“No debes temer a los muertos, sino a los vivos”. ¡Cuántas veces habré escuchado esta sentencia! ¿Y a usted?, ¿le suena? Lo suponía.

Pues permítame decirle que esa verdad absoluta se relativiza, y mucho, cuando el susodicho axioma hace referencia a los difuntos que conozco yo.

En concreto, me refiero a los Fenollar. Una antigua familia que habitó esta casa tiempo atrás.

A ver, no me mire de esa forma. Para su tranquilidad le diré que en manera alguna insinúo que vayan por ahí helando la sangre de todo el que llega aquí. De hecho, aunque en las primeras manifestaciones lo intentaron, estos pobres fantasmas nunca me asustaron en realidad.

Después de haber convivido con ellos mucho tiempo, ya sé que este curioso linaje de espectros se dedica, más que a dar miedo, a manipular la sensibilidad del que se atreve a escucharles. Así, con una falta total de escrúpulos, usan el chantaje emocional para dar lástima. Que es su verdadero objetivo.

El primero que se me apareció fue don Gregorio. Un general que, según su nieta Vanessa —ella personalmente me indicó lo de las dos eses—, no fue más que un soldado raso, con delirios de grandeza, que sirvió en no sé qué guerra.

Bueno, sin dar la razón al uno o a la otra, sobre todo ahora que los conozco bien, le voy a contar el primer encuentro con este señor.

Una noche de tormenta, sentado en ese mismo sillón que usted ocupa, me disponía a leer un libro cuando noté una extraña sensación que, en ese momento, no supe explicar. Por alguna razón, dirigí la mirada hacia este diván en el que tan a gusto me acomodo hoy. Y lo vi. Con un exagerado bigote, apoltronado, me sonreía. Lo más espectacular eran, en mi opinión, sus desmesuradas hombreras y el gigantesco sable que apoyaba en el suelo, sujeto a modo de bastón.

—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí? —fueron sus palabras.

En un principio, me asaltó el miedo. Pero conseguí controlarme.

—¿Quién es usted? —pregunté, intentando ocultar mi espanto ante aquella súbita aparición.

Como respuesta me dedicó una sonora carcajada, algo ridícula, que todo hay que decirlo.
—Caballero, no están las cosas para risotadas —dije, a la vez que fijaba mis ojos en los suyos—. ¿Qué puñetas hace en mi salón?

Entiendo que le cueste creerme. Sin embargo, le aseguro que esa fue mi reacción.

Ante mi fingida impasibilidad, el aparecido se reveló como un ser de débil autoestima y comenzó, entre dubitativos lamentos, a relatarme una penosa historia que mostraba el abandono en el cual se veía condenado por su prole. Sinceramente, me llegó al alma.

Desperté al alba, aún sentado en el confortable sillón en que usted se encuentra. Por supuesto, achaqué la experiencia vivida a un extraordinario, y realísimo, sueño de esos que a veces, por inciertos estímulos, engañan la mente.

Me dirigí a la cocina, para prepararme el desayuno. Una gélida brisa, a pesar de estar en pleno verano, me turbó en un momento dado. Y, entonces, ella surgió de la nada.

Allí estaba. Junto a la vitro cerámica. Vestida de blanco, sujetaba un candelabro del que, como me comentó después, no podía separarse.

—Es todo mentira —aseveró la mujer.

Supongo que la estupefacta expresión, dibujada en mi rostro, mostró a aquella elegante dama una total falta de entendimiento ante sus palabras.

—Lo del abuelo… El general… —Nerviosa, gesticulaba moviendo el candelero de un lado a otro—. Nada de lo que ha dicho es cierto. Es él quien nos dejó.

En aquel momento caí en la cuenta de lo que refería.

—Señora, no me gusta inmiscuirme en los asuntos de los demás —repliqué en un intento de zanjar el tema—. Menos aún si se trata de problemas familiares.

Esta distante postura por mi parte pareció desconcertarla. Y se echó a llorar a lágrima viva. Entonces, entre sollozos, me relató las penalidades que sufría.

Señor, no me mire con esa cara de espanto y déjeme contarle.

Como le decía, Vanessa, así dijo llamarse, había sido repudiada por su abuelo, don Gregorio, al quedar embarazada de un fulano que, tras prometer amor eterno, se dio a la fuga en cuanto supo que estaba encinta.

Me considero un caballero. Por ello, ante el sufrimiento de esa dama, me dispuse a consolarla. Hasta me ofrecí a mediar entre el general y ella, para buscar un acercamiento entre esos dos solitarios espíritus. Mi actitud pareció reconfortarla.

No me pregunte porqué, pero sabía que el encuentro debía ser en este mismo salón en el que ahora conversamos. Así que le pedí que me siguiera.

En efecto, el bigotudo anciano, sentado en el sofá, lucía sus desmesuradas hombreras mientras jugueteaba con la empuñadura del sable que tanto me había impresionado la noche anterior.

Para mi sorpresa, un hombre, con el pelo engominado, estaba de pie junto a esa ventana que usted tanto mira. Llevaba un traje gris a rayas, de esos que usan los gánsteres en las películas de los años cincuenta.

—Es mi padre —dijo Vanessa.

Entiendo que le parezca raro, pero a estas alturas ya nada me extrañaba.

La reunión fue mejor de lo esperado en un principio. Como sospechaba, aquellas almas en pena se querían, después de todo eran una familia, y todo se solucionó tras una lacrimosa charla.

Sin embargo, todavía faltaba un cabo por atar.

—Vanessa, ¿qué pasó con el embarazo? —pregunté animado por la curiosidad.

—Tuve un niño que entregué a un orfanato. —Por sus mejillas corrían las lágrimas—. Pero ya estamos todos juntos de nuevo, hijo mío.

En este punto lo comprendí todo. Siempre tuve conocimiento de que fui adoptado y, aunque mis padres de acogida me lo dieron todo, nunca llegué a encontrar mi sitio. Ahora, aquí sentado frente a usted, siento que, por fin, estoy donde debo estar. Y soy yo el que le cuenta mi vida, porque mi muerte no la recuerdo.

Pero hombre, por favor, no tiemble. Ya verá como se le pasa el susto cuando conozca a mi familia.

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