Retazos de una vida de antaño

Retazos de una vida de antaño

Ayer escaneé fotos antiguas para mi sobrina Anna, amante del blanco y negro y también del sepia, tanto, que en pleno desarrollo digital hizo algún curso de revelado y se montó una cámara oscura para recuperar viejas imágenes. Me comentó que apenas tenía fotos familiares “de época”. Últimamente yo he recuperado algunas de la familia de mi madre y se las quiero pasar. Yo me guardaré las copias digitalizadas.

Esta tarde ha venido a recogerlas. Mientras las mirábamos afluían recuerdos de historias oídas en torno a Conchita, mi abuela materna, su bisabuela, y hemos decidido dedicarle un álbum.

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–Deberíamos colocarlas con algún orden –le propongo al comenzar.

–Pueden ordenarse según fluyan los recuerdos.

–Bien, dejémoslos fluir, aunque ni tú ni yo la conocimos.

–Algunas historias sabemos. Y las fotos nos sugerirán otras.

–Sí, pero cierta cronología tampoco nos iría mal.

–De acuerdo, manos a la obra. ¡Tachííín! –exclama, buscando sorprenderme, mientras me muestra una foto del móvil–. Ahí tenemos la primera: la casa donde nació: Ca l’Auladell de Sant Martí de Montnegre. La tomé un día que fuimos por allá con Joanma. En el hostal hay un restaurante donde se come bien. El entorno es magnífico.

Luego prosigue:

–Aunque la foto es moderna y en color, marca un comienzo.

–Pues sí, buena idea. Allí se inició su vida, en la casa solariega familiar. En ese pequeño núcleo de población con sólo la iglesia, la casa parroquial, el hostal y la masía. Mira, por aquí tengo una en blanco y negro, con la iglesia al fondo.

–Tiene pinta de ser muy antigua. Es chula.

–Sí, y ahora vendría una foto de hacia 1868, que ahora no tengo a mano, me la prestó mi hermana María, pero ya te la conseguiré, y cuando acabemos te la muestro en un relato que publiqué en Fuentetaja.

–¿Y por qué no la vemos ahora? Luego continuamos con esto…

Vale.

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Y así proseguimos, y vamos enlazando comentarios y detalles. Entre la foto vista en el relato y esta otra, de Conchita ya casada con mi abuelo Joan (los bisabuelos de Anna) han pasado unos veinte años. La niña debe ser su primera hija, Antonieta, que aquí tendrá dos o tres años. Conchita se casó tres días después de cumplir los veinte.

Rellenamos el espacio vacío entre las dos fotos con historias oídas. Conchita tuvo una hermana, Carmeta, cinco años menor. En aquella época, las niñas recibían una educación muy elemental: leer, escribir y las cuatro reglas y, eso sí, coser y planchar y otras tareas domésticas. Ir al colegio, para las niñas era “ir a costura”.

No sé bien si por problemas de salud de la madre o por carecer de una escuela próxima, Conchita fue internada, junto con su hermana, en el Instituto de las Madres Escolapias de Arenys de Mar, donde recibió una formación cultural superior a la habitual en zonas rurales y aprendió a bordar, tejer tapices, tocar el piano…

Según me han contado, permanecieron allí hasta que Conchita cumplió dieciocho años. Pero entretanto, probablemente en algún verano, en baile de Fiesta Mayor, o en la romería de San Martín en Montnegre, mi abuela conoció a un muchacho de Sant Celoni, hijo del boticario, y ambos se enamoraron profundamente. A mi hermana María le habían explicado que, cuando todavía estaba interna, habían planeado que una noche ella se escaparía del internado y él la esperaría fuera y huirían juntos. Un secuestro por amor. Por lo visto alguna monja interceptó un mensaje y la Madre Superiora intervino severamente y lo impidió.

–Según mi madre, cuando Conchita estaba en su casa de Montnegre, tocaba el piano y el muchacho iba a pasear bajo su ventana montado a caballo para escucharla.

–A mí tu madre me explicó que el chico era músico –dice Anna–, que ella encontró una vez una partitura manuscrita titulada Concepción y le preguntó a su madre y ella le dijo que se la había dedicado una persona que había querido mucho.

El joven enfermó de tuberculosis y murió al poco tiempo. Me contó una prima mía que mi abuela tenía un medallón que se abría y dentro guardaba la fotografía de un hombre muy apuesto; cuando ella nació, la abuela fue su madrina y le puso su nombre, Concepción. Y entonces le regaló el medallón a su madre y le dijo: “Si este hombre no hubiese muerto, habría podido ser vuestro padre. Nos quisimos mucho”. Le encargó que lo reservara para mi prima (su ahijada), pero que antes destruyera la fotografía. Su madre la conservó mucho tiempo. Cuando murió, mi prima abrió el medallón: la fotografía ya no estaba. Su madre había cumplido el encargo.

Un tiempo después de morir el muchacho, mi bisabuelo, el padre de Conchita, hizo lo que entonces era habitual: concertó la boda de su hija con el hijo de una señora a la que, según creo, le debía algún dinero y de este modo se cancelaba la deuda. Cuando se lo comunicó a la hija, ella le respondió: “Como que aquél a quien yo quería ya no está, que sea lo que vos creáis más conveniente”.

Y así llegamos a una foto de 1908, salvada de entre unos papeles que se iban a destruir y con los bordes arruinados.

Salvo el marido y la mujer del centro, quizá su hermana Carmeta, todos los personajes de la escena son fruto de su vientre fecundo, aunque aquí no están todos: el primer hijo nació muerto. Luego cuatro mozas, otro niño muerto a poco de nacer, tres niños más (uno de ellos murió de tifus con cuatro años), y finalmente otras cuatro niñas. La penúltima, mi tía Pilar, quizás en el envoltorio que tiene mi abuela en el regazo. Mi madre, la benjamina, nacería dos años después. La suya tenía entonces 44. Trece partos en 24 años.

–¿Sabes lo que más me emociona de ella, Anna? Su amor por la música. Su legado a través de mi madre (tu abuela) ha fructificado en un increíble plantel musical.

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