—¿Alguien quiere compartir?

—Mi hermana me enseñó a besar. En la teoría, no en la práctica. Está claro. Me dijo:

—Tienes que jugar con la lengua y tragar la saliva.

—¿Intercambias babas con Carlos? ¡Qué asco! —respondí. Yo tenía doce años y ella dieciocho.

Dicho así suena mal, pero te aseguro que es rico.

Recuerdo que pensé que debía de serlo, porque ella llevaba ya un año de besos con Carlos. Yo apenas me había rozado los labios con Pablito.

Carlos era guapo. Muy guapo. Tan guapo que consideraba que su belleza, y sus babas, no podían ser solo para mi hermana. Y ella lo sabía. Ella, yo, mi mamá, los amigos del edificio con los que él salía a buscar conquistas y hasta los vigilantes que custodiaban la entrada a la residencia, lo sabíamos. Sin embargo, mi hermana seguía con él.

Carlos no hacía ningún esfuerzo por ocultar los cuernos. Al contrario, venía a casa a arreglarse para salir de fiesta con alguno de nuestros vecinos. Yo, mientras, pensaba que mi hermana en realidad compartía su saliva con media ciudad. Ella, por su parte, comenzaba montando la escena de mujer celosa, después nos proponía, a mi madre y a mí, que saliéramos a perseguirlo y cuando mi mamá intentaba hacerla entrar en razón, entonces mi hermana le gritaba que no importaba, que ellos tenían una relación libre y que él tenía «permiso». Después, se iba a nuestra habitación a llorar.

Yo era casi una niña, pero la escena me parecía tan humillante como asqueroso aquel intercambio al que se le llama beso. Más aún, porque mi hermana no tenía necesidad. Tenía admiradores a montón.

Mi hermana también era muy guapa. Guapa de cojones. De esas que ocasionan accidentes de tráfico. Crecí dando las gracias al universo por tener facilidad con los números. Sí, no os riais. Además, ella siempre iba con tacones y esas faldas que solo le quedan bien a las modelos. Sí, mi hermana hasta dejaba ver su melena rubia en los anuncios de la televisión y en las telenovelas.

Quizás eran las ganas que tenía de querer vivir una de esas telenovelas en la vida real, la razón por la que sufríamos un culebrón en tres dimensiones en casa. Todo un ciclo de discusiones, lágrimas, reconciliaciones y besos. Me parecía extenuante. Si el amor era así, ¡Qué fiasco!

Una tarde, después de que Carlos saliera con un vecino nuestro a buscar más conquistas, mi hermana intentara retenerlo y él la dejara marchitarse en casa, ella entró en nuestra habitación a llorar. Cuando me vio dentro se sentó en mi cama y me dijo:

Sé que crees que soy una tonta. Sé que no me entiendes. Lo sé. Es solo que no puedo evitarlo.

No respondí y la abracé. La abracé muy fuerte y pensé que tenía razón. En aquel momento no la entendía. Ahora sí.

Me llamo Marta y soy alcohólica.

—Te queremos, Marta.

Image by Robert Balog from Pixabay

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