Cuando se fue de casa, inventé un juego. Cada noche, le enviaba un mensaje sin texto a su teléfono con el emoji del pájaro: un emoticono del WhatsApp. Al principio, ella respondía algo, luego ya no. No quise atar cabos, pero, antes o después, por muy estúpido que seas, te das cuenta del porqué.

El pájaro no tenía un significado, sino muchos (y solo yo los conocía). Entre otros, significaba: te quiero; significaba: te echo de menos; significaba: no sé qué hacer sin ti. Pero a ella que le escribiera todas estas cosas no le hubiera ayudado, supongo, todo hubiera ido a peor. El emoji era todas esas cosas que ya no podían decirse: por si ella las leía, por si ella no las leía, por si otro u otra las leía y todo se volvía entonces un poco más sinsentido.

¿Qué nos han dicho siempre? Cuando la gente está enferma, se queda cerca para que la cuiden, no se larga lejos de los que le quieren.

Imagino que Lena no era de ese tipo de gente.

Lena era única.

Ni el ELA se atrevió a decirle cómo vivir su vida.

De ahí el emoji, la puta paloma blanca de ojos saltones.

Me daba demasiada vergüenza no saber seguir adelante, no saber vivir, no saber qué hacer. Había leído una novela en la que aparecía un viejo portero al que le abandonaba su mujer y los vecinos de la escalera preguntaban: ¿y dónde está su esposa? Yo no quería eso, así que le dije a todo el mundo que Lena se había ido a morir lejos y que no sabía a dónde.

Recuerdo que, a menudo, pensaba: ¿cómo era la vida antes del nosotros? Debía haber vida, ¿no? Pero se me hacía como la paradoja aquella que nos contaban los curas en el internado sobre dios, creando el Todo de la Nada. ¿Qué cojones?, objetaba yo (y, antes de acabar esa frase, me habían caído más palos que a una estera). Si, en el inicio, está la Nada, agregaba lloriqueando, ¿dónde demonios está Dios? Y me caían más capones, y collejas, y hostias con la regla de madera maciza en la punta de los dedos; a continuación, avisaban a mi padre y, al salir de trabajar, pasaba por el colegio y, aunque cansado, también él me golpeaba para desquitarse de su vida de mierda. A veces, las hostias de mi padre eran incluso más duras que las de los curas. Pero pocas veces, la verdad.

Putos curas.

En cualquier caso, aunque pueda parecer absurdo, se me hacía más sencillo imaginar cómo la vida era menos vida sin ella, mientras que la narración del Génesis seguía pareciéndome una mierda completamente inverosímil.

En fin, no es que no hiciese cosas cuando se fue Lena: claro que hacía cosas. Me hacía la comida, y comía, y cagaba, y sacaba al perro a mear al parque. (El perro y yo, los restos de una familia rota.) Al principio, hasta me hacía pajas con las fotos de mi mujer moribunda. Pero después ya no, porque no podía quitarme de la cabeza ese olor a final, a falta de objetivos, a hospital o a polideportivo municipal. Esa impresión en la napia a la que sabes que vas a acostumbrarte y, poco a poco, intuyes que terminarás por tolerar, como cuando íbamos a nadar a la piscina cubierta de los Salesianos y todo quisqui decía ¡uf!, ¡qué tufo!, y luego ya nadie se acordaba de que ese olor no podía ser bueno, que se nos estaba metiendo dentro día tras día y que, lo peor de todo, es que habíamos decidido, motu proprio, dejarnos vencer, acostumbrarnos y permitir que se alojase en nuestras entrañas por siempre jamás.

Eso es lo que el mundo me estaba gritando al oído con respecto a ella.

Se ha ido.

Olvídala.

Sigue viviendo.

Deja que el tiempo pase.

Nunca sentí palabras tan vacías. Yo, quien siempre me había ganado el sueldo como juntaletras, no podía más que admitir que la esencia de una vida no cabe en los libros. O era eso o, sin saberlo, y pese al mayor o menor éxito de mi carrera, debía reconocerme como un pésimo escritor y periodista.

Sea como sea, a Lena nunca más le escribí una línea. Respeté sus deseos. Le enviaba la paloma de ojos negrísimos, como me gustaba imaginar la mirada de la hija con nombre vasco que nunca tuvimos (la de Lena era azul grisácea y tan dura como el casco de un Boeing 737).

Le enviaba el emoji a las nueve, a las nueve y cinco, a las nueve y siete o a las seis de la tarde los días que se me hacía insoportable su ausencia y me metía en la cama entre libros a leer, a llorar y hasta a rezar a cualquier dios que se me ocurría inventar (muchos los copiaba del hinduismo o de las antiguas culturas africanas y los entremezclaba).

Una trágica noche, escuché el sonido del WhatsApp poco después de enviar la paloma. No importa cuándo fue, supongo, pero aún debía ser invierno.

—¿Quién eres? —escribió alguien que no era Lena, con cas y sin signos de interrogación.

Le envié otra paloma blanca.

—No tengo tu número, tío —replicó en un segundo mensaje.

Bloqueé el número y seguí enviando el emoji al teléfono que una vez fue el de mi mujer. Un día, y otro día, y otro…

Aunque la noticia de su muerte todavía tardaría varias semanas en aparecer en los diarios, supe que nunca más vería a Lena y decidí que, pronto, yo también me suicidaría.

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