La luna no da tunas

La luna no da tunas

VICENTE CARRETO

06/12/2018

MADRE

CUADRO FAMILIAR

Tenía tres años, tan sólo tres, pero llevo los recuerdos en la mente como si hubiesen pasado ayer.

La herencia del hombre que me diera la vida, la asombrosa memoria que me acompaña a lo largo de mi existencia para bien o para mal me trae los recuerdos de mi infancia, quizá porque fue la más feliz de mi existir.

Rodeado del cariño inmenso de mi padre “El gran hacedor de milagros” como el mismo se proclamaba, pasaba mi niñez, era un hombre alto, fornido, sus brazos me elevaban a gran altura, por arriba de su cabeza mientras se escuchaban sus fuertes carcajadas y yo lo miraba embelesado como si mirara a Dios.

Con sus poderes de gran mago, lo mismo hacía aparecer una moneda bajo mi almohada, una fruta en mi mano, o bien, una barra de chocolate, sólo tenía que cerrar los ojos por un instante y el milagro estaba consumado.

Por las noches me contaba historias fascinantes, donde él, era el protagonista, el héroe de mil batallas, jamás se agotaban sus relatos, hasta que fatigado, el sueño me vencía, y caía rendido por las emociones del día.

Pasados tres o cuatro días se marchaba como siempre, se ausentaba por semanas dejándome sumido en gran tristeza.

Pero “El gran hacedor de milagros” me dejaba una muestra de su poder, todas las mañanas al despertar buscaba ansioso la reluciente moneda que aparecía bajo la almohada de mi cama y yo sentía que él estaba ahí conmigo, las monedas eran sagradas para mí, las cuidaba como mi más grande tesoro esperando el regreso de aquel que mi existencia hacía tan feliz.

Tratando de mitigar mi tristeza mi madre me decía que él pronto regresaría y esta vez ya no se marcharía y viviríamos felices en aquel lugar hermoso, porque nuestro hogar estaba enclavado en el campo, en una hermosa huerta que mi padre llamaba “La haciendita” situada a cierta distancia de la carretera, mi padre era un hombre infatigable, los días que pasaba en casa no paraba de trabajar para el florecimiento de nuestra querida huerta.

Su regreso era el acontecimiento más grande de aquel hogar, llegaba de pronto cargado de regalos y junto con él los días más felices de mi vida.

Una noche de luna llena, fui testigo del prodigio más grande de mi padre, la luna lucía en todo su esplendor, magnífica, reluciente, en el cielo inmenso, el hombre de los milagros me izó a la altura de su cabeza y en poderosa concentración: luna, luna, exclamó, dame una tuna, cerré los ojos como siempre me indicaba y de pronto, reluciente, en mi mano, apareció la invocada fruta.

El recuerdo de la tuna aparecida siempre me acompañaba y en las noches de luna llena la miraba embelesado y le pedía suplicante por el regreso del hombre que me llenaba de felicidad, y en verdad, era mágica, porque mi padre siempre regresaba ante mi desbordante alegría y venían los felices días hasta que llegaba de nuevo el momento de su inminente partida.

Me consolaba diciendo que el destino de los hombres adultos era ese, el ir y venir para el sostenimiento de sus hogares, mi corta edad, no era impedimento para comprender en toda su dimensión las palabras de mi padre, él se marchaba para que a mí nada me faltara.

Las ausencias de mi progenitor ya no me parecieron tan prolongadas, y seguí feliz en ese lugar escuchando el canto de los pájaros, el graznido de las chachalacas y las risas de mi madre.

La luna llena era para mí lo máximo después de mi padre, pasaba largas horas contemplando su magnífica belleza pero aunque mágica era igual a él, se me perdía por muchas noches se hacía chiquita, desaparecía y de pronto resurgía en toda su magnitud, ante mi gran paciencia esperando el regreso de aquellos dos que me colmaban de felicidad.

De pronto algo pasó algo que nunca comprendí, de un día para otro me encontré viviendo con la abuela, mi madre no estaba conmigo y mi angustia crecía día con día añorando a aquellos seres que tanto me querían, la abuela me adoraba, con el tiempo me mandó a la escuela donde aprendí muchas cosas, refugiado en la vida campirana era precario mi entender.

Por otro lado, las ausencias de mi padre se prolongaban por meses enteros a mi madre no la veía y mi único consuelo era aquella que mes con mes me prodigaba con su magnífica estampa, un buen día la maestra acabó con mis ilusiones de niño al romper mi corazón en mil pedazos.

Me dijo que la luna era un cuerpo sin vida, un satélite que ni siquiera tenía su propia luz.

Ella no concedía deseos a nadie, mi padre iba y venía porque así es el destino de los hombres, vivimos en constante cambio, el ir y venir de la vida es un flujo constante, esa noche la miré con rencor, me había decepcionado, no tenía poderes, no era mágica, aunque ella no tenía la culpa, el único culpable era“El gran hacedor de milagros” el hombre que me inculcó ideas absurdas confundiendo mi pensar de niño, pero algún día regresaría y se las vería conmigo, ahora no me podría envolver con sus dotes de mago barato ¡vaya guasa!, hacerme creer que la luna daba tunas.

Es cierto, la luna no tiene poderes, no hace ninguna clase de hechizos pero eso me enseñó a tener fe, en creer en un ser supremo que siempre está con cada uno de nosotros de darse la fuerza necesaria para desarrollarse y lograr cada una de nuestros propósitos, en realidad nada se puede si no existe la fe en uno mismo, capaz de mover montañas y de cambiar el mundo, los milagros no existen, pero si somos capaces de cambiar nuestra propia vida si nos trazamos metas, si nos esforzamos por ser cada día mejores.

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