Mis no Navidades pasadas

Mis no Navidades pasadas

Eurus

09/12/2018

Mucho frío hacía en Gales las Navidades pasadas. Yo, junto mi hija, en una ráfaga de inspiración, decidimos ir a Cardiff a pasar las fiestas. Partimos el veintiuno de diciembre rumbo Reino Unido. El trayecto, qué tremendo suplicio, hubo muchas turbulencias y nos tocó hacer compañía a un rockero con un oído insuficiente, pues llevaba Green Day a un volumen estratosférico, vaya. No obstante, fue educativo. Estoy orgullosa de poder recitar la letra de Boulevard of Broken Dreams sin pausas.

Finalmente, quince canciones y dos bolsitas de quicos después, llegamos a la capital. Ya era de noche y, no para mi sorpresa, estaba lloviendo. Yo, que soy tan previsora, había mirado el tiempo y preparado el arsenal. A pesar de ello, no me esperaba tal frío. Siempre he sido friolera, a diferencia de mi hija, y creedme cuando os digo que necesité de todas mis fuerzas para ser capaz de poner un pie delante del otro. “Mi sangre se ha congelado” pensé. No obstante, alcancé la entrada de la terminal, y allí dentro tenían calefacción. Sentí que había resucitado. No la mejor primera impresión, ciertamente.

No perdí la esperanza. Mi abuela tenía un dicho: “Los problemas hacen de las aventuras aventuras”. Así pues, marqué mi siguiente objetivo: llegar al hotel. No he comentado todavía que no sé me da bien inglés, y, con “dar bien”, me refiero a que no entiendo nada. Soy nefasta en los idiomas. Mi hija se encargaba de traducir todo, pero está en la ESO y alguna que otra palabreja se le escapaba. Nos perdimos. Google Maps no sirvió de mucho; nuestros móviles no son de alta gama, que digamos. Tardamos tres horas en llegar, cuando, según el señor Google, era una caminata de media hora estimada. Las habitaciones dejaban mucho que envidiar, el espacio era diminuto, el calefactor parecía sacado de una película de Stephen King, el televisor no se encendía, por mucho que insistimos, y había moho en la ducha. Hotel Espanto lo llamamos yo y mi hija, entonces. Bueno, al mal tiempo, buena cara. Dejó de llover y nos dispusimos a buscar un local para cenar. Avistamos un restaurante en la esquina con comida no-china en la carta, para nuestro asombro, ya que en todo el barrio no hacíamos más que ver locales de comida china. Entramos y pedimos dos hamburguesas.

Me gustaría contar que la cena fue agradable, pero no me gusta mentir. Cómo puedes imaginar una hamburguesa con mal sabor, es inaudito, pues nosotras degustamos la peor hamburguesa de, probablemente, toda Europa. Cada mordisco era un castigo, pero oye, estábamos hambrientas y muy cansadas, así que con mucha angustia e ignorando las arcadas, nos tragamos el sustento del diablo. Terminada la tortura y habiendo pagado la cuenta, volvimos al hotel Espanto y nos echamos a la cama, agotadas del viaje.

Fue cuando oí un ruido externo a mi sueño cuando supe que el horror se acercaba. Recuperé la consciencia, aunque me oponía a ello, e identifiqué el ruido con el que hace un individuo al vomitar. Alarmada me levanté e investigué lo que sucedía, cruzando los dedos para que mi temor no fuese acertado. Mi hija estaba vomitando y, tal como mi intuición me había estado indicando, se trataba de una intoxicación estomacal. Ella se pasó toda la noche en el baño y yo en la cama, asustada como un corderito que sabe que le ocurrirá cuando llegue al matadero.

Casi todo el resto del viaje, y Navidad, nos la pasamos en la habitación del hotel, peleándonos por el váter, para regurgitar agua y alguna que otra barrita de pan de pipas, pues no tardé ni doce horas en unirme yo también al club de intoxicados. Nunca antes fui tan miserable. Un día me desperté con una cucaracha del tamaño de mi pulgar en la barbilla, desde entonces divisaba cucarachas continuamente y hasta las consideré familia, todas juntas rodeadas de penuria.

Hasta el cuarto día, ya pasada Nochebuena, no reunimos suficientes fuerzas para salir fuera. Más pálidas que Robert Pattinson, dimos un paseo por la ciudadela, compramos algunas chucherías para los compañeros que nos esperaban a la vuelta en un Poundland y vuelta al hotel.

Lo último que hicimos, para aprovechar el viaje más que por gusto, fue ir a la bahía de Cardiff, el ya veinticinco y día final de las peores vacaciones jamás hechas. El cielo estaba oscuro, anocheció temprano, y unas luces rojas destacaban entre el paisaje. Era precioso, ya no hacía tanto frío ni estaba tan mareada, una brisa rozaba mi mejilla y un olor a mar predominaba mi olfato. Por primera vez en todo el transcurso de la aventura, estaba a gusto. Entonces tomé la foto, la única foto de un viaje de cinco días.

Esas fueron mis Navidades pasadas o, mejor dicho, mis no Navidades pasadas.

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