La asisten dos mujeres: una es matrona, la otra sirve en la casa y está para ayudar en lo que sea menester.

El marido de la parturienta aguarda fuera de la habitación porque estamos en una época en la que en los partos solo es tolerada la presencia de varón si se es médico. Ni siquiera en los bautismos de urgencia es requerida la presencia de un cura, pues están las matronas instruidas en los sacramentos y ya van provistas de agua de socorro traida de la iglesia para impedir que el alma de la malograda criatura quede atrapada en el limbo…

Abandonar la tibieza de sábanas y cobertores contraviniendo la recomienda del médico de guardar reposo absoluto, y atravesar el pasillo afantasmado y helador para ir al retrete, además de una grave imprudencia, por ser el suyo un embarazo de alto riesgo, supone todo un reto en este invierno tan crudo. Por tal motivo la habitación huele a orines cuyo foco es un orinal ubicado bajo la cama.

La mariposa que está en la mesilla y que, sin concurso de corriente de aire, acaba de apagarse, es un voto a San Ramón Nonato, patrón de las embarazadas y las parturientas. Como la que ahora implora para que vuelvan a encenderla y pide que viertan más aceite en el vaso para vigorizar la llama. Teme que el misterioso apagón sea mal augurio. ¿Acaso no se extinguió inexplicablemente la llama de la mariposa aquella fatídica noche, cuando sintió agudas punzadas en su vientre, por primera vez fecundado, y tuvieron que sacarle de su seno el cuerpecito inerte y prematuro de su hijo nonato?

Piensa que tal desgracia debió ser un castigo divino por algún pecado cometido. Pero por más que busca algo punitivo en su vida pasada no lo encuentra. ¿Sería de la otra parte el pecado y fue mancomunada la culpa y la condena?

—Protégeme a mí y al hijo de mis entrañas, ahora y durante el parto que se aproxima. Escucha mis plegarias, protector mío, San Ramón Nonato y hazme una madre feliz de este hijo que espero dar a luz por medio de tu poderosa intercesión.

Tiembla de nuevo la lengüita de fuego, no por maligno soplo, sino por mor del desplazamiento de aires, porque la asistenta acaba de abrir la puerta para ir en busca de sábanas limpias y de una palangana con agua caliente cuyos lechosos vapores han formado trabazón con el odorante humo de la sopa que acaba de preparar.

— En el comedor he dispuesto una sopera con caldo de gallina, señor. Debería usted cenar algo —recomienda la solícita asistenta.

No tiene hambre, pero sí el estómago desangelado y un caldo de gallina bien caliente no habrá de sentarle mal.

Tras dar buena cuenta de la nutricia sopa bajará un momento a la taberna, por despabilarse un poco, porque a punto ha estado de quedarse dormido mientras cenaba.

Justo cuando regresa de la taberna se abre la puerta del dormitorio. La llama de la mariposa se extingue trazando en el aire un efímero, y zigzagueante garabato de humo negro. Es la matrona la que sale. No trae buena cara; se la ve circunspecta y seria y tiene el rostro compungido. Tal vez sea el cansancio, piensa, pero por desgracia no será solo eso…

— ¡Señor, la cosa no pinta bien, vaya en busca del doctor, no pierda tiempo y corra en busca del doctor!—suplica la partera.

El hombre sale como una exhalación dejando en el perchero sombrero y abrigo, que solo habrían de estorbarle en su esforzada marcha calle arriba.

Por fin llega. Llama a la puerta, una, dos, tres veces… El doctor seguramente estará durmiendo.

Arriba se enciende una luz. Alguien se asoma a la ventana.

—Enseguida bajo— dice el buen doctor haciendo honor al hipocrático juramento dado. Ni siquiera ha mostrado en el tono de sus palabras un ápice de comprensible fastidio porque lo hayan sacado de la cama a tan intempestiva hora. Sale el galeno a medio vestir. Se abotona el gabán con una mano y con la otra se asegura de que no falta nada en su maletín negro de médico que refulge a la luz de una farola como un escarabajo grande y redondo.

Llegan por fin a la casa. En el umbral aguarda la matrona. La asistenta gimotea desconsolada.

Entra el doctor. Después lo hace nuestro hombre que ya tiene el semblante demudado.

El doctor, con solo echar un vistazo sabe que no va a ser necesario y aun así realiza un somero análisis. Ausculta el pecho de la mujer y niega con la cabeza. Después hace lo propio con el breve pechito violáceo de la criatura que yace sobre ella: madre e hijo están muertos. Extremo que certifica el doctor con el universal gesto que acaba de hacer consistente en cubrir completamente los cuerpos con la sábana.

— ¡Despierte, despierte usted!

Desorientado mira a la sirvienta que zarandea su hombro y cae en la cuenta de que no está en el dormitorio, sino que se encuentra en el comedor, sentado a la mesa, junto a un plato de sopa.

—Se quedó usted dormido, señor. Sígame: la cosa se adelantó.

Cuando marido y mujer cruzan las miradas brotan de los melados ojos de ella lágrimas felices, diminutos prismas henchidos de luz y sal.

—Aquí tienes a tu hijo— dice con orgullo la mujer, mostrando a un bebé que mama ávido del turgente y tibio pecho de su madre.

El hombre se acerca. La besa cálidamente en la frente. Después besa la fragante coronilla de su hijo y repara en que la mujer ya no emana ese olor acerbo de los estados febriles que desprendía su piel de parafina y que ha desaparecido el sutil olor a orines que invadía el cuarto. Porque ahora, la habitación entera, la casa toda, huele a maternidad, a calostro, a tibieza: huele a vida.

En la mesilla de luz, junto a la estampa de San Ramón Nonato, resplandece una mariposa.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS