Hermano de crianza

Hermano de crianza

A.H. Ucán

31/03/2020

Son las cuatro de la madrugada.

Daniel camina junto a su caballo cargado de madera seca, lo arrea con una cuerda raída por el uso.

Cubre su carga con lona para evitar que la humedad y el frio de la sierra en la huasteca hidalguense mexicana la maltrate.

Sus dos hijos, de siete y nueve años lo siguen, recogiendo sus pasos. Todos cargan rollos de leña en sus espaldas, tan grandes como la mitad de sus cuerpos. Caminan en fila como procesión de almas en pena, sus figuras delgadas y ropas de manta blanca acentuaban el contraste con la penumbra y sus cargas la condición de penitentes.

—‘Apá ¿Cuántos viajes haremos? —preguntó el más pequeño.

—Calculo que seis, ‘amá está mala y no ayudará —contestó Daniel, quitando la esperanza al niño de regresar a dormir. No replicaron más.

El trabajo les tomó hasta que el sol se ocultó ese día, solo entonces probaron los frijoles con pemuches y queso que las dos hijas de Daniel llevaron por la tarde.

El verdadero trabajo apenas comenzaba, lo siguiente era el armado de la carbonera que tardaría toda la noche y el día siguiente. Una vez armada, había que encenderla y alimentarla. Con suerte, ese último proceso tardaría doce días de vigilancia, en el peor de los casos hasta treinta y si salía mal: obtener solo cenizas. Por ese último motivo es que la carbonera debía estar siempre vigilada.

—¡Vayan a dormirse, mañana les toca a ustedes dos cuidar! —ordenó Daniel a sus hijos quienes salieron corriendo rumbo a casa.

Al subir por la loma y llegar al camino principal que les llevaría a casa, encontraron sentado en un tronco a un niño descalzo con las ropas gastadas y un machete amarrado a la cintura. No le dieron importancia y siguieron corriendo.

La siguiente tarde cuando los dos hermanos regresaban de su descanso, el niño desconocido seguía sentado en el mismo lugar, lo encontraron bebiendo de su guaje lo que por los ademanes, parecía su último trago de agua.

—¿Tienen agua que me regalen?

—¡Tómale! —dijeron los dos niños y le ofrecieron su guaje.

—¿Tendrán un taco?

—Es de ‘apá pero dale, ¡échate una tortilla con chile de los que me tocan! —dijo el menor abriendo su morral. Sacó una tortilla de maíz hecha a mano y desdobló unas hojas de plátano en las que traía envuelto chiles de árbol y trozos de aguacate morado. Los dos hermanos siguieron su camino hasta llegar a la carbonera.

Daniel regresaba a descansar luego de alimentar la carbonera, dejar listas las brazas para la noche y ser relevado por sus hijos. Al cruzar por el camino principal vió al niño sentado en el tronco y le preguntó su nombre.

—¿Cómo te llamas criatura?

—Elias —contestó sin dejar de mirar a ningún lado ni levantarse de su lugar.

—Y, ¿qué haces aquí?, ¿de dónde eres?, ¿de quién eres?

—Señor, vine aquí a morirme. Soy de hasta arriba del río, de Aguacatitla.

—¡¿Cómo que a morirte criatura?!

—Señor, no tengo ‘apás ni casa, cuando ‘apá murió de hambre en la milpa, un hijo de la chingada me robó la casa y me sacó —dijo sin moverse—. Llevo caminando varios días y pues, acá se me acabó el agua y pensé que aquí era todo, pero me acaban de dar un taco, así que quizá aguante otro par de días.

—¡Párate de ahí! —ordenó Daniel y le hizo seña con la mano de que lo siguiera—. Vamos a conocer a mis dos chamacos, vas a trabajar y comer con ellos esta noche y mañana te vienes pa’ la casa.

—‘Ta bueno, gracias señor.

—Hoy le aviso a mi vieja que mañana te vas con los chamacos.

Daniel lo llevó con sus dos hijos y explico qué hacer para mantener la carbonera ardiendo, también les dejó media botella de aguardiente para aguantar el frio y mantenerse despiertos, pues las cobijas no iban a alcanzar ahora que eran tres.

Esa no fue la única vez que el mas pequeño probó el aguardiente. A partir de esa noche se ofrecía a doblar turnos con alguno de sus, ahora, dos hermanos mayores con tal de recibir más bebida.

Tuvieron que pasar veinte años y un matrimonio fallido para que el hermano pequeño dejara el vicio adquirido esa noche.

Elias creció y a los diecisiete años se unió a un movimiento campesino de la región que peleaba por tierras en la década de los setenta. Su conocimiento de los cerros y brechas ayudó a conservar la vida de él y muchos otros camaradas en su lucha contra los terratenientes del lugar.

Un día, cuando el movimiento cesó, no se supo más de él.

Elias reapareció en casa de su familia de crianza a dos días de muerto Daniel en un accidente, ocasionado por un taxista ebrio que lo embistió mientras caminaba por la calle.

Su mirada seguía siendo dura, sus palabras pocas y como si el tiempo no pasara, seguía portando un machete filoso en la cintura. Ahora calzaba huaraches, su cabello era blanco y su cuerpo muy fuerte, con la firmeza y dureza que producen tantos años de vivir en lo profundo de la sierra. Con su visita se cumplía una de las últimas voluntades en la agonía de Daniel.

Tras realizar guardia en el ataúd de su padre, participar en los novenarios y esperar el duelo acostumbrado. Elias ofreció a su familia venganza por la deshonra sufrida. Los mayores de la familia decidieron de forma unánime no aceptar su ofrecimiento. Y con la facilidad que desapareció la primera vez, se fue de nuevo.

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