Vivíamos en la vereda El Tambor, del municipio de La Merced, tierra sembrada de cafetales y cañaduzales entreverados, como ha sido siempre el departamento de Caldas. Éramos doce hijos, ocho hombres y cuatro mujeres y todos permanecíamos todavía con papá y mamá, en una finca pequeña, sembrada con un cafetal de pajarito del que, a duras penas, lográbamos sacar el sustento cuando el precio del grano era favorable. Todos los días a las seis de la mañana salíamos para la escuela pública del pueblo los ocho hombres, gemelos los dos menores, y dos de las mujeres, también gemelas. Las dos mayores se quedaban repartiendo el tiempo entre hacer los oficios de la casa y ayudarle a papá a coger café.Teníamos que caminar una hora por una carretera cubierta con piedras de cantera sin compactar, que nos cortaban las plantas de los pies. Todos íbamos descalzos, pero no éramos los únicos. Así iba también la mayoría de los compañeros. Comprar doce pares de zapatos resultaba imposible con el presupuesto de la familia.

A la misma hora, de lunes a lunes, salía de la finca vecina Don Camilo, llevando de cabestro un caballo blanco, cargado con dos canecas de leche que vendía en el pueblo, de puerta en puerta, medida en una botella aguardientera. Juntos hacíamos el recorrido, soportando las nubes de polvo que nos envolvían al paso de los carros. Así fueron las cosas durante varios años, hasta que un día a Don Camilo le sonrió la suerte: se ganó un quinto de lotería que compró en una salida a Anserma. 1’500.000 pesos le entregaron, contantes y sonantes, en un tiempo en el que por un mes de trabajo al sol y al agua le pagaban a un jornalero 519, como salario mínimo. Desde el momento en que se conoció en el pueblo la noticia, Don Camilo fue bautizado con el mote de Millón y medio.

Dos días después de recibir su premio ya estaba Millón y medio en Manizález, buscado realizar el sueño de su vida: tener un carro.Y lo realizó. Regresó a las dos semanas, un domingo inolvidable, conduciendo él mismo una camioneta FORD CUSTON DE LUXE, con platón para carga, de color anaranjado, por la que pagó, según decía con orgullo, cien mil pesos.

El lunes siguiente, como siempre, los diez hermanos hicimos el recorrido a la escuela, pero esta vez el caballo con la leche iba cabestreado por un trabajador. Cuando íbamos por la mitad pasó Millón y medio en su camioneta, con los vidrios cerrados y a toda velocidad. No se dignó siquiera pitar para saludarnos ni, mucho menos, invitarnos a subir al platón para llegar hasta el pueblo. Nos dejó envueltos en una nube de polvo y soñando que algún día llegaríamos al pueblo en carro porque, valga la verdad, ninguno de nosotros, hasta ese momento, se había subido ni siquiera a uno de servicio público.

Pero nada cambió para nosotros con la buena suerte del vecino. Día tras día seguíamos llegando a la escuela caminando descalzos y cubiertos con el polvo que nos dejaba el carro de Millón y medio, que iba siempre veloz, con los vidrios cerrados, a recoger la plata de la leche vendida. Y esto fue lo que sacó de quicio a mi hermano mayor, que era de muy mal genio. Se enfureció con la última empolvada, y no se aguantó más el desprecio de Millón y medio.

__”Le voy a mandar un mensaje a este viejo infeliz pa’ que deje de ser tan creído”.

Escondido detrás de un matorral en la orilla de la carretera lo esperó una mañana y de una pedrada justa cumplió su promesa: le quebró el vidrio del parabrisas. Asustado paró Millón y medio y se bajó de su carro, pero al no ver a nadie, tuvo que continuar su viaje sin el vidrio, y así le tocó permanecer toda la semana, porque el almacén vendedor le informó por teléfono que no tenían el repuesto y que tardaría 8 días en llegar.

Cumplido el plazo, se lo instalaron y todo volvió a ser igual: nubes de polvo a su paso y desprecio total por nosotros.

__ ”le voy a volver a mandar el mensaje, a ver si entiende…”

Y le volvió a quebrar el vidrio, y Millón y medio lo volvió a reemplazar. Pero al día siguiente, con su vidrio nuevo, como si hubiera descifrado el mensaje, se detuvo en la mitad del trayecto y nos invitó a subir al platón. Y siguió invitándonos cada vez que nos veía, y hasta llegó a parar en la portada de la finca gritando: “vamos muchachos que nos va a coger el día.”

Pasadas dos semanas, sin asomo de rabia o de rencor en sus palabras, soltó su sospecha: “ya sé que ustedes eran los que me quebraban el vidrio, porque lo que hace que los recojo en la carretera, no me volvieron a hacer el daño”.

— Como se le ocurre pensar así Don Camilo, le replicó mi hermano mayor, si nosotros somos gente honrada y decente. Jamás cometeríamos ese pecado. Y en esa negación nos mantuvimos siempre todos.

Cuando la epidemia de Peste Rabiosa llegó a la familia y mató a tres de los hombres, ya Millón y medio era para nosotros, más que un buen vecino, un gran amigo, y su camioneta era tan de la casa, que en ella llegaron los ataúdes para los hermanos muertos, y en ella fueron llevados al cementerio. Aunque lo más triste, que no logro borrar de mi mente, fue ver morir a mi hermano, el que dos veces le quebró el vidrio al carro, contagiado de rabia, arrojando babaza por la boca y mordiendo una varilla de macana que fue imposible arrebatar al espasmo de sus manos, lo cierto del caso es que la amistad y la generosidad con que ahora nos distinguía Millón y medio eran para la familia mucho más que un consuelo: eran la herencia invaluable que a su muerte inesperada nos dejaba.

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