El milagro del papel maché

El milagro del papel maché

Cuando volvió mi padre nos pusimos a llorar. No soportábamos verlo y nos escondimos en nuestro cuarto. Mi pobre abuela Daniela se sentía fatal porque no lograba conjuntar la imagen del recuerdo con el nuevo rostro de su hijo que estaba deformado totalmente. No quedaba ni una pizca de aquel hombre alegre y cantarín que nos divertía con sus bromas y genialidad. Todos recordábamos con odio la noche que pasó el ejército del caudillo Emiliano Zapata y el gordo Osvaldo le dijo: “Vámonos con mi general, Andrés, tráete un buen caballo y coge tus cananas”. Salió mi padre armado hasta los dientes. Ya había esperado con ansia ese momento. Se fue entre risas y buenos deseos. Insultó a Porfirio Díaz y dijo que él mismo lo iba a fusilar. En aquel momento lo que temíamos era que no lograra matar al dictador, pero luego comprendimos que las cosas eran muy diferentes y nos angustiaba que mi padre quedara de alimento para los zopilotes o coyotes en algún lugar del Norte del país.

No regresó pronto. Lo hizo antes de que se desmoronara el Caudillo del Sur. Llegó al mediodía. Venía en un caballo blanco y le seguían dos hombres con tipo de campesinos. Mi padre les ordenó que se fueran y se quedó allí inmóvil. El caballo ni siquiera respiraba, parecía un ánima del más allá, era como un animal infernal con los ojos colorados. Se bajó y se acercó a mamá. Ella se tapó la boca para no soltar un grito aterrador. “!¿Qué te pasó Andrés?! ¡¿Quién carajos te dejó así?!

Por la tarde nos reunimos en la sala de la casa y mi madre dijo que papá tenía que contarnos lo sucedido. “Sean hombrecitos y no bajen la vista, no sean cobardes. Demuéstrenle a papá que aquí no ha pasado nada y él es bien recibido”. Fue una de las pruebas más duras que hemos tenido en la vida. Lo miramos a través de los riachuelos que brotaban de nuestros ojos, nos limpiábamos los mocos con el dorso de la mano y la tortura nos hizo desmayarnos. Ya con más calma y, sin la presencia de mi padre, mamá nos contó que en una emboscada en la sierra a papá se le había quedado atorado el pie en el estribo, luego un golpe le desfiguró la cara y como el caballo lo iba arrastrando, pues toda la piel se le quemó con la tierra. Por eso se le veía el hueso del pómulo izquierdo. No tenía la punta de la nariz y su quijada estaba al aire. Por más amor que quisiéramos expresarle nos era imposible hacerlo. Sentíamos una lástima enorme mezclada con terror. Una vecina lo dijo un día. “Ese pobre don Andrés quedó todo fantasmagórico”.

Papá se hizo ermitaño. No salía de su habitación. Perdió peso. No hablaba con nadie. Mamá sufría porque lo amaba de verdad, pero tampoco resistía mucho tiempo a su lado, no porque la ahuyentara la cara de monstruo, sino porque papá bebía y la insultaba. Decía que era una adúltera. Una ocasión que se había tomado varias botellas de tequila, salió endemoniado con la escopeta y le disparó a mamá. Por fortuna, veía doble y no se mantenía en pie. Esa ocasión parecía que era el final de nuestra familia, pero al día siguiente vino Bernarda. Una mujer que trabajaba en la estación de ferrocarril. “Venga a ver esto, Soledad—le dijo jalándola del brazo–. Mire, mire aquí”. Mi madre se quedó fría. No sabía qué ver exactamente, pero su mente ya estaba saboreando un sueño fantástico que enderezaría nuestras vidas y compondría el rostro de mi padre. Leyeron juntas en voz alta un artículo del periódico. Luego se miraron con complicidad y decidieron poner manos a la obra. Se fueron a comprar papel, pinturas, pegamento, cordones, laca y otras cosas más. Se metieron en la cocina y estuvieron hirviendo agua en cazuelas. Amasaron una bola de color gris claro. Se fueron a ver a papá que estaba tumbado en el piso completamente ebrio. Salieron con una cosa en las manos y estuvieron dando vueltas y más vueltas. Cerraron la puerta de la cocina y ya entrada la noche Bernarda se fue. “Mañana me dices, Chole, cómo salió todo, porfa”. Mi madre le prometió que iría junto con mi padre a darle las gracias.

A la mañana siguiente mi madre baño a papá, le cortó el pelo, le planchó una camisa blanquísima y unos pantalones nuevos y le lustró los zapatos. Oímos gritos, impertinencias, amenazas y maldiciones, pero al final mi padre salió. No dábamos crédito. Era el de siempre. Si no hubiéramos sido tan incrédulos, hubiéramos jurado que a mi madre se le había aparecido el mismo Jesús para hacerle el milagro. Mi padre se acercó a nosotros para abrazarnos. Nos abalanzamos sobre él y lo apretamos con esa nostalgia contenida por varios meses. Mi padre se rió con gusto y nos contó unas anécdotas de los federales. Nos dejó impresionados con las narraciones que hizo de los héroes del alzamiento. Nos describió a Villa, a Pascual Orozco, a Madero y a Zapata. No podíamos creer lo que escuchábamos. Nos contaba todo con una voz rara, pero alegre. Mi madre lo abrazó también y le dijo que tenían que ir con Bernarda, quien era la que había tenido la genial idea. Se marcharon y nosotros aprovechamos para ir a la cocina a fisgonear. Al entrar vimos una cantidad enorme de moldes, máscaras de cartón muy delgado pintadas con el mismo tono de la piel de papá. Eran obras de arte. Había suficientes para decir que mi padre era el hombre de las mil caras. Vivió feliz y la gente que nunca se le acercó, jamás creyó que hubiera regresado deformado. Mi madre después le escribió una carta a la señora Anna Coleman que estaba en Francia y unos meses después recibimos una caja con unas máscaras de belleza sin igual que hicieron feliz y bello a mi padre.

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