ESTÚPIDO ROMANTICISMO

ESTÚPIDO ROMANTICISMO

Me he tirado cuarenta años romantizándome, y necesito otros cuarenta para deshacerlo, es lo que suele ocurrir, ¿no?, o casi. Te pasas la juventud saliendo de copas y pasándote por el forro los consejos de “En buenas manos” y a los cincuenta necesitas el resto de tu vida para desbarrigarte, descolesterarte y desglucemiarte, suerte que solo unos pocos sufrirán lo de despeinarse.

Desde que murió, mi padre me ha dado mucho juego a la hora de escribir, usé su sarcasmo desde mi nostalgia—mamá no te pongas celosa, incluso si muero antes que tú prometo hacerte llegar algún que otro relato fatuo… si los demonios me dejan—, el caso es que, ahora, le he visto los colmillos al antiromanticismo emocional de papá.

Recuerdo, durante mi estilizado crecimiento, su manera de admirar lo guapa que me había puesto para ir al cine matinal de los domingos— jersey de lana tejido por mamá hasta las rodillas combinados sí o sí con los leotardos marrones del uniforme— :<<Qué guapa, Moni, pareces una gamba>>.

También recuerdo aquel zueco de nogal del número cuarenta y cinco reciclado de algún residente holandés asiduo a los mercadillos como él. La hora activa de aquel arma letal era las tres, la misma que la del telediario. Y dolía como si hubiésemos sido golpeados con todo el árbol. Pronto mis hermanos y yo nos hicimos hábiles sorteadores de aquel objeto de bowling aéreo, aun así, la bola siempre encontraba un palitroque al que tumbar… nuestro pobre perro tuvo que pasarse a los telediarios de las nueve.

¡Cómo te echo de menos, papi!… y de más, es decir, se echa de menos lo que se ha vivido, y como es que aun sigo recibiendo información que desconocía sobre tus avatares, te echo mucho de más. El otro día, mi hermano aseguraba que papá había vivido en Granada un tiempo tras tocarle la lotería a mi abuela y ésta abrir una residencia de estudiantes en dicha ciudad. Mi hermana, por otro lado decía que no, que donde había vivido era en Sevilla, regentando una tienda de medias “importadas”— contrabando—de Marruecos, en plena calle Sierpes.

<<¡¡Mamáááá, ¿dónde vivió papá, en Granada o en Sevilla?>>, y mi madre, que se acuerda de todo menos de hace diez minutos—no te enfades, madre, que a mí también me pasa—, responde:

<<Sí, y en Cuenca, vendiendo a los turistas figuritas de la antigua sede del Tribunal de la Inquisición>>. Y es que, además de antiromántico, papá fue un verdadero postrománico.

A veces, utilizaba sus artes con las viejitas de la España profunda. Las encandilaba con el añil de sus ojos y con el gitano Miguel, su socio, y entre los dos teatralizaban un plan para asustarlas con historias de guardias civiles y espíritus saqueadores hasta lograr convencerlas de vender sus muebles viejos, la Singer y las balanzas romanas.

Pues sí, mi padre fue pseudoromántico hasta la saciedad, creía con igual intensidad en el amor en pareja y en lo contrario. Y de lo contrario se valía para ingeniar chascarrillos. No voy a dar detalles de lo que hizo con una cajita negra con agujero en su base, un puñado de algodón, un tarro de mercromina y su dedo índice, ¿Recordáis a Lorena Bobbitt, 1993?, pues a su costa estremeció e hizo reír a más de un cliente en el rastro de Fuengirola.

Lo tengo clarísimo: mi padre llevaba el antiromanticismo en los genes, recesivamente, ¡por supuesto! Recesivo y comprensivo, por eso, ahora que he entrado en crisis, mi ADN se ha activado y distribuye la información de su herencia por los circuitos de mi sensibilidad, lo que provoca que la niegue y que una nueva forma de ver las cosas renazca en mí, como suele decirse, a flor de hiel.

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