No sé cómo ocurrió. Lo único cierto es que en el bolsillo llevaba un llavero de hierro con forma de pelícano del que colgaba un montón de llaves extrañas y todo aquello pesaba una barbaridad. El mío, que constaba de tres llaves incluida la pequeña del buzón, no estaba. Pensé en volver a la peluquería para arreglar la confusión pero no lo hice, no en ese instante y ese fue mi error, el segundo. Porque el primero fue que pulsé y pulsé el telefonillo hasta que ella empezó a chillar y a aullar y entonces se asomaron por las ventanas las vecinas del cuarto, las del bloque de enfrente, todo el barrio escuchando su locura, una locura desencadenada por un mínimo error según yo, o un desaguisado infernal, según ella. Mi madre recordaba, y yo no, que no era la primera vez en aquel mes que perdía las llaves. ¡Y ya está bien de poner a la familia en peligro! berreaba cada vez más enloquecida, ¡cualquiera puede entrar ahora! Cualquiera, un monstruo, eso es lo que hay por la calle, monstruos, decía, mientras sus ojos se le salían de las órbitas y yo con cara de boba. La ciudad estaba llena de violadores y atracadores, alertaban las noticias de las tres, y nosotros vivíamos en un barrio asolado por la heroína y yo era una adolescente que regresaba tarde a casa los fines de semana, como en el pueblo. Solo que en el pueblo mi madre me dejaba la llave en la ventana y no había timbres ni drogas ni violadores. Y yo quería vivir en la ciudad como se vivía en el pueblo.

La casa del pueblo era un mundo de mujeres. Mi madre no tuvo que abandonarla cuando se casó. Fue mi padre el que empezó a llamar madre a su suegra desde el momento que traspasó el umbral en calidad de marido. En la mesa ocupó un lugar más porque la familia era la casa y la casa era los que comían juntos. Las visitas no acudían a la hora de almorzar porque lo suyo era convidar y la comida escaseaba, y aún así, a escondidas, mi madre ponía una escoba detrás de la puerta para que marcharan pronto. Un día aquellas mujeres decidieron emigrar a la ciudad y sellaron la casa del pueblo. El cambio me costó muchos llantos y supongo que por eso perdía las llaves a cada rato. Pero nada justificaba tal desastre, el castigo era inevitable: yo tenía que llevar el llavero colgado del cuello como la bola de un preso, y el correctivo no se levantaría hasta que yo comprendiera, sin posibilidad de apelación, sin límite de tiempo para la condena.

El collar de llaves tintineaba en la discoteca y sorprendía a los chicos que me rodeaban con sonrisas burlonas. Me miraban como si yo fuera una niña con un sonajero escondido, una niña que agachaba la cabeza y guardaba silencio. Y así cada sábado durante meses hasta aquel verano, un verano sin cerrojos ni normas acompañada solo por una fiel compañera.

El primer día nos sorprendió la tormenta en las cumbres. La ventisca nos arrancaba la capa en jirones pero también nos permitía vislumbrar las señales del camino levantando los paños de niebla. Lo que parecía a punto de matarnos era lo que nos salvaba a cada paso. Entonces como un paraíso helado y cubierto de mierda, apareció aquella cuadra. Con los aislantes armamos un pequeño espacio limpio donde comimos sardinas de una latilla. Se oía el mugido de las que nos habían cedido involuntariamente su hogar, una cabaña por donde se filtraban las corrientes de aire y por donde correteaban los ratones de campo. La siguiente noche nos refugiamos en la troje de una iglesia. Se oían crujidos de madera y las imágenes de madera de los santos parecían moverse con las sombras proyectadas por la luna a través del rosetón. Otros peregrinos dormían en la parte más alejada del desván pero nosotras no lo sabíamos y pasamos horas forjando historias de asesinos y psicópatas hasta que dieron las siete y comenzaron los laudes al otro lado del muro. El último día acampamos cerca de un arroyo junto a tres franceses. Ellos bebieron ginebra y fumaron porros y nosotras rechazamos sus insistentes invitaciones y nos acostamos pronto. Pasada la medianoche el más joven comenzó a golpear la tela de nuestra tienda mientras nos increpaba riendo y chillando. Acurrucadas en los sacos de dormir cuchicheábamos acerca de qué hacer, poca cosa en medio de aquel prado bajo las estrellas calladas y con una cremallera por toda protección ante el indefinido peligro. Los compañeros del joven le reían las gracias. Al final se aburrieron.

He aprendido, le dije a mi madre al regreso para deshacerme de la vergüenza de cargar con aquel juguete de niño. Ahora tengo mi propia casa, una casa que solo vive y respira cuando llega gente, una casa abierta para los que buscan refugio. Me traen una botella de vino, una caja de bombones y traspasan su umbral, ese espacio invisible y mínimo en apariencia pero protegido por la ley y las costumbres. Ellos son mi familia y yo les tengo preparado un juego de llaves. Esta es tu casa, bienvenidos, les digo en la puerta. Solo que a veces, demasiadas, tengo que cambiar los cerrojos. Quizá mi madre no debió haberme levantado nunca el castigo. Quizá yo le mentí sin saberlo. Quizá.

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