Todo fue desconcierto cuando sus padres se enteraron del embarazo. Ella, tan niña, sólo diecisiete años. Como olas se mecieron los recuerdos, ese viaje inevitable a la nostalgia.

Ahora, sería abuela a los treinta y tres. Su pequeña Juana cursaba décimo grado. Carmen advirtió días atrás los evidentes cambios físicos en su hija. Olfateaba los problemas sin mayor esfuerzo.

El tiempo pasado era una especie de ventana que en ciertas ocasiones olvidaba cerrar.

La madre de Carmen fue inflexible y le echó de la casa. Su novio terminó dejándola sola. Suspendió sus estudios. Trabajó vendiendo dulces en autobuses. Necesitaba dinero para sostenerse, y de ser posible terminar la secundaria.

Quienes la juzgaron no sintieron su dolor, matizado por la semilla del amor esparcida en la inconsciencia de su vientre juvenil. En estos momentos, esos breves latidos como frágiles cristales, que podían romperse al más leve roce, constituían ya, todo su mundo. No consideró el aborto, determinación que selló el transcurso de los acontecimientos.

En principio fue complicado emplearse de manera estable, no ser bachiller y su maternidad prematura configuraron un fuerte impedimento. Maduró a las malas. Sin embargo, no cesó en su firme intención y perseverancia. Reflexionó muchas veces sobre los hijos concebidos sin mayor valoración de las circunstancias, quizás truncando sueños. No obstante, consideró que su hija era una bendición.

Paulatinamente, desapareció su tristeza. Sintió haber vivido una eternidad: sus problemas que se habían multiplicado y las tempranas labores, coadyuvaron para templar su carácter, tuvo la certeza que una vez dominada por el miedo se doblaría.

Tres meses después, su madre cedió y la recibió en casa. El padre de Carmen asumió el doble rol de abuelo y papá. Todo pareció encajar en un nuevo orden.

Atrás quedaron los rechazos. Ahora la felicitaban, y le exhortaban a seguir adelante con su bebé, “no era tan compleja la vida” —pensó.

A sus escasos años, libre de la incertidumbre inicial al conocer su embarazo, se dedicó con esmero a los cuidados y controles prenatales. Superó los inconvenientes familiares de los primeros meses y recibió el apoyo y acompañamiento de sus padres y amigos más cercanos.

Pese a su corta edad, Carmen se aferró con uñas y dientes a la fervorosa idea de asumir su maternidad. Sólo necesitaba trabajar para darle a su hija la mejor crianza.

Cayó desde muy alto para poder sentir la dureza de la vida. Sí, Juanita llegó como caída del cielo.

—¿Vas a ser mamá tan pequeña?, ¿Qué va a ser de ti? —La confusión de Carmen era evidente.

—Mamá la noche es corta, aún quiero soñar —dijo Juanita preocupada.

—¿Imaginas las implicaciones de tener un hijo?

—No mamá, no quiero pensar en ello.

Carmen suspiró hondo. Vislumbró la irónica duplicidad de su vida como si se tratase de un juego ante el espejo, ¿Qué hacer?

Se despojó por un instante de la coraza que protegía su frágil corazón. En el cuarto, se escuchó una suave melodía. Miró con ternura al cisne que junto a ella, bailaba con su alma. Le abrazó.

Fue un repentino golpe de alegría para Juanita. Al contacto, pudo palpar el horizonte alrededor de su vientre.

Mientras tanto, la ventana abierta de la habitación fue un lienzo donde la vida, pintó a placer el amor.

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