Si hay algo que no les perdono a mis padres, es no haberme festejado los 15.

Eran sobrios, preocupados por mantener un hogar donde no faltaran alimentos, ropa, calor, limpieza, orden, educación, ni vacaciones de verano.

En casa nunca hubo música, discos, una flor, planta, perro, pajarito o mascota. Corrían trabajando. Papá era ateo y socialista, odiaba a los curas llamándolos “pollerudos” y mi fiesta les parecería una vanalidad burguesa. Pero yo les lloré por mi fiesta. Teníamos una casa hermosa donde hacerla.

Muchos años atrás mi abuela, viuda y empobrecida, festejó los 15 de sus dos hijas.

Pero bastaba que mi padre dijera “¡No hay fiesta! ¡No hay plata! ¡Es un gastadero inútil!”, para que la familia entera siguiera su mandato sin chistar. Compró un Ford Falcon enorme que gastaba mucha nafta porque quería llevar varias personas a Lomas de Solymar, donde todos los gastos corrían por su cuenta. Era lo que le gustaba, y yo lo disfruté tanto como él.

No fue un problema económico. Fue desinterés por mi deseo y lo que me significaba, por el pequeño esplendor que queda para siempre y ellos consideraban vano y sin sentido.

Pero yo se los pedí. Les pedí llorando que me festejaran los quince. Y no me hicieron caso ninguno.

Me ponían ropas horribles, y mamá, siendo peluquera, nunca me hizo un lindo corte de pelo acorde a mi edad. ¿A quién se le ocurre cortárselo a lo pillete a una adolescente grandota y gordita, de cara redonda? Nunca una cabellera larga, un moño, una trenza decorando un peinado coqueto adornado con rizos, broches o cintas.

En invierno me metían un pasamontañas y en verano unos gorros espantosos para el sol, comprados en una casa especial porque según mamá yo tenía la cabeza muy grande. Los zapatos los hacía en “Bergantiños, la ortopedia de los niños”, porque decía que mis pies eran enormes. Jamás me enseñó a cultivar la mínima coquetería. Ella se arrelaba bien, con sobria elegancia.

Después del corte pillete me negué a que me cortara el pelo. Pero lo llevaba en la nuca recogido sin ningún encanto con una gomita cualquiera.

¿Sería que mis padres no me querían ver mujer? Yo sentía y padecía esta falta de arreglo y femineidad, tenía grandes complejos de gorda y de “singracia”, y me sentía nula como mujer frente al resto de mis compañeras, que tenían novio, mientras que a mí me gustaban varios pero ninguno me daba bolilla.

Veía a mis amigas y compañeras cómo vivían su día especial cuando cumplían los 15. Yo iba a fiestas en casas o salones emperifollados para la ocasión, el Club Uruguay, el Lyon D’ Or, el Automóvil Club. Mamá me vestía mal, convenciéndome de que estaba bárbara. Luego, en medio de la cancha, la realidad me demostraba lo contrario.

Si en mis 15 me hubieran puesto un vestido hecho por una modista buena, y me hubieran llevado a una peluquera y maquilladora que no fuera mi madre, mi futuro hubiera sido distinto. Yo soñaba con la entrada, el cortejo, el vals con el padre (siempre “El Danubio Azul”), abuelo si lo había, novio, hermano, tío, luego los familiares, amigos. compañeros.

Comencé el relato con una mentira de la que ni me di cuenta. Mis padres en realidad, me festejaron mis 15.

El 6 de enero de 1978 mi padre agarró el auto. Metió adentro a mamá, mi abuela, mi tía-abuela Linda, y mi amiga Moni. Mi padre era una buena persona pero tenía días en que le atacaba la mufa y el carácter de mierda. Y eso ocurrió el 6 de enero de 1978.

Mis padres escucharon hablar de Kibón, frente al edificio Panamericano. Pensaron ir allí a tomar “una copa helada” con todo el viejerío y algunas caras de culo, como la mía. En Kibón no había copas heladas, ni helados, no había nadie en ese restorán que abrió a regañadientes porque llegamos nosotros.

-Entonces, ¿qué hay? -preguntó seguramente mamá. A papá se le subía la furia. Los demás éramos incapaces de abrir la boca frente a sus reacciones y decisiones irracionales.

Había un postre horrible que nos sirvieron y nadie comió.

-¡Vámonos de acá! -bramó mi padre, y le pagó, furioso, al asustadísimo mozo.

Subimos al Ford Falcon. Mi padre hervía de rabia, apañado por mamá. Volvimos a casa. Fue pedirle que volviéramos por la rambla, y él se metió por cualquier calle para evitar la rambla. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Yo era un pedazo de carne con ojos refugiada en películas de cine y libros.

Las fiestas de 15 pueden festejarse pasada la fecha, pero a mí no me iban a festejar nada, y eso no se los perdono hasta el día de hoy. Una digna fiesta de 15 era lo que necesitaba para afirmarme como joven mujer, como adolescente atractiva, ser por un día el centro de algo relacionado con mi malogrado centro femenino. Había vivido deseos y pasiones jamás correspondidos y siempre generadores de traumas y complejos que tardaron años en irse, si es que alguna vez se fueron del todo.

Si me importaban la fiesta y el vestido largo, ¿por qué no me casé por iglesia? Porque yo era una fiel izquierdista atea y anticlerical. Como papá. Pero los complejos en torno a mi femineidad me signaron la vida.

Muchos años después, siguiendo los pasos de mi abuela, yo sola, sin apoyo de nadie, le festejé los 15 a mi hija, que en vez de entrar con “El Danubio Azul” (típico de los tiempos de dictadura), lo hizo con “Imagine”. Y en vez de vestido largo, un trajecito blanco rústico como ella quiso.

Hoy, más de cuarenta años después, siento la falta de mi fiesta de 15. Hubiera sido algo reparador para mi traumático proceso de ser mujer. Si llegara a casarme por tercera vez, hago fiesta y me pongo vestido largo. No tengo necesidad de pasar por ninguna iglesia como no la tuve a los 15 si me hubieran hecho la fiesta.

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