Era un domingo de Nochebuena. Archie descargó el revólver, luego lo dejó sobre el escritorio.

Mientras contemplaba el retrato en el que abrazaba a su abuelo durante la Navidad del 2004, sintió un nudo en la garganta. Segundos después, puso una canción llamada Silk del grupo Wolf Alice. Entonces empuñó el bolígrafo para comenzar a escribir la carta de despedida.

Cabildo, Chile
Veinticuatro de diciembre de 2017

Querido abuelo:

Recuerdo las tardes cálidas de octubre de 2015, en las que te iba a visitar a la residencia para mayores. En cuanto me paraba afuera de la reja negra, hundía el dedo en el citófono; delantales circulaban detrás del ventanal, pero no salían. Y casi siempre, a la vez que estaba yéndome, una cuidadora aparecía para abrir el portón. Mientras avanzaba hacia el umbral la saludaba con cara de asesino en serie.

Luego transitaba por el sofocante corredor que conducía al living en el que los abuelitos empastillados veían la tele. La mayoría de las veces, ahí estabas tú, sentado en un rincón con la mirada extraviada. Te daba un beso en tu frío pómulo, después arrastraba una pesada silla de madera para sentarme a tu lado a ver “La casa de la pradera”.

Otras tardes, en las que no te sentías bien, yacías en tu habitación con los ojos cerrados. Trataba de meterte conversa, pero me ignorabas haciéndote el dormido. Te preguntaba sobre tus años dorados como profesor, a fin de que ejercitaras la memoria; pero no me respondías. Maldita enfermedad del olvido. Después de un rato me levantaba a hurtadillas para no despertarte.

Pasaba mi tronco sobre la plomiza baranda, para luego acariciar tus delicadas manos y darte un abrazito de despedida.

Abandonaba el hogar ensimismado. Mientras los autos traficaban frenéticamente en sentidos opuestos por la avenida; los arreboles se posaban en el horizonte sobre el mar; la brisa viñamarina me acariciaba las mejillas. Me sentía sosegado. Me hacía bien verte, aunque no hubiésemos cruzado muchas palabras.

Nuestros últimos recuerdos, debido a tu vertiginosa enfermedad, no fueron muy agradables; pero los que atesoro de ti durante mi niñez y adolescencia son, sin lugar a dudas, mis mejores recuerdos.

Recuerdos de las tardes en que nos ibas a cuidar a la casa de la Villa O’higgins, mientras nuestra mamita se deslomaba para poner comida en nuestros platos. Te esperaba con la frente pegada al resbaladizo ventanal que daba hacia la arboleda de la cuadra. Y si un auto amarillo detenía la marcha a la altura de la casa, eras tú. Tan pronto sonaba la cerradura, corríamos hacia la puerta a abrazarte. Entretanto abrías el bolsito, nosotros nos sentábamos en la mesa expectantes. Luego sacabas un paquete de galletas Niza y un paté de Llanquihue.

Recuerdos de las mañanas sabatinas de invierno, en las que te acompañaba a hacer las compras al mercado. Tenía diez años y era un demonio de Tazmania. Me disuadías a punta de empanadas de queso o cassetes de Limp Bizkit. Viejo, tu paciencia conmigo era a prueba de balas.

Recuerdos de las bromas desubicadas que hacías durante las cenas navideñas. Mi mamá con una sonrisa dibujada en su rostro, preguntaba si nos había gustado la cena y tú le respondías que ni cuando eras pobre habías comido eso.

Era común que nos enfadáramos contigo por esos sarcasmos, pero después del postre se nos pasaba. Casi siempre al final de la nochebuena, terminábamos abrazados en el sillón color barquillo del living, cada uno con un vaso de Coca Cola con helado de piña, riéndonos sin control por alguna tontería.

Recuerdos de las tardes de colegio, en las que luego de salir de clases, iba a verte por unos minutos antes de irme al preuniversitario. Abría apurado la destartalada puerta de cholguán de la cocina, para ir a buscarte a los paltos. Y ahí estabas con los zapatos negros embarrados, regando con la mangueras verdes. Luego de abrazarte, caminábamos bajo los árboles embriagados por el aroma a petricor. En la cocina me servías pasteles de La Ligua con un vaso de Canada Dry. Luego nos sentábamos en los desteñidos pisos blancos de palo del comedor a conversar. Pasados unos minutos, me paraba, te abrazaba y salía corriendo a tomar el bus.

Cuando tenía un día malo en el cole, lo único que quería hacer era ir a verte. Ahí me sentía protegido, pues tu casa era mi refugio.
Durante mucho tiempo creí que era yo el que te acompañaba por las tardes, pero realmente eras tu el que me acompañaba a mí. Ahora lo veo claro, yo te necesitaba más a ti, de lo que tú me necesitabas a mí.

Cuando suena el teléfono a media noche nada bueno se puede esperar. Y era que en esa noche de viernes, te habías ido en el sueño para siempre. Y no sabes cuánto me duele no haberme despedido de ti, no sabes cuánto.

Hoy, después de 475 días desde tu partida, recién puedo despedirme como corresponde. Y perdóname por la demora viejo, no es que no lo haya intentado antes, pero las emociones me ahogaban, la garganta se me anudaba y terminaba huyendo del dolor como suelo hacerlo.

Te recordaré por siempre mi viejo pelao, mi abuelo y padre, mi mejor amigo. Te recordaré con tu terno de seda plomo, con tu bufanda de lana en degradé, con tu boina gris y tu bolsito celeste colgando desde tu mano.

Quizás en algún universo alterno circundante, aún estamos sentados sobre el sillón en navidad, riéndonos de alguna estupidez hasta orinarnos de la risa…

Te quiere por siempre, tu nieto regalón.

Archie sintió que teníasus mejillas empapadas. Soltó el lápiz para coger una bala, luego la hizo girar sobre el escritorio. Mientras hundía la boca de fuego en su mentón, buscaba razones para no jalar del gatillo.

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