Había venido desde Asturias para despedirse. Aferrada a la trama romboidal de la alambrada, contemplaba la hilera de palmeras que indicaba dónde empezaba la playa de blancas arenas que sus infantiles pies habían pisado treinta años atrás. Justo delante, un bellísimo prado con gemas vegetales amarillas engastadas en aquel camafeo verde en el que, en algún momento, había llegado a ver ciervos pastando.

Cuando su hermana le mandó el mensaje de que iban a urbanizar el paraíso en el que veraneaban cuando eran niñas, algo se le rompió por dentro. Luego había buscado la noticia en Internet y se había horrorizado al leer que las obras de aquel complejo turístico, con su colmena de apartamentos, sus hoteles de lujo, pistas deportivas, galerías de tiendas y locales de ocio, empezarían en breve. Tan en breve que en la foto que se publicaba, junto a una recreación a ordenador del resultado final, ya se mostraba el vallado de la enorme parcela que ocupaba.

Días después, aterrizaba en el aeropuerto de Málaga un corazón constreñido por la melancolía y la nostalgia. Recogió el coche de alquiler y condujo durante un par de horas hasta que vio el enorme letrero que indicaba la entrada a la izquierda al futuro complejo de ocio Costa Soto, Lujo para su Relax. Lo de “lujo” lo entendió enseguida: Apartamentos de 1 dormitorio desde 350.000 euros. Como para relajarse. Pero ella recordaba la excitación, los juegos, la energía -el sol constantemente bañando su piel, que su madre tozudamente embadurnaba de crema protectora-, el éxtasis ante la abrumadora belleza del paisaje. Suponía que a sus padres sí les relajaba desconectar de la estresante vida en la capital, despreocuparse de unas hijas que no necesitaban más atención que recordarles la hora de la merienda, porque si no, no salían del agua. Sobre todo, les daba la vida poder disfrutar el uno del otro, de nosotras y de la vida en familia. Caminó por el perímetro del vallado, intentando llegar a alguna zona que estuviera abierta, pero nada. Sabía que la parte de playa no podía estar vallada, porque el derecho de tránsito es inalienable, así que se dirigió hacia allí para entrar en la parcela desde la playa. Al llegar al final del vallado se le deshizo la ilusión como un castillo de arena bajo una ola. Una caseta de madera albergaba a un fornido guarda de seguridad y hacía de sujeción al soporte de una cadena, al final de la cual forcejeaba un pastor alemán con cara de pocos amigos y más dientes de los que cabían en su mandíbula. Le ladraba desquiciado y babeante, haciendo que se le erizara el vello en los antebrazos y el cogote.

—Yo que usted no me acercaría mucho —le advirtió el guarda.

—¿No se puede pasar por la playa?

—Hombre, poder, se puede, pero no le servirá de mucho. Al otro lado hay otro compañero con otro perro, y en la parcela no puede entrar. Si quiere pasear por la arena, hay kilómetros hacia un lado y hacia otro.

—No es por pasear. Es por nostalgia. Es que en esta playa pasaba los veranos con mi familia. Hace ya tantos años…

El guarda la miró con indiferencia. Le daba exactamente igual el motivo.

—Usted misma, pero la parcela, ni pisarla. Y los perros los soltamos en cuanto se ponga el sol. Procure no estar a la vista para entonces.

—No se preocupe. Ya pasearé por otra parte de la playa.

—Me parece una gran idea. Que tenga usted muy buena tarde.

El guarda miró al perro y le hizo un gesto. El perro se calmó al instante y se sentó, pero no le quitaba ojo.

Ella regresó al coche y, más que sentarse, se hundió en el asiento. Mientras su mirada se perdía en el horizonte, sus lacrimales expresaron todo lo que llevaba dentro. Algo muy adentro se había deshecho y se estaba recomponiendo en forma de algo que no le gustaba lo más mínimo. Se sentía culpable. En el fondo, ¿no era el tipo de vida que ella llevaba –al que siempre había aspirado, el que quería para sus propias hijas- el que propiciaba aquellos atropellos urbanísticos, aquellas indecencias especulativas? Sí, se sintió sucia, cómplice, consentidora. Culpable.

Puso el contacto y arrancó. Volvió a la carretera principal a diez por hora, como no queriendo irse nunca de allí, o más bien queriendo quedarse a defender lo suyo, sus recuerdos, su niñez, su esencia. Para cuando se incorporó a la autovía, ya había considerado posibilidades como denunciar a la promotora por delito ecológico, alquilar una excavadora y echar abajo el vallado, encadenarse al mismo y hacer huelga de hambre… Finalmente lo vio claro. No podría derrotar al enemigo, así que se uniría a él, lucharía por aquel paraíso formando parte del ejército invasor. Lucharía desde dentro. Ahora que se estaba planteando regresar al sur, a su tierra, cambiar de aires a costa de descender algún peldaño en su trabajo, esta decisión sería el revulsivo, el empujón para saltar al vacío una vez más. Vendería la casa de Asturias y le añadiría los ahorros de los últimos años para comprar uno de los pisos en primera línea de playa, desde donde poder ver el mar, desde donde poder bajar a pasear por la orilla cuando quisiera y hasta cuando quisiera, desde donde reclamar la justa posesión de lo que siempre había sido suyo, sus recuerdos, la memoria de su niñez, la de su hermana y seguramente, en algún momento del futuro, los recuerdos de sus propias hijas, que ahora tenían la edad que ella y su hermana tenían en aquellos maravillosos años. Invitaría a su hermana para compartir tan preciada posesión y juntas atesorarían los recuerdos y los enriquecerían con otros nuevos. Ninguno de los que se iba a enriquecer con aquella promoción –seguramente fraudulenta o rayana en lo ilegal, cuando menos– podría decir nunca lo mismo, porque el dinero solo puede comprar la tierra, pero no los sueños ni los recuerdos.

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