Crónica de una vida anunciada.

Crónica de una vida anunciada.

Corría el año 1956, días vetustos y faldas coloridas que se levantaban con el viento, al igual que las hojas del calendario.
Las blusas eran frescas y nada pudorosas, los cabellos estaban recogidos en perfectos bucles y los labios gozaban de un rojo característico de frutas del bosque. Al menos eso era lo que veía cuando caminaba de la mano de mi madre por las calles de Madrid.
Mi padre era abogado, algo bastante inusual en aquella época, lo que permitía a mi familia gozar de privilegios como esos paseos y visitas a tiendas de ropa los viernes por la tarde.
El caso de mi padre era excepcional, provenía de una estirpe de abogados; recuerdo pasar noches buscando información sobre mis antepasados y redactando hojas y hojas de un árbol genealógico que nunca acababa, el origen de aquel prestigio se remontaba a épocas muy remotas y yo comenzaba a frustrarme cuando empezaba a dar vueltas en aquel círculo vicioso que siempre me dirigía al punto de partida.
Mi padre decía que no necesitaba hacer aquello, no necesitaba investigar a los fantasmas del pasado para darme cuenta que aquel camino era el correcto, pero necesitaba una excusa. Algo que me impulsara a elegir ser parte de la familia, pero nunca la encontré.
Mi pasión era la escritura, desde niña tuve una imaginación bastante viva y aún, con setenta y tres años, sigo creyendo que ha madurado conmigo y ha mejorado, con los años, como lo hace el vino. Al menos es lo que le cuento a mis alumnos de Literatura.
Mis padres nunca fueron partícipes de que pensara por mí misma, bien debía trabajar con alguno de ellos o ser una mujer de la época y encontrar un hombre que pudiese cuidarme y mantener a una familia de cinco; los niños nunca fueron mi prioridad y el amor era un complemento que pasó de moda para mí antes de conocerlo.
Mi padre fruncía el ceño cada vez que me veía con un libro entre las manos y mi madre rompía todos los lapiceros cuando pasaba demasiado tiempo delante del escritorio.
Recuerdo el día que llegué a casa del instituto sabiendo que mi futuro se encontraba en un mar de letras, había descubierto la poesía romántica, Bécquer y su rima XXX. No supe con claridad por qué aquel poema me fascinó de aquel modo y aún sigo sin obtener respuesta, sencillamente me pareció inexplicablemente hermoso. Pero las palabras que pronuncié aquella noche en la cena no lo eran.
Pude ver la expresión de decepción de mi padre al conocer la noticia y la de alegría de mi madre al haber escuchado solo mitad de la noticia, fue como un fotograma, el momento exacto de éxtasis o felicidad que sabes que va cambiar en un microsegundo y no podrás detenerlo. El tiempo nunca lo hace.
Mi madre trabajaba en una zapatería, también de carácter familiar, desde que era una niña.
La zapatería había estado años, intacta y antigua, en la misma calle. Los clientes eran generaciones futuras de lo que el barrio fue una vez. Mi madre creyó que sería la próxima heredera, pues ella no tenía hermanas y yo tampoco.
Siempre creí que merecía algo mejor que dejarme controlar por los deseos insatisfechos de mi padre o el conformismo de mi madre, aunque no lo reconocía en voz alta. Sabía, con certeza, que el universo había planeado algo más grande para mí, algo que ni siquiera Dios podía predecir.
Aquella noche cambiaron muchas cosas, los reproches comenzaron, pues era mi padre quién me proporcionaba los libros que leía sin cesar y mi madre el tiempo y el lugar donde emprender esa lectura, pues todas las tardes excepto los viernes le acompañaba en la zapatería. Creían que la lectura sería una afición pasajera, no puedo culparles, todos cometemos errores.
La relación de mis padres se deterioró desde aquella noche, aunque creo que estaba rota desde mucho antes, solo necesitaban una excusa para destruirla del todo.
Aún así me gusta recordar los días en los que mis diez años eran inocentes y mis ojos deseaban los bailes en el salón al ritmo de «Ghost Town» de Don Cherry sonando en la gramola con aquel ruido tan clásico y elegante que el artefacto producía. Ninguno de esos objetos estaban de venta en España, mi padre consiguió importar la gramola dorada y el álbum de Estados Unidos, supongo que eso me hechizó aún más: saber que existe más mundo ahí fuera y que es igual o incluso más extraordinario que el que me han dado a conocer.
De vez en cuando me gusta volver a donde todo comenzó y tocar con la punta de mis dedos el lugar donde aquel vinilo solía cantar, no todo tiempo pasado fue peor y no todo amor fue caos, por un momento mis padres no eran una errata en la historia del otro.

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