Con un extraño movimiento, que se suponía debía parecer natural, Gabriela me dejó ver, generosamente, el contenido bajo su escote. Me hice el desentendido, más por mi comodidad que por la de ella.
Gabi, como la solía llamar, era hermosa en toda la amplitud de la palabra. De niños íbamos a la misma escuela y vivíamos en casas colindantes. Recuerdo que siempre pensé en ella como la mujer perfecta. Primero me encantó con sus ojos celestes, sus mejillas coloradas y su sonrisa abundante y simpática. Ya un poco más crecidos, sumó a sus atributos sus formas de adolescente y una nueva sonrisa, que se había vuelto sugerente y traviesa.
Yo no tengo ningún atractivo destacable, pero el tiempo que pasábamos juntos pudo más, de manera que mi primer beso fue con ella, la mujer más hermosa del mundo.
Su señor padre era un hombre completamente vulgar y carecía de virtudes, pero tenía un cargo destacado en el gobierno, posición de la que se valía para menoscabar a todos cuanto podía. Por demandas de ese trabajo siempre estaba viajando. En uno de esos viajes se la llevó para siempre; ni siquiera nos llegamos a despedir.
Su casa fue ocupada apenas unos días después por un matrimonio mayor, con un hijo que bordeaba los cuarenta y un perro tan longevo como todos ellos. Quise odiarlos por habitar el lugar que le pertenecía a la mujer de mis sueños, pero hasta de eso me privaron, pues resultaron ser tan amables y generosos que llegué a quererlos como los abuelos que nunca tuve. Su hijo, por otra parte, era soltero de toda la vida y escritor. Sumado a eso, era aficionado a la robótica y siempre me hacía parte de sus interesantes, pero por lo general fallidos experimentos… Ellos reemplazaron a Gabriela, quién no volvió jamás al pueblo.
Hace un año me trasladaron de ciudad en una de esas oportunidades que simplemente no se pueden dejar ir. Pasaba de ser uno de los tantos ingenieros a encargado de una de las empresas; allí, en el lugar menos pensado, estaba ella.
En mi recuerdo, Gabriela tenía una belleza insuperable, pero ahora, ya con sus formas de mujer bien definidas, me dejó simplemente con la boca abierta. Me reconoció de inmediato y me dio un abrazo estrecho y descuidado, como si siguiéramos siendo unos niños. Luego, y en un movimiento muy evidente, me miró las manos y se detuvo en mi sortija de matrimonio; por primera vez sentí ganas de quitármela.
La situación para mí era tensa, pero para ella no era más que un juego; uno que parecía disfrutar. No tardó en buscar mis labios con los suyos y yo, tembloroso y con el peso de la sortija en el dedo, se lo devolví deseoso. Entonces las insinuaciones dejaron de serlo, y se convirtieron en una constante y directa invitación:
—Siempre me has amado. Noto la fascinación con la que me miras de pies a cabeza y eso me halaga. Creo que desde el principio estuvimos destinados a estar juntos; si mi papá no se hubiera metido en esos negocios sucios, nunca hubiéramos tenido que escapar y estoy segura de que yo llevaría tu sortija en mi dedo. Deja todo y vámonos para siempre.
Debo admitir que, a pesar de que me había prometido a mí mismo no hacerlo, con el paso de los días lo llegué a considerar una opción, aunque no veía claramente cuál era la necesidad de dejarlo todo y huir. Cuando lo quise aclarar me dijo que no me compartiría con nadie más. Siento que el solo hecho de haberlo pensado me hacía una pésima persona, y vaya que lo pensé.
Al llegar a casa, hace un par de noches, entré silenciosamente en mi cuarto.
—Quieren que te abandone —dije al bulto dormido entre las sábanas. ¿De verdad lo estaba pensando?— El amor de mi juventud me pide que te abandone —repetí en voz baja.
Entonces vi que, entre los mechones ondulados de su pelo, que tenía pegados a la cara, caía una lágrima. Primero pensé que me había oído, pero luego comprobé que dormía profundamente, como era su costumbre. Parecía no disfrutar sus sueños. Tomé la lágrima con uno de mis dedos y fui yo quien empezó a llorar. La tomé entre mis brazos y besé su frente, su vientre y uno de sus pies. Se incorporó con un movimiento perezoso.
—¿Que pasa papi? ¿Estás llorando?
—No, preciosa. Sólo pensaba en cuánto te amo y en lo dulce que eres.
Haciendo caso omiso de mi comentario me dijo que estaba soñando “con mami”.
—¿Estás triste?— pregunté.
—No— respondió con los ojos cristalizados y con un leve temblor en su mentón.
Javiera, quién fuera mi esposa y su madre, nos fue arrebatada por la muerte hace dos años. Había llegado a amarla con locura y todavía la extraño. Pensé que a mi pequeña le resultaría más fácil (por su corta edad), pero parecía incapaz de olvidarla… ¿Cómo pude pensar si quiera en quitarme el anillo que nos unió un día?
Abracé a Consuelo con suavidad y le dije que estaba bien extrañarla. Que yo también la necesitaba y que eso no nos hacía débiles. Ella me respondió poniendo su nariz sobre la mía.
Aún deseo a Gabriela, pero jamás la cambiaré por mi pequeña; mi hija, con su fortaleza fingida y con sus bailecitos curiosos, es la mujer perfecta.
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