No se supo, ni se sabrá

No se supo, ni se sabrá

Juan Gallo

15/01/2020

Redocinda Lareu (o Lareo) García
Nació 26 de Diciembre 1899
Su visa para Argentina se emitió el 13/10/1919
Llegó a Bs As el 29/10/1919.

(Este audio fue grabado hace ya mucho tiempo)

Cuando Redocinda – mi abuela- descendió del buque que la trajo a América en octubre de 1919, ignoraba que décadas más tarde, sus palabras inspirarían este pequeño trabajo. Ignoraba también que el vapor que la alejó de su tierra – el Santa Isabel- sería solo dos años más tarde el protagonista del mayor naufragio de la historia Gallega, 213 vidas se perdieron, en la Isla de Besugueiro donde aún se alza en su memoria la cruz de la “mala muerte”.

Pequeña, y de profundos ojos negros, comprendió que su Galicia quedaba ya, irremediablemente lejos. Sus padres, la casa, su aldea (Que lleva el nombre de Villa de Cruces) y casi todo lo que ella había sido hasta entonces adquirió la materia casi visceral de los recuerdos.

La vida en Argentina no fue menos ruda que en España. Tal vez solo fuese menos pobre, aquí la comida era abundante y el clima benigno. Formó pareja; con Jesús, mi abuelo. Crió tres “mulleres” – la menor, mi madre- con la parquedad del campesino, con la ternura del pobre.

No sé bien cuando llegó la enfermedad, tampoco sé qué le aquejaba, lo cierto es que la crónica familiar pobló sus síntomas de metafísica, y misterio. Esa mujer que lavaba ropa para otros, que era cariñosa e implacable, también parecía tener cierto tipo de visiones. Presagios de oscura naturaleza a los que respondía persignándose y maldiciendo al mismo tiempo; orinándose, sin poder controlar su propio cuerpo.

Guardo viejas fotografías en la mente, retazos de una historia que -solo en parte- es la mía. Decenas de rostros, sentados a la mesa de un viejo patio de Palermo, encerrados en el claroscuro de la invisible y alta parra. Allí están la abuela y mi madre. Allí están los otros, los que quise, los que no conocí. Los que se fueron sin aviso como Daniel, mi primo y compañero de aventuras. En las fotos, sus rostros felices pintan un mundo ausente.

Hay también imágenes de niños; y más niños, entre los que me encuentro yo mismo y también mis hijos y los hijos de todos, que como las uvas de la querida parra, renuevan el vital devenir de la familia. Promesas de otros tiempos, iguales a las de la abuela, iguales a las de tantos.

Ella partió joven, con menos de sesenta. Su salud se deterioró rápidamente, cuentan que el médico la visitaba a diario, que sus hijas no se apartaban de ella, cuentan que la casa también pareció entristecer y que, algunas plantas se secaron cuando la abuela gallega murió. Algunas cosas me quedaron en herencia: un dedal oxidado, un ovillo de hilo marca PBT color marrón, y un misterio solo conocido por ella. En su lecho de muerte, cuando ya su conciencia se nublaba, pronunció sus últimas palabras.

“No se supo. Ni se sabrá”.

¿Qué quiso decir? ¿A qué se refería?

Cuarenta y cinco años más tarde, tomo esas palabras, como tomé cada fragmento de mis cuentos, como una más de aquellas viejas fotografías, en un patio que ya no existe (o no es el mismo…) donde la parra con su tortuoso y casi senil tronco se empeña en ocultar los más bellos racimos entre las matas de sus hojas. La esencia de los antiguos, vuelve en los que les suceden, como aquella frase de la abuela, que no supo que hoy también yo creo lo mismo.

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