y se echó sobre él llamándole sin que reaccionara. Al momento se volvió y me dijo que avisara a una ambulancia.

Como no teníamos teléfono, bajé a saltos al bar de la esquina. Nadie respondía en el ambulatorio, así que corrí hasta allí – estaba a cuatro manzanas – y dejé el recado. Cuando volví, entre unos vecinos le habían llevado a la cama y allí estaba, sus ojos abiertos fijos en el techo. Respiraba muy pesadamente y no decía nada. El padre Salazar, amigo de la familia, puesta ya la sobrepelliz y con una estola morada, se acercaba al lecho formulando una letanía. Y en ese momento sus ojos quedaron en blanco y comenzaron los llantos. Unos llantos que se pararon expectantes en el momento en que llegó el médico; pero aumentaron cuando dictó: «No respira; ha debido ser un infarto».

Poco tiempo después, otro golpe seco, el de la puerta de nuestra casa al cerrarse para siempre, seguido del de la puerta del coche de punto al que subimos con nuestros pocos enseres, marcaron el comienzo de una nueva vida, lejos de nuestro pueblo, en la ciudad donde nos acogería la hermana de mi padre. Porque la pequeña paga que nos había quedado no alcanzaba ni para un alquiler.

Como era ya un mozo, mi tío me puso a trabajar en su droguería. Medía y mezclaba las sustancias: aguarrás, pinturas, amoniaco, alcohol, agua fuerte, insecticidas y matarratas; las vertía en envases de distintas medidas; también hacía recados en una vetusta bicicleta oxidada. Y aguantaba sus órdenes absurdas y sus insultos. No recibía ningún sueldo porque él asumía que con mi trabajo no hacía más que pagar el alquiler del cuartucho donde me hacinaba con mi madre y mi hermana.

Con el paso del tiempo me fui haciendo gran conocedor de todas las teclas del negocio de la droguería. Mi tío dependía cada vez más de mí para sacarlo adelante. Los otros dependientes me consultaban; los proveedores se negaban a entregar sus pedidos hasta estar seguros de que yo firmaba el albarán; los clientes que querían algo de compleja preparación esperaban a que yo les atendiera. En los ratos libres me dedicaba a poner orden en los armarios donde se apilaban caóticamente frascos y latas de polvos y líquidos. Me enorgullecía ver cómo poco a poco aquellos anaqueles iban cobrando una lógica, cada recipiente en su sitio, según el tipo de producto que contenía. Todos con su etiqueta puesta. Como debe ser.

Muchas noches, llegaba tarde mi tío, tras pasar largas horas en el bar. Entonces oía en su habitación los reproches, los insultos y hasta los golpes que se mezclaban con los llantos y los suspiros; hasta que por fin llegaban los ronquidos, los gemidos y el silencio. Una tarde, le sorprendí mirándome de forma extraña antes de salir furtivamente de la tienda. Sospeché algo y me apresuré hacia la casa. Allí lo encontré intentando entrar en el baño donde se había refugiado mi hermana.

Llegaba cada vez más borracho a casa, siempre protestando. Yo estaba muy pendiente de que no intentara nada con las mujeres de mi familia. Mientras, su salud se iba debilitando poco a poco. Cada vez estaba más gordo, la cara enrojecida, y la respiración fatigosa. Un día se cayó por la escalera, aunque, por desgracia, solo rodó un par de tramos.

Acaba de llegar a la casa, gruñendo y resoplando con su mal humor habitual, buscando una víctima con quien desahogarse. Ha entrado en el cuarto de baño. Oigo el golpe seco, idéntico al que sonó hace años. Esta vez no corremos hacia la puerta; nadie musita «¡Ay, Señor!». Levanto el pestillo y la puerta abierta muestra su repugnante cuerpo tendido, los pantalones bajados. Llamamos a urgencias, pero nadie coge el teléfono. Camino hacia el ambulatorio a dar el aviso. El médico llega al cabo de un rato; lo observa con cara de disgusto, hasta que dice «No respira; seguro que ha sido un infarto». Firma el acta allí mismo.

Muy pocos días después me dirijo a la droguería. Corro la reja y quito el cartel de «CERRADO POR DEFUNCIÓN». Mientras espero a que lleguen los dependientes para organizar su trabajo, entro en la trastienda y me detengo delante del armario de los productos peligrosos. Miro una vez más al frasco que aparenta estar rebosando. Parece mentira lo que pueden hacer un par de gotitas de ese veneno.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS