Estoy en una cárcel modelo. En un pequeño calabozo, que tiene una mesa, un banco, un inodoro y un lavabo, todo empotrado, inmóvil.
El cubículo es rectangular, sin ventanas, siempre con luz artificial, y como no podemos tener relojes, se pierde la noción del tiempo.
Por la noche apagan las luces. Por la mañana nos despiertan con una sirena intermitente muy desagradable, que pulveriza el sueño, y nos arroja a una vigilia brutal.
Comemos en las celdas, y tres veces por día nos sacan al patio veinte minutos cada vez. Ahí caminamos en círculo, sin hablar, sin reírnos, con una mano en el hombro del de adelante.
El director del penal se jacta de no tener conflictos. Es un régimen de aislamiento. No tener nada que hacer es desesperante. Es no poder poblar tu tiempo.
A algunos internos se les permite trabajar, estudiar y tener las puertas abiertas de la celda durante parte del día. No es mi caso. Asesiné a mi esposa.
Faltaban unos días para mi cumpleaños. Cuarenta. Ese día haría diez años que estaba casado. En todo ese tiempo mi esposa no había parado de hablar un solo día. En diez años no había dicho nada.
Muchos de mis amigos me envidiaban por mi esposa, siempre ordenada, y cuidándo que nada me faltara. Un esposa modelo.
Mi trabajo era rutinario, hacía quince años que estaba allí. Mi compañero de la mañana abría el tesoro, yo lo cerraba por la noche.
Fui a una cuchilleria, elegí un cuchillo largo, un cuchillo kashru, con los que Matarifes abaten al bovino instantáneamente y sin crueldad, siguiendo las prescripciones de la kashrut.
Mi esposa no era menos que un bobino, y merecía una muerte incruenta.
Saqué un pasaje a Rio de Janeiro, ciudad famosa por sus mujeres y por no tener Extradicion.
En la mañana, la de mi cumpleaños. mi esposa me dio el regalo. Lo tenía escondido en el armario, cuyas puertas había aceitado muy bien, dado que ahí pensaba esconder su cadáver.
Le dije que cenaríamos temprano en un restó de moda, tomaríamos champaña y le diría lo feliz que me ha hecho en estos diez años.
Fui a mi trabajo y saludé. Mi compañero de la mañana dejaría el tesoro abierto. Era viernes. El lunes lo encontraría de la misma manera, pero faltaría dinero, todo el que pudiera llevarme en los dos bolsos deportivos que había llevado dentro de mi portafolios de trabajo.
Tal como dije fuimos al restó, comimos y brindamos, al terminar, subimos al coche y conduje hasta el piso, subimos al ascensor, bajamos al llegar al séptimo. Le pedí que abriera con sus llaves, le dije que las mías las había olvidado en la oficina. Sacó las suyas de dentro del bolso, se agachó para abrir, yo saqué el cuchillo y la apuñalé tres veces por la espalda, la tomé por la cintura con mi brazo izquierdo, empujé la puerta con el pie, mientras que con mi mano libre buscaba la llave de luz.
Antes que mi mano llegara al interruptor, alguien encendió la luz, y vi las diez personas invitadas por mi esposa para celebrar mi cumpleaños.
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