EL DESTELLO Y SU GUARDIÁN

EL DESTELLO Y SU GUARDIÁN

Sofia Kosenko

07/02/2020

La tarde del 6 de enero Estrella estaba sola en el salón de su casa delante de una tarta con tres velas. Era su cumpleaños. En unas horas ella cumplía cincuenta y un años de dolores y placeres, penas y felicidades, amarguras y júbilos con las que ella había aprendido a vivir. No pasaba ni un día sin discurrir su soledad y buscar el momento cuando se torció todo para que hoy esté sola festejando el día del que nadie se acordaba después de tantos años. En su tarta había tres velas; el mismo número cada año que daba significado a los recuerdos más importantes de su vida. No, ella no los festejaba, más bien los conmemoraba para hacerles frente una vez más y saber acurrucarlos en los brazos por cuando aparezcan de nuevo como unos fantasmas atormentando sus sueños.

Siempre apagaba las velas de forma inconsciente. Sí, estos recuerdos siempre han tenido un significado importante para ella, pero, en gran parte, ninguno de ellos era su propio. Cincuenta años después quiso repasarlos y darles una memoria más viva y acentuada. Su imaginación se alumbró de fulgor y dio forma a la primera vela que avivó el recuerdo de su primer día de existencia. Su madre siempre lo recordaba como el día más esperado de su vida. Marta, su madre, no conseguía concebir un hijo en el primer matrimonio por lo que su marido no lo superó y la dejó por una mujer que podía cumplir el sueño. Meses después, Marta conoció al hombre del que se quedó enamorada y encinta. Era un verdadero milagro. Al nacer el bebé, el hospital se llenó de la luz de un atardecer invernal repleto de colores cálidos y consuelos ardientes. Nació una niña preciosa y muy especial, la más amada y esperada del mundo. La felicidad de la familia e incluso de todo vecindario no tenía límites; una felicidad plena y pura que ni siquiera desvaneció por sus alas que estaban mal y no tenían arreglo. Festejar este día significaba conmemorar cada respiro que ha dado, cada beso, cada rayo de sol que le acarició la piel, cada corazón roto y cada minuto que ella siguió adelante a pesar de todo. No tenía otra vida y cada día ella se repetía que lo mejor está por llegar y aunque sus alas estén rotas, ella no; ella sigue viva, respira, ama y reza.

El segundo recuerdo es cuando él la conoció. Sí, exactamente así. Iván tantas veces le ha contado la historia con sus propios ojos, boca, labios, besos y caricias, que después de tantos años ella se acordaba de su historia. Fue el hilo rojo que los unió después de tantos anhelos, corazones rotos y desamores – desde el más allá de los tiempos existentes – él supo reconocer el destino cuando la vio de lejos: una mariposa frágil y hermosa. Sus alas eran preciosas, como unos tallos surgidos de la tierra que aguarda raíces muy profundas en la tristeza y sostiene una flor bella, pero pálida de tanta aversión que la envolvía en el tiempo.

Él la vio un día caluroso, en el paseo marítimo de una ciudad alejada de sus costas y no pudo borrar la imagen nunca más. Se acercó a la mujer de su vida y notó que el sol se resbalaba en su piel y vislumbraba sus alas rotas que la mantenían en lo más alto del altar ya dibujado en su mente. No podía creer que por fin encontró una estrella que le alumbraría las noches frías. No, ella no era una estrella cualquiera entre tantas, desde los primeros segundos él entendió que esta mujer iba a ser su Sol que brillaría para siempre y que en sus rayos él encontraría el consuelo y olvidaría las angustias y desolaciones. Los dos supieron que aquel día, a una hora desconocida e ignorada, encontraron su paz ahogados en el mar de sus ojos que ajusticiaban los silencios y llenaban las grietas del pasado con un futuro aferrado a los anhelos.

Ella fue su destello y él – el guardián de sus alas que florecían llenando los días de sonrisas babilónicas, caricias atroces, roces magnéticos, narices clavadas, placeres inconfundibles y castillos construidos en una isla alejada de temores y cobardías. Cada día el puzle se llenaba de piezas que encajaban a la perfección dentro de las imperfecciones de cada uno y de los días que les robaba el tiempo. Él con alma frágil y ella con alas quebrantadas construyeron puentes que unían dos costas penetrantes hasta que el tercer recuerdo llegó a su vida tan callado que ni se sentían sus pasos pesados que arrasaban todo en su camino.

Un agosto insufrible, una tarde calurosa, una llamada perdida. Otra llamada devuelta. Un instante que interrumpió su vida llena de huellas y secuelas. Ella no debía haberla recibido, el recuerdo no tenía que ser suyo, pero el destino cogió las riendas en sus manos grandes y poderosas, y una voz aguda dijo: “lo sentimos mucho, señora, no hemos podido hacer nada”. Nadie supo dónde se lo ha llevado el viento, ni por qué. Aquel día el hospital no se llenó de luz, ni hubo llanto, ni oraciones. De hecho, para la mayoría no ha cambiado nada. Para Iván y Estrella todo. Desde el día que su guardián se apagó, las alas de la mariposa cambiaron de color de sol a color de luto, se rompieron en mil pedazos y como si fueran polvo se fueron volando con él. Antes ella brillaba para Iván y alumbraba sus días, ahora él brilla para Estrella y le alumbra las noches.

Este era su quincuagésimo primer cumpleaños, sola con sus 3 recuerdos que cada año la hacían su existencia más real. Sus alas seguían rotas, las raíces muy dentro de la tierra y ella ¿seguía viva?

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