Había quedado viuda con nueve hijos. Su esposo, Juan García, había muerto de un paro cardíaco fulminante. Él era el mayordomo de la hacienda «El Albion» y ella, Ana Lía Torres de García, vivía con toda la familia en una pequeña casa adjunta, como era costumbre en esa época. “El Albión” quedaba a 15 minutos de El Cerrito, Valle del Cauca.

El dueño de la hacienda le dijo a doña Ana que tenía un tiempo de tres meses para conseguir otro sitio donde quedarse, porque era imposible para él mantenerla a ella y a sus nueve hijos.

En aquellos tiempos (1955), no era bien visto que una mujer trabajara y menos una como ella que tenía tantos críos para sostener: Consuelo (de 2 años), Cecilia (3), Francisco (5), Omar (6), Amanda (7), Ramiro (9), Gabriel (10), Silvia(11) y Gina (12).

En el día, Ana se veía tranquila ante sus hijos para disimular este duelo. Cuando los dejaba dormidos, salía sola al oscuro campo y llovía a cántaros en sus ojos. Ella pensaba que esto era lo más duro que había vivido, más duro que aquel día que se perdió una de sus hijas, Mariela, con tan solo seis años de edad. En aquellos días su esposo había peleado con un trabajador de la hacienda, y al parecer éste en venganza la había secuestrado. Aquella noche los esposos García Torres buscaron con linternas, perros y varias personas a la niña en toda la hacienda, gritaban: ¡Mariela, Mariela! Ana estaba desesperada. Días enteros de búsqueda, carteles sobre las calles, anuncios en la radio, prensa local. Nada sirvió. Mariela jamás fue encontrada.

Seguía pensando Ana en sollozos dentro de ese lapso de tres meses que le quedaba de hospedaje, que su vida había sido muy difícil. Recordó aquel desliz de su esposo con La Caponera, aquella mala mujer que no le importaba que fuera un hombre casado con hijos. Cuando Ana se enteró de esta infidelidad pensó en el suicidio. Ese día sirvió en un vaso agua con veneno para ratas, se sentó en el comedor y empezó a orar el Santo Rosario antes de beber su muerte. Con tan mala suerte para su voluntad que se le apareció la Virgen María y rebobinó todos sus malos pensamientos: “¡Cómo vas a dejar tus hijos solos! ¡Mira, Gabriel está llorando, quién lo va a amamantar!” De repente, Ana bota el vaso de veneno. Decide aguantar aquel patriarcado por sus hijos. Le llora a Juan con amor, le cuenta lo ocurrido y él se compadece de ella y abandona a La Caponera. Este es el segundo acto de inmortalidad para su descendencia.

Ana seguía cavilando y llorando los momentos trágicos de su vida y recordó aquel día en que nació su novena hija, Cecilia, sin una oreja. Nació físicamente imperfecta, como si el cuerpo de Ana se hubiera cansado de concebir y parir, porque ya no podía dar todas las partes biológicas necesarias. Cuando Juan vio esa chiquilla incompleta, exclamó enojado: «¡Yo no hago hijos así, tú me estás engañando con otro hombre!” Su esposo la encerró con candado en la casa, porque no iba a permitir que se la siguieran jugando. Ana se sumió en una profunda tristeza, porque si algo era, era fiel y sumisa. El castigo hizo que Ana cada día estuviera aislada hasta la llegada de su esposo, sola con sus infantes, hasta que otra vez quedó embarazada y ¡oh sorpresa! la niña que parió también nació sin oreja. Así, Juan confirmó que Cecilia era su hija y que su esposa le había sido siempre fiel. Él le pidió perdón. Ana le llamó Consuelo a esta última niña, porque definitivamente fue su consuelo en tan apenados momentos.

Volviendo a la lúgubre viudez y con un ultimátum del hacendando del Albión, Ana exclamó: «¿Qué voy a hacer?» Desesperada, decidió escribirle al Presidente de Colombia de aquel entonces, el General Gustavo Rojas Pinilla, al cual le contó toda su historia y le pidió una casa para toda su familia. La ortografía y gramática de esta carta eran impecables. Ella tuvo más de cien revisiones y miles de correcciones antes de enviar la versión final. Se jugaba la vida, noches en vela relatando lo que les he contado. Lágrimas cayeron sobre el papel.

Fue escrita con tanta pasión, que la carta conmovió al Presidente y de urgencia designó a las autoridades locales de subsidios de vivienda para que la contactaran y le dieran todo el acompañamiento, dónde quería la casa, de qué tamaño, en qué condiciones.

Se sintió leída, escuchada, sufrida, todo salió mejor de lo que imaginaba. Allí en mi pueblo se construyó aquella casa, donde terminó de sacar adelante a sus nueve hijos, mientras cocinaba deliciosos platillos que sólo una madre puede hacer y los vendía para subsistir, hasta que los hijos mayores empezaron a trabajar y a sostenerla a ella. Con este último acto termina su legado y luego el cielo arrebata de su cuerpo aquella alma impoluta, la tiende sobre un colchón de nubes y la arropa el viento.

Muchos años la lloraron sus vástagos. Pero quedó esa casa, donde nos seguimos reuniendo toda la familia para oir esta historia, la de mi abuela Ana, que es muy bien contada por sus hijas mayores, Silvia y Gina, mis tías. Todos mis otros tíos y sus parejas, sus siete nietos, mis quince primos, mis dos hermanos y tres sobrinos somos oyentes de esta fantástica historia macondiana y sublime.

También está mi mamá Consuelo, que me parió completo para esta hermosa familia. De mi abuela, que jamás conocí en persona, saqué yo creo, esa vena artística para escribir. En casa se conserva una copia de la carta al Presidente. Leerla es vivir intensamente, es usar una mano y una pluma para desbaratar las más profundas heridas del corazón y transformar el dolor en belleza y esperanza.

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