Tu mirada escudriña; ¿el qué? ¡Qué va a ser! ¡Las escenas de siempre! No te cansas de rememorarlas, de herirte donde más duele. Es lo único que te hace sentir vivo.
Verás un cuerpo menudo. Brazos y piernas de muñeca. Es el regalo de tu mujer antes de su marcha, tan inoportuna como cruel; se despidió de ti sin un adiós desde el paritorio. Algo o alguien te la arrebató. Algo o alguien impidió que disfrutaras de ambas a la vez. Una vida por otra, un alma por otra; pero a las dos amarás por siempre. Te preguntarás millones de veces el por qué de tu infortunio, y nadie sabrá contestarte; si acaso te dirán que ese tipo de regalos no se devuelven.
La pequeña mano se aferrará a tu dedo. No querrá soltarte. Sin embargo, también lo hará.
Retornas a tu presente insomne, el único que tienes. Las imágenes se desvanecen, junto con tu futuro.
¡¿Todavía las 4?!, exclamas. Oscuridad; no vislumbras ni el silencio. Alejado del bullicio, alejado del tiempo, alejado de ti mismo. Hotel sin neones. Planta 3. Acodado en la ventana a la sombra de la luna. Humo retorcido. Punto ardiente. Tus huesudos dedos aprietan el cigarro. Tu boca exhala toxicidad. Tus ojos, siempre anclados, sumidos en el pasado, no quieren mirar lo que hay más allá. Te quemas. No sientes dolor. Existen dolores insufribles que encubren los de índole física. Sueltas el cigarrillo. Cae sin remisión. Rebota estrepitosamente contra el suelo. Multitud de chispas, como fuegos artificiales, avivan la oscuridad. Pero…, ¿qué se celebra? Te giras. Enciendes la lámpara. Un cuartucho. Una cama vacía. Te tumbas. Las sábanas están arrugadas. Cierras, aprietas los párpados para volver a ver. ¿El qué? Sufrimiento puro. Tus manos te abrazan, no por frío.
Atasco. ¡Un accidente, seguro!, te dirás. Llegarás tarde de nuevo, ¡otra vez! No te lo perdonará. Lo sabes bien, demasiado bien. El tráfico fluirá lento, muy lento. Llegarás y aparcarás encima de la acera. Correrás exhausto. Harás notar que lo intentaste. Porque cierto es que lo hiciste. Pero no te servirá de nada. Lucía, tu hija, te observará con labios fruncidos, mirada recriminatoria y brazos en jarra. Su corto entender es claro, muy claro. Tu excusa, otra más, no la convencerá. Su recital, sus horas de ensayo, tirados a la basura. No te importa nada de lo que hago, dirá ella. Sin madre, y ahora sin padre, escupirá en tu cara. Es su sensación, y no la culparás porque tiene razón. Tú eres el único culpable. Pero, ¿qué puedes hacer? Intentarás que entienda que está confundida, que te importa más de lo que ella cree. Nada sanará el daño hecho.
Una sirena se escucha a lo lejos. Abres los ojos. El techo te lo dice todo: desconchones y más desconchones. Nadie lo cuida. Y a ti, ¿quién lo hace? Tú junto a la soledad sois los únicos disponibles. Los dos camináis parejos. ¿Quién impedirá deshacer enlace tan fatal? Lo sabes, y muy bien: tú y solo tú puedes impedirlo. Nadie te juzga; como tú, existen miles, millones en la misma situación, por mucho que os creáis únicos. Vuelves a rebuscar en tu memoria.
Pasada la medianoche, irrumpirás en la comisaría. ¿Cargos? Según la policía, esa vez fue por una pelea por un asunto de drogas. Pagarás la fianza. Miradas de reproche. Mentirá; te dirá que ella no ha tenido nada que ver con el asunto, que la han confundido con otra. Se irá sin un gracias, y menos con un beso de despedida. Ya has cumplido con tu cometido de padre. Amanece. La seguirás con la mirada. Sus medias rotas. Su andar a trompicones. No se girará, ¿para qué? Bajarás la cabeza y retornarás a tu casa vacía.
Tu semblante, duro, duro contigo mismo. Te levantas, y de vuelta a la ventana. ¿Otro cigarrillo? ¡Qué más da! La tos vuelve, más fuerte que otras veces. Tiras el cigarro a medias. Vuelves a la cama sin esperar a ver los fuegos de artificio. Esta vez te sientas. Bebes un trago de agua. Te sujetas la cabeza con ambas manos. Miras el suelo. Una cucaracha pasa entre tus pies. Ni te inmutas. Te tumbas de nuevo. De nuevo te abrazas en busca de consuelo. ¿Adónde miras ahora? Hacia atrás, siempre hacia atrás.
Hora de visitas. Muchos controles de acceso, demasiados. Cámaras que vigilan sin parpadear. Rejas rosas. Tras el cristal surgirá. Ojos amoratados, labio partido, mueca amarga. Te pedirá para sus vicios sin un hola, sin un qué tal te va. Te observará con rencor, y tú bajarás la mirada. Luego la subirás y ya no estará. Ni un hasta luego, nada. ¿Será un adiós? No, espero que no, te dirás. Te levantarás de la silla que ni has calentado. Todos a tu alrededor te observarán sin sonrisas. Tus ojos se clavarán en el suelo, en tus pasos, en tus zapatos deslustrados. Saldrás. Hará frío. Te subirás el cuello del abrigo y partirás sin rumbo conocido.
Abres los ojos alarmado. Te deshaces de tu abrazo. Mano derecha al pecho. Allí se ubica el dolor. ¿Por qué sientes ese dolor si es solo físico? ¿Grave? Sí, parece grave. Tu mano izquierda alcanza el móvil. Tus dedos tiemblan, pero lo consigues. La llamas. Se sorprenderá; siempre fue ella la que llamaba cuando te necesitaba. Además, lleváis años sin ningún tipo de contacto. Te atiende enfadada. No son horas, te contesta. Luego se asusta. Nombre del hotel y número de habitación.
–He llamado a la ambulancia –dice compungida.– Aguanta, papá. No tardará mucho.
Lucía se sienta a tu lado. Percibes su cercanía; su calor te reconforta, y sonríes. Te agarra la mano. Tú la aprietas.
–Da igual, cariño –un hilo de voz es lo único que sale de tus labios; tu hija tiene que acercar su oído para escucharte–. Lo importante es que has venido a despedirte de mí.
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