Cómo te explico, en todas las familias hay alguna bruja. La brujería se hereda por pura epigenética, dicen. No es cosa del ADN sino de la vida misma, como tener enfermedades hoy porque tus antepasados pasaron hambre en una guerra. No sé quién fue la primera de mi familia. Hablaré de las cuatro últimas, y esto me incluye. Mi bisabuela se llamaba Catalina y nació en Rusia, pero no era rusa sino alemana. Su gran prueba mágica la realizó al viajar de Rusia a Alemania escondida bajo uno de los asientos del tren que la transportaba. Un acto de invisibilidad memorable e irrepetible. Lamentablemente, para llegar a Argentina sí tuvo que pagar pasaje. Allí nació mi abuela que se llamaba Verónica. Ella tenía el poder de hablar con los animales: «Blanca, hacete la muerta», le decía a la cerda de cien kilos, y la cerda caía de costado en medio del chiquero. Eso no le impidió convertirla en chorizos, como la bruja de Hansel y Gretel. Luego llegó mi madre con su nombre incierto: Lydia, el nombre de la matrona que la trajo al mundo. Lydia tocaba el piano. Cantaba coplas y no tangos, como era de esperar. Más tarde supe que las brujas cantan coplas en los aquelarres: ¡Ay pena, penita, pena! ¡Pena de mi corazón!… Las cuatro nacimos bajo el mismo signo, somos cabras. Con cuernos, claro. Nuestras pócimas sacan verdades a golpe de shock etílico, y te aclaro que los poderes son acumulativos. Un hilo nos une y sabemos cuándo sonará el teléfono o cuándo los hombres están pensando en otra y no en nosotras. Así que ya sabes. Esto no es una amenaza, es que lo llevo en la sangre. Y si vuelves a decirme que no estuviste con Ella, cuando yo sé, porque lo sé, que es mentira, juro que el menor de tus problemas van a ser los cuernos.

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