UN PECADO COMPARTIDO

UN PECADO COMPARTIDO

mada

01/02/2020

Una sentencia firme, en los labios de un hombre que intenta herir y conquista la muerte. Un insulto vano, como una daga afilada carente de enemigo. Un recuerdo vivo y doloroso, en un alma golpeada para siempre. Esta noche, la memoria juega a revivir emociones que creía muertas. Una voz, una palabra prohibida basta para conjurar al olvido y devolver al presente los demonios enterrados.

Puta. Me llamó puta. Estaba borracho

Llevaba borracho toda una vida. Toda mi vida. Derrotada después de infinitos fracasos, había logrado escapar de la contienda aunque no ilesa. Había tirado la toalla, lo sé. Ya no era mi lucha. Si hubiera podido convencerlo… si hubiera puesto algo de su parte… pero no. Era su vida o la mía. La suya, la de mi padre, ya estaba rota. Yo todavía tenía tiempo. Olvidar el pasado y escribir una historia diferente, propia, más allá de la niebla de aquella eterna inconsciencia. Podía ser feliz. Debía intentarlo. Él no lo era. Al principio no lo supe. Después sí. La amargura y la rabia se reflejaban en sus pupilas, dilatadas y envejecidas por el alcohol. Era un alma perdida en un cuerpo viejo, agotado, podrido.

Lo adoraba. De niña idolatraba su imagen, cuando todavía era capaz de ignorar aquella actitud cobarde. Siempre había una disculpa válida en mi mente, una excusa que lo perdonaba. Me aferraba a sus promesas; no había ningún problema, no debía preocuparme, solo una copa más, solo un día de fiesta… No. Los días eran una fiesta eterna. Y la copa se convertía en botella. Y las palabras se tornaban mustias, como hojas de otoño mecidas por el viento.

Pasado un tiempo volví a casa. Iba a ser una visita breve. Acabó siendo un fugaz desencuentro.

Mi madre ya se había marchado. Harta de querer y no poder, desahuciado su matrimonio, había decidido escapar del infierno y abandonar al hombre que quizás amaba, el hogar que había creado, sus sueños y sus recuerdos. Había huido. Ahora, él estaba solo. Y sucio, ojeroso, triste. Y borracho.

Me debatí entre la obligación de cuidarlo, las cenizas de amor infantil y el más absoluto rechazo. Rabia, asco, odio, dolor… miedo también. Nunca fue violento. En sus actos no, pero su mirada era capaz de infundir pánico en cuestión de segundos. Cuando era niña, temía su regreso a casa. Adivinaba su estado por el ruido de las llaves en la puerta y el sonido de su voz al saludar. O por el silencio, que era tan espeso como la miel de sus ojos. Prefería los gritos a ese silencio aterrador que duraba horas, o días, o semanas. Durante aquellos periodos mudos que a menudo presagiaban tempestad, todos nos hacíamos invisibles. Bueno, lo intentábamos al menos. Cuando la tormenta pasaba y las aguas reposaban en calma, nuestros rostros dibujaban sonrisas. Papá cantaba, y nos leía cuentos con finales felices o nos enseñaba a escribir. Más tarde, ya adolescentes, mis hermanos y yo recordábamos con nostalgia aquellos episodios de quietud y falsa tregua que, con el paso del tiempo, se disiparon en la niebla de su perpetua embriaguez.

En aquella visita sucedió lo inevitable. El alma de mi padre, todavía herida de muerte tras el abandono sufrido, reclamaba una nueva víctima. Otra alma que se compadeciera, que lo velara, que soportara sus ebriedad, sus manías y rencores… Yo fui la elegida. Mis hermanos ya no vivían bajo el mismo techo. Solo quedaba un hombre desahuciado y una oquedad inmensa. Al llegar, las paredes aprisionaron mi ánimo. El frío abofeteó mi piel. Me recibió tumbado en el sofá, medio desnudo y medio borracho. Una copa de coñac dormía en la mesa, junto a la botella casi muerta. Apenas habló. Creo que no podía. La emoción, o quizá la intoxicación etílica. No sé. En cuanto pude, escapé de aquel averno y me largué. Era viernes y la noche entretuvo a los habituales entre charlas, copas, risas y baile. Cuando por fin me atreví a volver a casa amanecía. O eso creo, no lo recuerdo muy bien. Había bebido, sí, como él. Yo también lo hago a menudo. Confieso que también busco respuestas en el fondo de las copas que vacío con cualquier pretexto. La culpa me atosiga a veces. Otras, justifico mis pecados atribuyéndolos a la maldita herencia.

Al girar la llave, supe que estaba despierto. La ausencia de ronquidos disparó la alerta. Si a esas horas no dormía, si me veía llegar tan tarde, tendría problemas. Me colé caminando de puntillas pero no funcionó. Ya en la cama y a oscuras, la puerta se abrió. La claridad del día, empujando la ventana del pasillo, me permitió ver su silueta en la entrada. Un torpe movimiento del cuerpo y el hedor que desprendía confirmó mi sospecha. Estaba fatal. Parecía fuera de si. Me acurruqué entre las sábanas ocultándome y recé para que un Dios rápido y compasivo me hiciera desaparecer. A mí o a él. Daba igual. Pero el milagro no sucedió y el pánico estrujó mis pensamientos. Se acercó. Se sentó a mi lado. Cuando fui capaz de mirarlo, me sorprendí ante las lagrimas que, atrevidas, humedecían sus ojos inyectados de ira y sangre. Sus labios, temblorosos y enojados, escupieron veneno en forma de palabras. ¡Puta!… ¡Puta!… Lo repitió varias veces, como un mantra sagrado, mientras se alejaba sin dejar de clavar su sentencia final en mi garganta. La puerta se cerró con violencia al tiempo que el dolor abría una herida mortal en mi pecho.

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