CIRUGÍA SIN ANESTESIA

CIRUGÍA SIN ANESTESIA

Sonsoles Maroto

21/02/2020

A mi abuelo Manuel y todos los hombres y mujeres de su época, que en la España rural de los cuarenta, sin medios, fueron capaces de dar amor y seguridad a sus familias.



Nos situamos en un pueblo de Castilla la Vieja, en la España añeja y subdesarrollada de primeros de los años 40, justo terminada la guerra civil. En aquellos tiempos los labradores araban el campo ayudados por vacas o mulas y, con las mismas bestias, arrancaban el trigo a las espigas con el trillo de madera y piedras incrustadas, heredado del Neolítico. Los animales llevaban colgados calderos en sus rabos, para que sus heces no cayeran al grano mientras faenaban. Grandes sombreros de paja lucían sobre la cabeza de las campesinas, aunque ellas no habían oído hablar de Coco Chanel en su vida. Sobre ellos caía el justiciero sol de agosto todo el día, menos la hora escasa que empleaban en comer, tirados en un lado de la era y bebiendo de un porrón. ¿Porrón? Recipiente diseñado para beber en grupo, que dispone de un pitorro largo para dispensar el vino directamente a la boca del bebedor, haciendo fácil que el precioso líquido no se desparrame. Eso contando con que el individuo haya nacido en la tierra y con su pericia. Porque yo, de ciudad, y deseosa siempre de seguir las costumbres de mis abuelos, cuando íbamos a merendar a las bodegas -cuevas subterráneas donde se guardaban tres o cuatro barricas de vino de cosecha propia para el consumo familiar- me empeñaba en beber como mis primos sin conseguir calmar mi sed y quedando empapada.

Pero volvamos a retrotraernos a los años cuarenta, ya que me he ido a los sesenta de un plumazo. El objeto del presente relato es otro bien distinto al festivo. Es de tipo médico. Y vital. Sí, muy vital. La vida de muchos niños aquel año fue sesgada por la epidemia de difteria: se ahogaban antes de que el médico pudiera llegar de Villadiego con los antibióticos necesarios, si es que llegaban (el uno o los otros, siendo ambos necesarios a la sazón, cosa improbable en aquellos azarosos y menesterosos años postbélicos). Una de aquellas niñas fue mi madre. Lo que voy a narrar a continuación es un hecho real de la infancia de mi madre, si bien ella desconoce en este momento la publicación de este relato. Siempre que nos cuenta estos acontecimientos lo hace con vergüenza, como si constituyeran un estigma para sí misma y su familia. Como si la España del subdesarrollo y la miseria de los cuarenta fuera una deshonra para los de su época, en vez de un orgullo por la superación personal y la lucha por la vida que conllevaba.

La suerte hizo que mi abuelo, apodado «El Lobo», porque había matado al lobo que merodeaba el pueblo, estuviera cerca de mi madre aquel día en que la difteria quiso arrancarla de la vida. La penúltima de los nueve hermanos que quedaban en la familia -ya había muerto uno- comenzó a ahogarse y, como no había teléfono en el pueblo, se encargó al hermano mayor, Emilio, que cogiera la bicicleta y pedaleara al pueblo más cercano, Villadiego, con la consigna de volverse con el doctor. El médico del pueblo en aquella época también venía en bicicleta. Y eso que entonces el deporte aún no se había puesto de moda. Bien, pues según cuenta mi madre, ella tenía seis años y habían pasado unas tres o cuatro horas desde que su hermano partió, sin resultado. Esther, mi madre, la negrilla según mi abuelo, se ahogaba sin remedio. Manuel, un hombre trabajador y valiente como su padre, la veía amoratarse y a mi abuela llorar a su lado.

–Padre nuestro que estás en los cielos…¡¡ay, Señor, que mi niña se muere, NO, no nos abandones!! — lloraba mi abuela Aurelia.

Mi abuelo daba vueltas y manotazos que hacían retemblar los cimientos del dormitorio y la alacena con aquellas manos rudas de dedos gordos, de llevar mulas, arados, azadas, etc. Mi madre, cada vez más morada, impresionaba verla.

Apenas ya mi madre respiraba cuando:

–¡¡Esther!! ¡¡Morenilla!! ¡¡Abre, abre mucho tu boca, hija…TODO LO QUE PUEDAS!!– dice Manuel. Su hija no puede responder. Su esposa sí,

–¡¿Manuel, qué haces?! ¡¡Dios mío, este hombre se me vuelve loco, no te lleves otro, Señor!! Manuel…para …¿qué haces?

En ese momento, el padre ve en la garganta de su hija una membrana grisácea que la tapona por completo. La adrenalina se dispara en este hombre acostumbrado a la acción, mientras la niña da sus últimas bocanadas de aire y sus labios adquieren un color violáceo…Convulsiona su pequeño cuerpo. Manuel se encuentra sin nada en sus manos para ayudar a su hija, más que sus propios dedos, gruesos y encallecidos.

–Hija, no tengas miedo. Valiente, Esther– reafirma el padre a la hija.

Al decir estas palabras mete sus dedos todo lo profundo que puede en la garganta de la niña, y en un movimiento rápido, seco, decidido, agarra todo lo que encuentra y de un tirón lo saca de la pequeña.

Aarrgg…aahh…aahh..aahh. La niña grita de dolor, pero la sensación placentera de volver a inhalar oxígeno y de vivir supera todo lo demás. Vomita sangre, los padres lloran. Manuel se sienta en el dormitorio. Los tres quedan agotados, la niña temblorosa.

La niña sangra largo rato, y va recuperándose en cama. Cuando llega el doctor está a salvo. Sólo son necesarios primeros auxilios para curar la garganta herida.

–Manuel — dice seriamente el médico– has salvado la vida de tu hija. Y también la has operado de anginas. ¡Has hecho una cirugía de urgencia y sin anestesia, señor Lobo!

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Nota: la primera foto es de mis padres de novios. La segunda es mi madre, al poco tiempo de ser salvada por su padre.

El resto son fotos ilustrativas del tema.

Etimología: Difteria proviene del griego diphthéra=membrana.

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