“Era buen mozo, alto, con ojos color caramelo, cabellos castaños y ondulados, blanco, y muy alegre. Sacó su pañuelo del bolsillo y me lo puso sobre la frente, sobre él, me besó. Me susurró al oído: Leonor, te beso sobre este pañuelo para no manchar tu pureza. Sólo cuando seamos esposos me atreveré a posar mis labios sobre tu piel”.

Eran confesiones de mi madrina, ya en sus setenta y pico de años, cuando me transformé de ahijada en su confidente. Otras veces me decía: “Por allí debe venir este muchacho… (Fingía olvidar el nombre), a veces silba para disimular, entonces me asomo a la ventana y hacemos como si fuese una casualidad… y nos contamos cosas. Pero a él no le gusta quedarse mucho rato porque la gente puede murmurar y no me quiere perjudicar. Dice que soy como una copa de cristal de roca, pura y radiante”.

Todas estas conversaciones terminaban en risas, sueños, y dulces reflexiones del amor en pareja.

“Yo le pido a Dios que le dé a mis sobrinas un buen esposo que las acompañe en la vida. Que ninguna se quede solita como yo”

Madrina Leonor era todo un caso; delgada, de buena estatura, cabellos castaños, rostro lindo y expresivo, porte elegante y voz melodiosa, blanca, tanto que al reír su rostro se sonrojaba coqueto. Era la tercera hija del matrimonio de mis abuelos.

Podría haber sido una mujer de muchas historias amorosas, o una escritora de novelas de amor, ser una soltera interesante, pitonisa o adivinadora, o simplemente ser ella, feliz, independiente… ¡Y ya! Pero se quedó soltera, y eso la acomplejó, demostrando siempre sentirse olvidada o poco querida.En lugar de estar contenta con su soltería, ya que tenía libertad para vivir; se pintaba el cabello, se hacía «rulitos» o “permanente”, confeccionaba sus vestidos a su gusto, tenía zapatos de todos colores y modelos.

Su casa, ubicada en Guarenas, era linda, impecable, con adornitos primorosos de porcelana que daban sensación de lujo, en medio de la sencillez que siempre la rodeó.

Poseía ciertas cualidades: soñar con cosas que después ocurrían, torcer tenedores con la mente, y adivinar secretos. Las muchachas enamoradas la buscaban para que hiciese regresar a sus novios, y también hacia aparecer objetos perdidos. Desde niña sintió pánico por los truenos, vistiendo abrigo, bufanda, y sombrero cuando veía el tiempo gris; esta conducta la acompaño toda su vida, y era causa de risa entre la familia. ¡ Ahí vienen Leonor y su paraguas! ¡Llamando aguacero sin querer llover! escuché alguna vez decir.

Madrina siempre fue motivo de mi curiosidad, estimulaba mi imaginación y crecía mi admiración al verla tan humilde, recorriendo diariamente el mismo camino a la misma hora para ver a sus hermanas. O a la panadería, cuyo trayecto era igualmente corto. La observaba desde lo alto, en el patio de tía Rosa acercarse con el paraguas negro en la mano, bien vestida, seguida siempre por una niña que solicitaba en el seno de alguna familia necesitada para tener compañía, a cambio, ella le daba estudios, vestido, alimentación, y cariño. Así observé por muchos años pasar muchachitas por su casa.

Tenía joyeros con prendas variadas, producto de su trabajo de modista cuando joven en Chacao. Su distinguida clientela se las obsequiaba complacida por sus creaciones. Había collares de perlas, anillos de oro y plata, prendedores de piedras de esmeralda, rubí, fantasías llamativas, y una gargantilla especial que llevamos las sobrinas al casarnos, como tradición familiar

Ella sabía cuánto me gustaba ver sus cosas, y me dejaba observar todo mientras me contaba historias. Pasaron los años y la vi ponerse más viejita. Me llamaba por teléfono a diario, a las 6 pm y me pedía la bendición. Eso me parecía gracioso pero no me acababa de centrar en que se estaba yendo.

Una tarde la visité; observé el entorno. Todo estaba sucio, ensombrecido, no había muestras de alimentos, nadie se había vuelto a bañar, ni a tender la cama. La vida se había detenido hacía mucho tiempo allí. Los adornos empolvados, las cortinas y paredes unidas por gruesos hilos de telaraña. ¿Desde cuándo? No sé, estábamos todos criando a nuestros hijos, apenas la visitábamos. Cada uno a cargo de sus padres. Madrina Leonor parecía tan eterna, tan fuerte y centrada…

Tomé como misión ir a bañarla cada dos días; otros primos y primas de llevarle alimentos y acompañarla interdiariamente. Mi tío de asistirla en las tardes, y entre todos hicimos un pote para sus gastos.

“Fulgida luna del mes de enero…” cantábamos mientras la bañaba. “Dile a mi amado cuanto sufri, que no me olvide porque me muero… ”, Y volvíamos a comenzar la canción…

Algunas veces comentaba graciosa, recordando quien sabe a quien: “El que era no vino, y el que vino no era”.

Despertó asustada con una pesadilla con Rafael, su primer y único novio. Diariamente iba a darle los buenos días antes de irse al trabajo en una construcción cercana. Cuando Rafael llegó esa mañana madrina le sirvió café, angustiada le pidió que no fuese a trabajar, pero el le respondió mirando su reloj “son las siete, a las tres vengo a tomar café contigo” Inquieta, ella respondió “Puntual Rafael, ¿Oíste?”.

Y a las tres en punto montó el guarapo. Pero Rafael nunca llegó. Una enorme piedra que debía ser dinamitada se movió de lugar aplastando la humanidad del joven. Refirieron que se despedía apurado diciendo que ya iba retrasado. Lo único que quedó de él fue el brazo con el reloj. Y al devolverlo a la familia marcaba las 3 en punto.

Fue un entierro lleno de niños y niñas alegres, nuestros hijos. Hablaban, reían, y jugaban alegres sin importarles las llamadas de atención. Melodioso trinar de pajaritos, un sol radiante, nada sofocante por la presencia de una fresca y sabrosa brisa que nos mantuvo serenos mientras madrina Leonor bajaba a su última morada.

La tía solitaria que pensó ser la menos querida, tuvo la despedida familiar amorosa, entrañable y más concurrida que le pudimos ofrendar.

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