Para mí, que era un Ángel

Para mí, que era un Ángel

En todas las familias hay una de éstas personas; personas libres de dogmas e ideas fosilizadas, en quienes la gracia divina no escatimó en dotarlos de una bondad, generosidad y simpatía inusuales.

Mi tío Alberto era una de ellas; de las que su recuerdo se te clava en el corazón.

Algunas filosofías dicen que en el momento del nacimiento, el alma ve, como en una película, lo que deberá transitar; si lo que ve es desagradable, puede elegir no entrar en ese cuerpo; y el bebé muere.

También dicen que el sufrimiento de una madre, puede hacer que decida, por compasión, soportar lo que sea, y dar vida a ese cuerpo…

“— ¡Es un varón! -dijo la comadrona.

La habitación de la humilde casa se inundó de risas y llantos de emoción, que se tornaron en angustia, ya que el niño no respiraba.

Luego de insufribles minutos, fueron a buscar al médico del pueblo.

El cuerpo blanco y laxo del bebé comenzó a tornarse azulado.

La madre lo abrazó con toda su alma y comenzó a orar e invocar a la Virgen de su devoción.

Las lágrimas, como un torrente, cayeron por la cabeza del niño recorriendo su cuerpo aún tibio.

Cuando llegó el doctor, habían pasado treinta minutos del nacimiento. Este levantó al bebé tomándolo de ambos pies, la cabecita para abajo, y comenzó a darle palmadas en las nalgas. Como despertando de un sueño, el niño abrió los ojos, inhaló el Espíritu de Vida y comenzó a llorar.

Pesaba seis kilos, y sus ojos… ¡Dios! Ojos negros, como una noche sin luna, esas noches cuando más se nota el brillo de las estrellas.

Lo nombraron Alberto Ángel.

Algunas personas decían que el doctor lo había resucitado; otros, que el niño volvió a la vida, para evitar el sufrimiento de su madre”

Desde muy pequeño, Alberto manifestó una bondad y generosidad inusuales.

Su padre los había abandonado antes de que él naciera, y las carencias económicas los hacían ir de conventillo en conventillo.

El amor hacia su madre se manifestaba en el cuidado que le dispensaba. Siempre estaba pendiente de sus necesidades y bienestar. Una mañana, mirándola a los ojos le dijo:

“—No sufras mamita, ahora tengo cinco, pero cuando sea grande, te voy a comprar un vestido y un delantal. Y una casa también, con plantas y flores.”

Por esas cosas del destino, Alberto, sus tres hermanos y Carmela, su mamá, se fueron del pueblo, rumbo a la Capital Federal.

Ciudad pujante y plena de oportunidades.

Cuando salía de la escuela, Alberto trabajaba como cadete en dos comercios del barrio.

Ahorraba cada peso, y en cuatro meses, le compró a su madre el vestido prometido; era celeste, con pequeñas flores blancas; y un delantal.

Cumplida parte de su promesa, juntó dinero para comprarse una guitarra, que tocaba de oído, y cantaba entonando el folklore. Inventaba payadas y recitaba con voz grave y pausada sucesos de su vida, con inteligencia y picardía. A la tardecita le encantaba leer a Jiddu Krishnamurti y Mafalda.

Tal vez por su bondad y generosidad, tenía éxito en todo lo que iniciaba.

A los pocos años de emprender un negocio, solicitó un préstamo hipotecario y le compró la casa a su madre; una casa pequeña, pero con un hermoso jardín.

Cumplida totalmente su promesa, comenzó a viajar por diferentes países. Se casó y fue bendecido con dos hijos a los que amaba profundamente.

Tuvo negocios muy rentables y también trabajaba como cartógrafo para una empresa petrolera norteamericana.

Una parte de sus ingresos los destinaba a comedores para personas carenciadas.

Todo transcurría en armonía; podría decirse que su vida era perfecta.

Hasta que una noche, su hija de 10 años comenzó con un estado febril, que fue en aumento hasta llegar a 42 grados de temperatura.

En la clínica le diagnosticaron meningitis meningocóccica.

Una niña hermosa, con los mismos ojos negros que su padre, plena de vida y proyectos, estaba tirada en la cama, combatiendo una bacteria, que a pasos agigantados devoraba su cerebro.

Los médicos le decían que si vivía quedaría con lesiones cerebrales severas. Pero a él no le importaba, no soportaba la idea de perderla; aunque fuera una masa amorfa en una silla de ruedas, la iba a amar y cuidar de por vida.

Alberto, impotente, lloraba disimuladamente a su lado, diciéndole al oído cuanto la amaba…La niña estaba en coma; pero en un momento, abrió los ojos y a los gritos dijo:

— «¿Si tanto me amas por qué no me salvas? ¿Por qué no te llevas a esa horrible mujer que atraviesa la pared y me viene a buscar? ¿No la ves?¡Tengo miedo, papá! ¡Por favor ayúdame, papá! ¡Tengo miedo! ¡Ayúdame!

Los quejidos de dolor inundaron la habitación,

La abrazó para protegerla, su cuerpo convulsionaba…

Luego el silencio sepulcral.

En sólo treinta y seis horas, el mundo que creía perfecto se derrumbó totalmente. Nada tenía sentido frente a su hija muerta, y de esa manera tan cruel.

Pensó en suicidarse, y morir a su lado; pero, así como el dolor de su madre lo volvió a la vida al nacer, así el sufrimiento que le causaría al matarse impidió que lo hiciera.

Por segunda vez, se aferró a la tierra por compasión.

Me pidió que cuidara de su madre, porque se iría por un tiempo; y así lo hice.

Por más de cinco años, diariamente, la he visto a mi abuela, orar a la Virgen de su devoción para que protegiera a su Alberto.

Y uno de esos días, en que nuestro sol pinta destellos de otros soles, en que la brisa fresca trae sonidos de otros mundos… uno de esos días… volvió.

Tocó el timbre de la casa de su madre, ella abrió; se miraron a los ojos, y sin palabras se abrazaron.

Un abrazo eterno, de sentimientos guardados, de sufrimientos y lágrimas secas. Buscando refugiarse en ese abrazo, para paliar las profundas heridas que jamás abandonaron su corazón ni su mirada.

… Para mí, que era un Ángel…

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