Conchita, la abuela que no conociste, te contempla con la mirada fija (un poco asustada bajo los efectos del flash de magnesio) desde el retrato en sepia de mediados los años sesenta del mil ochocientos, con su vestido de amplios faldones y manga larga, ornamentado con bordados en puños y cuello. Sobre su pecho pende una medalla.
Tendrá unos dos años. Está sentada en una silla alta con respaldo de rejilla y madera torneada, con molduras en la parte superior. El brazo derecho, apoyado en una mesita con trabajos de marquetería. En la mano, ¿un libro? Los pies, sobre un escabel también de rejilla.
Naturalmente, tú no tienes ningún recuerdo de aquel día, pero has contemplado tantas veces la foto, que te parece percibir qué sentía aquella niña en el día extraordinario en que la llevaron al retratista.
También tienes presente este otro retrato en sepia, de 1910, con Anita, tu madre, en mantillas, sentada sobre un carrito de juguete tirado por un perro de verdad y rodeada por cuatro de sus nueve hermanos, los que la precedían inmediatamente en edad, un niño y tres niñas.
Pilar, la de la izquierda con la cestilla, será años más tarde tu madrina. Jaume, el mayor de los cinco, sostiene con la mano derecha a la pequeña por detrás, para que no se le caiga a Rosita –que la rodea con sus brazos–, y con la izquierda aguanta una rueda del carretón, asegurada con una piedra por la parte delantera. Margarita mantiene firme su «bastón de mando».
Éste es un retrato al aire libre, no parece de estudio, pero el equilibrio con que están dispuestas las figuras es notable. Tras la cámara hay alguien que entiende. Y basta con observar la indumentaria de las criaturas (vestidos, lazos, cestita, gorra) para comprender que la escena está muy preparada para la remembranza.
Otra foto, de mediados de la década de 1940, te trae un recuerdo propio (ahora sí) en blanco y negro.
Puedes evocar perfectamente no el día pero sí el momento, el lugar y la circunstancia en que te la hicieron, os la hicieron, a ti y a tu hermana María. Ibais por el campo, a visitar a vuestros tíos Quimet y Anita que vivían en una masía, y de repente tuvisteis ganas, las dos, de hacer pis: agachadas, de cuclillas en un rinconcito, protegidas por una antigua construcción que cobija una bomba de extracción de agua de un pozo. Tu hermana, de unos tres añitos, dirige su mirada y su sonrisa, llenas de encanto, a la cámara, a vuestro padre, José, quien os saca la foto. Tú (cinco años), las desvías hacia tu madre, que está a su lado. Recuerdas bien que adoptaste una postura decorosa para disimular la imperiosa necesidad (eras consciente de que os retrataban). Y así se refleja en la instantánea, que fija el momento.
Pero muy a menudo no es una foto lo que te hace revivir con detalle instantes del pasado: un olor, un sonido, una anotación en la agenda, un número de teléfono garabateado sobre un pedazo de papel, una cara, una frase oída al azar, una flor disecada entre las páginas de un libro, una conversación, un viejo billete de tranvía, provocan que entre una nebulosa desdibujada surja del olvido un recuerdo del que evocas fragmentos muy concretos, como pinceladas, aunque a veces no lo puedas situar entre lo que pasó antes y lo que sucedería después. ¿Por qué unos determinados momentos quedan registrados con tanta fidelidad y otros aspectos que pueden estar relacionados desaparecen totalmente?
Recuerdos ocultos
bajo el humo del olvido
y el tiempo que huye.
La memoria encriptada
y el password borrado.
¿Cómo entrarás,
cerrado el acceso,
sin una clave?
Pero a veces los recuerdos se abren paso de repente, sin previo aviso, ni imagen fija, ni evocación personal. Una mañana te despiertas y súbitamente se te aparece una escena antigua, con figuras, sonidos, olores, movimiento, sentimientos… ¿Por qué aquellas cosas y no otras se grabaron en el disco duro de tu cerebro con tanta nitidez y precisamente hoy, un día cualquiera, las revives con tanta intensidad?
La que se te presentó hace unos cuantos meses, un atardecer, era de este tipo. Poco antes habías estado escuchando una pieza musical de Jan Sibelius, el Concierto para violín y orquesta, op. 47, que no recuerdas haber oído previamente, de manera que no tenía por qué traerte ninguna evocación directa. La percepción que tuviste de pronto fue tan intensa, que la revivías de nuevo tal como cuando tenías siete u ocho años. No había antes ni después. Sólo aquel momento.
Era intranscendente, pero tuviste necesidad de fijar la imagen como si fuera una fotografía, un vídeo, hechos de palabras. Para conservarla en la memoria. Para rescatarla del olvido. Y de ahí surgió el poema:
Calle de las Camelias
Para Maria
La niña que hace filigranas
con el tejo, a la pata coja,
dentro del avión de la rayuela,
no sabe todavía
cuán viva será la sensación del juego,
y la maravilla del tiempo inagotable,
muchos, muchos años más tarde,
en una noche de primavera sin sueño.
Ni cómo quedarán grabados
el aroma del azahar,
la expectación de la hermana,
el polvo de la tierra…
y el canto del mirlo
y la luz de la tarde,
en el pasillo del huerto,
frente al corral de las cabras.
Posiblemente los recuerdos no son más que partículas en suspensión dentro del humo del olvido. Escribes para recoger estas partículas. Para fijar las imágenes. Para retener el instante. Contra el humo del olvido.
(Un par de meses después de escribir estas líneas, tu hermana María, a quien no has comentado nada y que no conoce la existencia de este relato ni del poema, te regala un CD con el Concierto para violín y orquesta de Sibelius, porque dice que le agrada mucho. ¿Habrá podido acceder a una partícula de tu evocación de infancia común entre el humo melodioso de un recuerdo anticipado? ¿O fuiste tú, al escuchar aquel concierto, la que anticipaste, como una premonición, una evocación relacionada con ella, sin saberlo?)
FIN
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