A los 14 años lo llevaron los primos a un piringundin del gran Rosario y allí conoció a la Gringa, el gran amor de su vida. O por lo menos eso decía él. Después salió con muchas minas pero ella siempre se le aparecía como un fantasma para recordarle que una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
La Gringa era, creo yo, de Yugoslavia o algún país de esos. Era rubia, alta y tenía una mancha roja en su mejilla izquierda que la transformaba en una mujer única. La habían traído en un barco unos proxenetas griegos y se la olvidaron acá. Algunos dicen que se escapó y que era la querida del intendente de Arroyo Seco pero bueno, esa es otra historia. Vestía de forma desvergonzada y se notaba, como gustaba decir mi viejo, que “tenía más carreras que Legizamo”. Cuando mi primo la conoció, ella rondaba los 20 años y era la favorita del Jonatán, un malparido devenido a diler que se la pasaba todo el día dado vuelta.
Mira que tuvo novias en el barrio y se casó con la Mabel, pero siempre soñaba con ella. Un rayo que lo marcó para siempre.
Me contó mi primo que después de veinte años ella seguía laburando en el mismo quilombo. Me dijo que estaba baqueta pero reconocible: “su mancha borravino en la cara era su distinción de origen”.
Como él vivía en Berazategui le tuvo que hacer un cuento a la germu sobre un dinero que supuestamente tenía que cobrar en Rosario para el laburo. Mucho no le creyó, pero como por ahí cobraba viáticos le dijo que sí, sin chistar. En la terminal de Constitución compró forros para una maratón y además se hizo de unos lentes para que no lo descubrieran. No hay un día que no haya uno de Berazategui que no tenga que viajar para cualquier lugar del planeta. Y esta vez no podía ser la excepción. También pasó un ñato vendiendo calzoncillos y se compró un par; por las dudas perdía prenda en la trifulca.
En el viaje había toda gente bien: Un par de estudiantes, uno que tenía pinta de comisionista, una vieja que acompañaba a la nieta, un discapacitado que viajaba gratis y un grupo de jubilados que iban a conocer el monumento a la bandera. El único que iba de trampa era él. Y se notaba porque nadie viaja 300 km con una sonrisa de oreja a ombligo como iba el Ezequiel.
En el recorrido se acordó de la primera vez y quiso ubicar que era lo que lo había enconchado tanto pero no podía precisarlo. Hablando con los amigos pero sin decirlo,había descubierto que no era verdad que la mina era de oro sino que él la había transformado en una «fem fatal». La elevó tanto que se había transformado en algo inalcanzable, como el monumento a la bandera que solo tocan las palomas. Manolete – alias el sabio – le dijo que no era lo mismo ir que volver. Porque nunca va a ser lo mismo que aquella vez. Las pajas dedicadas durante años fueron todas para ella y eso la salvaba de cualquier dialéctica discursiva. Para él, la Gringa era la mujer de su vida y en este viaje lo iba a comprobar. Bueno, comprobar es una manera de decir. Porque ponele que a vos de chico te quedó el gusto de las medialunas del Atalaya y volvés un día para “comprobar” si son las más ricas o es un invento. Nada: seguro que el recuerdo y la realidad no concuerdan nunca. El recuerdo siempre le gana a la realidad porque la realidad es lo que hay: una masa seca y salada con azúcar y grasa. Pero el tipo era duro y necesitaba ese encuentro con la gringa, para sacársela de la cabeza o para declararle su amor incondicional.
Lo bueno de lo malo es que el piringundin seguía en el mismo lugar. Casi una institución del puerto rosarino. Le habían dicho que se encontraba a ocho cuadras de la terminal y que tenía que caminar por la costanera para no perderse. Lo tenía todo anotado porque sabía que entre el cansancio, el calor y la ansiedad, su recuerdo era una trampa para la memoria.
Al llegar pidió un fernet. Tenía la plata justa para eso y el boleto de vuelta. Pero ya nada le importaba. Cuando la vio salir de entre las mesas se dio cuenta que ahora era ella la que regenteaba el lugar y que había cambiado de categoría. Ya no estaba en la trinchera sino había pasado de punto a banca. Eso no lo detuvo y con su mejor sonrisa le susurró al oído una frase estudiada: “Gringa, mira las vueltas de la vida como nos pone otra vez en la misma circunstancia”. La palabra circunstancia no le salió derecho. Se puteo así mismo por elegir esa palabra que no usaba nunca.
La Gringa lo miro como quien mira a una sardina enlatada y le dijo que no tenía nada que hablar con él. El Ezequiel estalló y lo tuvieron que sacar dos patovicas que secundaban a la madame.
Intento volver a entrar pero de premio recibió una paliza que lo dejó de Hospital. Así y todo esa noche se las arregló para tomar el micro de vuelta. Cuando su mujer lo recibió no le preguntó nada; se limitó a hurgar en el bolsillo de su mochila en donde encontró una billetera vacía, dos calzoncillos nuevos, una caja de profilácticos y una porción de desencanto.
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