El final de un comienzo

El final de un comienzo

Algunas historias comienzan por el final, su preludio es un punto indefinido en el espacio y tiempo. Si trazara el comienzo de esta historia, dibujaría una línea hipotética sobre una hoja en blanco. Arrastraría la punta del lápiz para bosquejar una guerra, la conspiración entre un emperador y un grupo de disidentes, un rastro de sangre y a un impostor; el Golfo de México y un barco que zarpó de Nueva Orleans hacia Honduras; un río turbio colmado de secretos. Imagino que en ese escenario, Carlos Artaud vio por primera vez a Víctor, mi verdadero abuelo, en la proa del Minerva. El sol le golpeaba el rostro, resaltaba sus facciones imperfectas; un aleteo de luz centelleaba sobre sus ojos claros y ojerosos bajo un sombrero de paja tipo boater. La charla entre ellos comenzó sin preámbulos. La fotografía fue un buen comienzo. El exilio, otro. Ahí estaban dos jóvenes viajando a Honduras, que se convirtieron extranjeros en México tras la partida del presidente Porfirio Díaz y el comienzo de la guerra.

—Aventurero —anticipó Víctor al mirar al joven Artaud con una cámara al cuello. Vestía una camisa remendada; los botines boleados se esmeraban por ocultar las cavidades de una vida.

Me gusta la fotografía. Trabajo para una agencia americana de postales, así que no me quejo —respondió Artaud apretujando un cigarro entre los dedos y señaló la cámara UR Leica que colgaba de su cuello—. ¿Usted?

Una importadora en Honduras, en La Ceiba; plátano, mango, guanábana. La monté con mi padre… Antes de que se lo llevaran… —dijo Víctor, pensativo. A sus palabras les siguió un silencio triste—. Usted también es mexicano. ¿Viaja solo?

Una mujer me espera en Tela.

—Entonces tiene suerte.

Artaud se volvió a mirar el mar que se abría frente a ellos, olas coronadas por crestas blancas que el barco cortaba al abrirse paso por el agua oscura.

Víctor observó a Artaud y notó una cicatriz larga y carnosa que le bajaba por el cuello y otra más en la mejilla.

Artaud notó que lo observaba y Víctor desvió la mirada, en un mal intento por disimular, hacia unas mujeres de vestidos blancos y parasoles negros que salían a cubierta.


Afuera de la casa de Salvador y Clementina frente al río Aguán, de caudal verdoso por las tormentas, Víctor contempló el remanso lento que acarreaba troncos, a ratos deteniéndose y girando para ser empujados de nuevo por la corriente, tragados por el agua. Desvió la mirada hacia Salvador y a su hijo que reparaban el cayuco. Unas gotas de sudor corrieron por su frente. Sintió un escalofrío, saboreó un resabio amargo en la boca, la lengua como corteza de árbol. Miró de nuevo al río, traicionero por sigiloso, que mordió el cayuco y los dejó a él y a Artaud varados kilómetros abajo, cuando Salvador los encontró flotando entre las garras de árboles y pastizales.

Cerró los ojos y recordó la tarde del accidente. Navegaban por el Aguán en el cayuco de Salvador, al encuentro del prusiano. Un pájaro negro voló a su lado, emitió un graznido mordaz, el crujir de las plumas atizadas por el aire. Artaud miró el fondo del cayuco miserable e hizo notar una apertura por donde se metía el agua. Sacó un cigarro del bolso de su camisa. El olor a tabaco quemado se mezcló con la brisa y el agua verdosa del fondo del río que exhalaba una podredumbre cálida y reconfortante. Apretujó el cigarro entre los labios, miró hacia la margen derecha del río y le preguntó a Víctor:

¿Y si le pasó algo al prusiano?

—Habremos perdido todo. Necesitamos las armas del Kaiser.

Hablaste de una mujer. ¿Hubo hijos?

Tres. Murió en labor de parto —comentó Víctor sin afán de conversar e hizo un aspaviento para espantar al pájaro negro que se había plantado en el borde del cayuco, picoteaba la madera.

¿Por qué haces esto? Ya se llevaron a tu padre.

Lealtad, creo. Aunque a veces lo olvide.

Víctor abrió los ojos con el golpe del mazo contra el cayuco. Sintió que la malaria le recorrió el cuerpo, una fiebre fría. Una bruma amorfa y gris de moscos se formó junto a él. Se golpeó el brazo y miró un punto de sangre en la piel sudada. Habían pasado sesenta días en casa de Salvador. Sin noticias del prusiano, ni siquiera un telegrama. De vuelta el sonido sordo del mazo que imitó el correr muerto del río frente a ellos. Caminó hacia la cabaña que fungía como cocina. Un aroma a banano ennegrecido sofriéndose en la sartén se escapó del interior y le produjo un ligero asco. Contempló a Artaud parado junto al río, indeciso apuntaba la cámara hacia diferentes puntos. Un silencio anegado se había ensanchado entre ellos y ocurrió tan lento que Víctor lo notó hasta que se había desbordado.

Artaud apretó el telegrama del prusiano en el bolso de su pantalón. Se volvió hacia Víctor y le lanzó una sonrisa filosa, como el machete que colgaba de su cinturón. Enfocó el lente de la cámara hacia él y a Clementina. Disparó.


Sobre la barcaza de vuelta a Nueva Orleans, con las cajas de madera llenas de frutos amarillos que ocultaban las armas, Artaud se acercó al cadáver del prusiano que yacía en una charca púrpura. Le soltó un manotazo al rostro magullado para matar una mosca esmeralda y gorda. Le arrancó el machete del cuello y arrojó el cuerpo putrefacto al río hambriento, que se lo zampó.

De una valija sacó su pasaporte. Con con una moneda destruyó su fotografía y el nombre «Carlos Artaud Domínguez», impreso en el papel. Lo arrojó al agua. Repitió para sí los nombres de tres niños que aparecían en un retrato metido entre las hojas de una libreta. Analizó la foto de Víctor del pasaporte, se acicaló las cejas, el cabello. Imitó un gesto con la boca, levantó el rostro.

Miró hacia el frente, al río que desembocaría al mar y a una nueva vida.





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