Pancho se había despertado mucho antes del amanecer. Ya era viejo, pero su cuerpo seguía acostumbrado a las madrugadas del puerto. Había sido cocinero de a bordo, estibador, y hasta llegó a capataz. Ahora solo le quedaban los recuerdos, y de vez en cuando un dolor en el hombro izquierdo, señal de tantas cargas y descargas, muchas veces en medio de la lluvia y el frío.

Las cosas no le habían sido fáciles, fue necesario trabajar mucho, pero él siempre fue un hombre fuerte. Después, la vida, poco a poco, le fue quitando el tiempo.

Muchos habían sido sus andares, y ese día se le dio por acordarse de aquellos años de pobreza, no sólo sufrida por él y su familia, sino por todo el vecindario de El Bajo. Fue por entonces que su amigo y compañero de andanzas, Nicasio Casco, le anunció que se iba a la cosecha del girasol, después vería de buscar un trabajo estable en otros pagos.

Él trató de convencerlo de que pronto las cosas estarían mejor, que no se hallaría lejos de todo lo que había sido su vida, pero no hubo caso, ya estaba decidido. Todavía rondaba en su memoria aquella despedida, cuando Nicasio lo abrazó y dándole un papelito con una dirección le dijo,

—Podés escribirme cuando quieras, y tené por seguro, Pancho, que si me va bien te mandaré a llamar para que te vengas con los tuyos—.

Nunca más supo de él. Ese recuerdo lo entristeció, “¿qué habrá sido de mi amigo? ¡Pobre hombre, cuánta miseria habrá pasado!”

Fue por esa tristeza que decidió salir sin hacer ruido. Cruzaría hasta la isla y vería de pescar algo. Su mujer, doña Ana, dormía. Pensó, “Mejor que descanse ya estamos grandes y llevar adelante esta casa cuesta trabajo, cuidamos la quinta, la higuera, que no se embiche el mandarino… Cuando vuelva tomaremos mate tranquilos”.

Como a todos, la vida no siempre le había resultado llevadera. Entonces le gustaba atravesar el río en su bote, caminar pensativo entre los pastizales, mirando de a ratos el cielo, hasta echarse al pie de un árbol con una ramita entre las manos y entrecerrar los ojos. Después, ya más tranquilo, volvía a cruzar el río dispuesto a enfrentar los problemas con nuevos ánimos.

Así fue que juntó sus arreos de pesca, desató el bote y se fue remando despacito hasta el otro lado, hasta su remanso preferido. Al llegar, se sentó en el banquito que siempre llevaba y encarnó el anzuelo. Era temprano y el río acariciaba la costa como si le murmurara un saludo y le contara sus secretos.

Luego de un par de horas ya tenía varios bagres en su bolsa de lona, más que suficientes para un buen almuerzo. Además le estaba haciendo falta una mateada con pan casero y buena compañía. Así que limpió los pescados con el faconcito que siempre llevaba, los lavó en el agua del río y fue levantando sus cosas. Ya era tiempo de volver a su rancho.

Quiso despedirse del paisaje. Miró pensativo el agua en su continuo movimiento hacia el Sur. Allá a lo lejos divisó una pequeña embarcación. Seguro que era Ledesma, con su lancha almacenera, en uno de sus frecuentes viajes río arriba. Después miró la costa y levantó la vista hacia el cielo, era una mañana hermosa. Cerca suyo daba vueltas y vueltas un picaflor. Un poco más allá vio algo muy raro.

Su vista ya no era la de antes, así que parpadeó fuerte, achicó la mirada, y en su no saber qué hacer se fue acercando lentamente, hasta darse cuenta que sobre un gran tronco caído estaba sentado un toro, que lo miraba como distraído.

Pensó o más bien se dijo, —esto es raro, estoy viendo mal, son mis ojos que están cansados—. Y mientras consideraba cómo un animal podía sentarse como si fuera una persona, o de lo contrario, cómo una persona podría parecerse a un toro y mirarlo tan distraídamente sin saludarlo, cuando todos se conocían por allí… Pero todos sus pensamientos quedaron detenidos ante el estallido de algo así como un relámpago, y toro y tronco o vaya a saber qué, desaparecieron. Aquello no tenía explicación y, como decidía siempre que no comprendía algo, lo encerró en el olvido, —tengo mejores cosas en que pensar—, se dijo.

Cuando llegó a la casa, Ana lo esperaba con el agua lista para el mate. Conversaron de cosas sencillas. Luego habría que pensar en cocinar la pesca. Se había terminado la sal, así que Pancho decidió irse hasta ahí nomás, al almacén de Firpo.

En el camino se cruzó con uno de los personajes más extraños del pueblo. Le pareció que lo estaba esperando. A nadie le gustaba ese hombre. En las reuniones del boliche corrían los rumores de que ese sujeto estudiaba magia negra.

Cuando Pancho estuvo cerca, el mago lo saludó cortésmente, —¿Cómo le va don Pancho? ¿Anduvo temprano por la isla? ¿Y qué tal está todo por allá, nada raro?—.

La respuesta de Pancho fue cortante, —Me va bien, sí, anduve y no vi nada raro, caranchos tal vez, pero “caranchos” hay en todos lados. ¡En la isla y aquí!—.

El mago, si es que lo era, quedo descolocado, fuera de lugar. Miró hacia los lados, tal vez deseando que nadie hubiera escuchado, bajó la cabeza y se alejó al trote. Al ver esto, Neno, el perro de Pancho salió a los ladridos tras el fugitivo y enseguida se fueron sumando todos los demás perros del lugar. Del mago solo se veía la polvareda de su huida. Fue un buen escarmiento y también motivo de risa para todos los vecinos de El Bajo.

Esta historia que les he relatado es una pequeña parte de la vida de mi abuelo Pancho. Hay mucho más, pero tendríamos que estar descansando a la vera del río de mi pueblo.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS